El sabotaje de los gaseoductos Nord Stream crea un peligroso precedente. ¿Ahora es lícito destruir infraestructuras civiles en tiempos de paz para lograr ventajas geoestratégicas?
Nos encontramos ante un ejemplo más de la decadencia del imperio de la ley internacional y de la deriva hacia un mundo sin reglas donde sólo impera la desnuda voluntad de poder.
Sorprendentemente, la consigna de los medios occidentales (especialmente los norteamericanos) ha sido «pelillos a la mar», enterrando la noticia del sabotaje con extraordinaria rapidez bajo un manto de silencio. ¿Qué está ocurriendo? Analizaremos brevemente el contexto antes de especular sobre su autoría.
EE.UU. es el mayor productor y consumidor de gas del mundo, consumiendo cerca del 90% de lo que produce. Rusia es el segundo mayor productor del mundo, pero sólo consume el 65% de su producción exportando el resto de forma eficiente y barata mediante gaseoductos.
Por el contrario, EE.UU., al estar rodeado de océanos, exporta su gas de modo menos eficiente, licuándolo, transportándolo en buques criogénicos y regasificándolo en destino.
Por su lado, aunque la UE es el tercer mayor consumidor de gas del mundo, apenas produce una pequeña fracción de sus necesidades de consumo. Así, la cercanía geográfica de una Europa deficitaria y una Rusia superavitaria ha conducido a una natural relación comercial basada en la robustez del interés mutuo y no en la fragilidad de las simpatías políticas.
Sin embargo, entre la Rusia productora y la Europa consumidora se encuentran Polonia y Ucrania, países hostiles a Rusia cuyos territorios deben atravesar los gaseoductos.
Para evitar esta debilidad, Rusia ha querido rodear a Polonia por el norte y a Ucrania por el sur con gaseoductos bajo el mar Báltico (Nord Stream 1 y 2) y el mar Negro, como puede verse en el siguiente mapa necesariamente simplificado:
Una compleja operación de sabotaje
Las exigencias logísticas, que incluyen la utilización de cientos de kilos de explosivos, torpedos o drones submarinos, parecen excluir en principio a países lejanos que, limitaciones técnicas aparte, tendrían que solventar un difícil problema atravesando demasiadas fronteras, pero no a países bañados por el Báltico (las repúblicas bálticas, Rusia, Polonia, Alemania y los países nórdicos) ni tampoco a Reino Unido o EE.UU., con presencia a través de la OTAN.
¿Quién se beneficia?Que Rusia tiene medios es obvio, pero en principio, parecería absurdo acusar a este país de destruir su infraestructura más importante en décadas, en la que se han invertido 10.000 millones de dólares y que es esencial para reducir su dependencia de Estados hostiles que además son fronterizos.
Asimismo, los gaseoductos suponían la gran tentación de Alemania para dejar de someterse a los dictados de EE.UU. en la guerra de Ucrania, puesto que en cuestión de minutos sus problemas de suministro de gas podrían quedar resueltos.
De hecho, además de preguntarnos quién se beneficia deberíamos preguntarnos: ¿Por qué ahora? Y el motivo más obvio es que, ante la llegada del invierno, el gobierno alemán se había dado cuenta del carácter suicida de las sanciones dictadas por EE.UU. y la presión de la opinión pública alemana empezaba a crecer.
¿Podría ser el atentado una operación rusa de falsa bandera? No es probable.
Primero, en una operación de falsa bandera debe ser fácil identificar al chivo expiatorio al que se acusará del ataque, y en un sabotaje submarino es posible que nunca se obtengan pruebas fehacientes de su autoría.
Segundo, el análisis coste-beneficio del autor debe mostrar una enorme asimetría, esto es, el daño auto infligido debe ser escaso y el beneficio potencial, enorme. El sabotaje del Nord Stream ha causado un grave daño a Rusia a corto plazo y también a largo plazo, salvo que la parte dañada del gaseoducto puede ser reparada.
Asimismo, dado que la operación de falsa bandera se suele utilizar para manipular a la opinión pública, el autor debe controlar la maquinaria de propaganda y los medios de comunicación encargados de señalar al chivo expiatorio como culpable, y es evidente que Rusia tiene completamente perdida la guerra mediática en Occidente.
Finalmente, el hecho de que los medios occidentales (y muy en particular los norteamericanos) hayan enterrado la noticia bajo un sospechoso manto de silencio refuerza la teoría de que no han sido los rusos, y más bien alimenta la teoría contraria.
Alemania, la gran damnificada, es fácil de descartar, y de igual modo también parece descartable la autoría de las repúblicas bálticas –demasiado pequeñas en el tablero mundial– y de los países nórdicos, de tradición pacifista y que nada tienen que ganar.
La lista se acorta: ¿Ucrania, Polonia o EE.UU.?¿Y Polonia? Geográficamente situada entre dos grandes imperios, ha sufrido sucesivas y humillantes conquistas. Durante la 2GM, el casi simultáneo ataque de la Alemania nazi y la comunista Unión Soviética devastó el país, que también fue abandonado por «los Aliados» dos veces: en septiembre de 1939, cuando Inglaterra y Francia se negaron a atacar Alemania, y en 1945, cuando EE.UU la sacrificó a Stalin en la Conferencia de Yalta.
Su cercanía geográfica al lugar de los hechos, su capacitación técnica proveniente de su pertenencia a la OTAN y la agresiva retórica de su gobierno contra Alemania –a la que exige en vísperas electorales reparaciones de guerra por la 2GM– y contra Rusia (con odios basados en sus traumas históricos), la convierten en sospechosa.
Polonia ha sido también el país europeo más belicoso respecto a la guerra en Ucrania, tanto que, aun simpatizando con la patria de mi admirado Juan Pablo II, resulta difícil comprender su imprudencia al querer arrastrar a toda la UE hacia una peligrosa escalada.
Asimismo, una vez completado el gaseoducto Dinamarca-Polonia, Polonia sería un beneficiario de la destrucción de Nord Stream que, como vimos al principio, le debilitaba.
No obstante, es difícil de creer que Polonia realizara un atentado de semejante importancia sin sentirse amparada por el más fuerte, y eso nos lleva al último sospechoso.
Naturalmente el último sospechoso es EE.UU., pero para analizar esta hipótesis con objetividad, es necesario liberarse de una imagen estereotipada. En efecto, para quienes vivimos la Guerra Fría, la figura de EE.UU. era la de un ángel de la guarda que nos protegía de la amenaza comunista soviética. Simpatizo con esta visión, pero dicha amenaza terminó hace 30 años.
Por esos imponderables del destino, la caída de la Unión Soviética, que tanto nos alegró a los amantes de la libertad, trajo consigo consecuencias no deseadas. Una de ellas fue que EE.UU. comenzó a abusar de su hegemonía ante la ausencia de un contrapoder, pues la patología del poder no sólo afecta a los individuos, sino también a los Estados.
Así, basándose en su autodenominada «excepcionalidad», se eximió a sí mismo de obedecer las reglas cuyo cumplimiento exigía a otros, debilitando el imperio de la ley internacional y socavando su autoridad moral. El Departamento de Estado, agente comercial del complejo militar-industrial, se convirtió en una belicista fábrica de conflictos, torpe y miope, para promover «los intereses» norteamericanos sin cortapisas morales ni legales.
Esto llevó a que su papel frente a Europa degenerara en una relación de dominio en la que los intereses europeos no contaban en absoluto. A ello contribuyó la UE, desde luego, con su empoderada pero anónima burocracia, que no responde ante los ciudadanos.
Por lo tanto, EE.UU, con sobrada capacitación técnica y que ha manifestado repetidas veces que considera el gaseoducto una amenaza para sus intereses, es sospechoso claro. Así lo piensa el ex ministro de Exteriores polaco, que se regodeó del sabotaje agradeciéndoselo a EE.UU. sin prudencia ni pudor («Thank you, USA») en un mensaje más tarde eliminado.
Además de las ventajas estratégicas que supondría para EE.UU. el sabotaje del Nord Stream, existen ventajas económicas, omnipresentes en la política exterior norteamericana, pues está deseando vender a Europa su gas licuado (GNL), mucho más caro que el gas ruso.
En este sentido, el secretario de Estado norteamericano, tras congratularse de que su país se había convertido en el mayor proveedor de gas natural licuado a Europa, declaró que el sabotaje suponía «una tremenda oportunidad» para reducir la dependencia energética europea de Rusia –y sustituirla, añado yo, por la dependencia de EE.UU. Como decía el economista Jeffrey Sachs, «qué manera más extraña de referirse a un acto de piratería».
Asimismo, resulta inevitable tomar en consideración que en junio de este año la OTAN realizó su edición anual de maniobras navales y submarinas en el Báltico muy cerca de la zona de la explosión, incluyendo la utilización de drones submarinos.
Finalmente, reitero que la consigna de silencio impuesta en los medios occidentales (no así en los rusos) es un indicio más de que el responsable no es Rusia y, por tanto, sólo puede pertenecer al otro bando de este conflicto.
Es probable que la investigación, realizada con secretismo por países de la órbita de la OTAN, no conduzca a ningún resultado concluyente o que éste nunca se haga público, pero la pregunta es otra: ¿Qué hará Alemania ante este casus belli si sospecha que el autor ha sido el «socio», el «amigo», el «aliado» americano, directa o indirectamente? ¿Reaccionará o callará sumisamente y mirará hacia otro lado? De modo shakesperiano, he aquí la cuestión, y en ella Europa se juega el ser o no ser.
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