CAPITULACIONES DE GRANADA

 

Las capitulaciones para la entrega de Granada, conocidas como el Tratado de Granada, fueron los acuerdos firmados y ratificados el 2 de enero de 1492 que pusieron fin a la guerra de Granada librada entre los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón y el sultán de Granada, Boabdil el Chico, por los que renunció a la soberanía del Reino nazarí de Granada a favor de los monarcas cristianos, quienes garantizaron una serie de derechos a los musulmanes, incluida la tolerancia religiosa y su justo tratamiento en compensación por una rendición incondicional y capitulación.

La capitulación contenía 77 artículos. Entre las condiciones otorgadas por don Fernando y doña Isabel al acordar con los moros granadinos destacan las siguientes:
  • El sultán de Granada y los alcaides entregarán la fortaleza de la Alhambra y todas las otras fortalezas, torres y puertas de la ciudad de Granada y del Albaicín.
  • Todos los moros se entregarán libre y espontáneamente, y cumplirán como buenos y leales vasallos con sus reyes y señores naturales. No se les obligará a convertirse al catolicismo ni podrán ser molestados por sus costumbres. No podrán ser enrolados en el ejército contra su voluntad.
  • El día que el sultán entregase las fortalezas y torres, sus altezas le devolverían a su hijo con todos los rehenes, y sus mujeres y criados, excepto los que se hubieren vuelto cristianos.
  • Los moros serán juzgados en sus leyes y causas por su derecho tradicional, con parecer de sus cadíes y jueces, que permanecerán en su puesto si son respetados por el pueblo y leales. El jurado estará compuesto de un cadí y un juez cristiano. No se permitirá, sin embargo, que las culpas y delitos pasen de padres a hijos.
  • Se permite a los moros llevar armas, excepto pólvora, que deben entregar a las autoridades.
  • Los moros son libres de vender o arrendar sus propiedades y viajar a la Berbería si así lo desean sin que se les confisquen sus bienes, garantizando los cristianos que la travesía sería segura durante tres años. Pasado este tiempo, deben avisar a las autoridades con cincuenta días de antelación y mediante el pago de un ducado. Este derecho es recíproco para los habitantes de la Berbería.
  • Los moros no estaban obligados a llevar marca distintiva alguna, al contrario que los judíos, que deberían llevarla siempre.
  • Los antiguos habitantes de Granada están exentos de impuestos durante tres años. Los tributos serán los habituales según la ley nazarí. Podrán comerciar en todo el reino sin pagar ningún portazgo especial.
  • Todos los cautivos cristianos de la ciudad serán entregados a las autoridades castellanas y liberados, a no ser que fueran vendidos antes de la capitulación, como condición para el vasallaje.
  • Todos los funcionarios y empleados de la administración nazarí, desde el sultán hasta los siervos, pasando por los alcaides, cadíes, meftís, caudillos, alguaciles y escuderos serán bien tratados y recibirán un sueldo justo por su trabajo. Se respetarán sus libertades y costumbres.
  • Los cristianos tienen prohibido entrar en las mezquitas, y los judíos no pueden ser recaudadores ni tener bajo su mando ni a cristianos ni a moros. Asimismo, se respetan las limosnas de las mezquitas, que serán administradas por los alfaquíes.
  • Se concede una amnistía e indulto general para todos los prisioneros de Granada, incluidos los que se escaparon de las cárceles cristianas y se refugiaron en la ciudad, excepto si son canarios o negros. Esta amnistía se extiende también a los prisioneros de guerra.
Consecuencias del tratado
Bajo estas condiciones quedaron los reyes Isabel y Fernando dueños de la ciudad de Granada, por cuyas puertas salió para no volver jamás el sultán Boabdil el mismo día que entró triunfante el ejército cristiano.

Las capitulaciones solo fueron cumplidas por la Corona hasta 1499. Ese año los reyes le encargaron al cardenal Cisneros una política más firme para la cristianización de la ciudad. El cardenal impuso unas medidas represivas que causaron una rebelión en el barrio del Albaicín, y en 1500 quemó en una hoguera todos los libros en árabe que encontró en la ciudad, salvo los de medicina.​ El año siguiente la Corona decretó, a instancias del mismo cardenal, la conversión forzosa de los musulmanes de Granada al cristianismo, sin opción siquiera a partir al exilio como se le había ofrecido a los judíos en 1492. Las mezquitas fueron convertidas en iglesias, los hammam cerrados y se prohibieron las festividades islámicas. En 1516, Cisneros, ya regente de toda Castilla, publicó una nueva pragmática que obligaba a los descendientes de musulmanes a abandonar su traje, usos y costumbres; pero su aplicación quedó en suspenso unos años.

Tras un periodo de tolerancia bajo el rey Carlos I, su hijo Felipe II de España endureció de nuevo la represión de las costumbres de origen moro, incluyendo la lengua árabe y la música tradicional. Esto dio lugar a la rebelión de los moriscos, en la que los descendientes de los moros del reino de Granada se levantaron en armas contra la Corona en 1568 aduciendo el incumplimiento repetido del tratado. La rebelión fue derrotada tras tres años de dura lucha, tras la cual toda la población morisca del reino de Granada fue desterrada a otros puntos de la corona de Castilla.​ Finalmente, el rey Felipe III decretaría la expulsión de los moriscos en 1609.

Documento
El original del Privilegio rodado de Asiento y Capitulación para la entrega de la ciudad de Granada se conserva en el Archivo de los Duques de Frías (depositado en la Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional), bajo la signatura CP. 285, D. 18. Su imagen digital puede verse en Commons. Está fechado a 30 de diciembre de 1491, no 1492 porque en aquella época en España se tomaba el 25 de diciembre como primer día del año. Confirma las Capitulaciones otorgadas en el Real de la Vega de Granada el 25 de noviembre de 1491 entre los reyes Fernando e Isabel y los alcaides Yusuf ibn Comixa y Abu-Casim al Muley en nombre de Boabdil, sultán de Granada.

En el documento se enumeran un total de 49 confirmantes de la entrega de Granada, los más altos nobles laicos y eclesiásticos que tomaron parte en la guerra de Granada hasta su capitulación. La lista de los confirmantes va encabezada por los Reyes Católicos, quienes confirman y aprueban el privilegio. Los notarios mayores de Castilla, del reino de Toledo y del reino de León testifican el documento. La lista de confirmantes es la siguiente:
  1. Juan, segundo hijo de los Reyes Católicos. Fue el heredero de las coronas de Aragón y Castilla; duque de Montblanch, conde de Cervera y señor de Balaguer.
  2. Isabel de Aragón, hija mayor de Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, princesa de Asturias en dos ocasiones, infanta de Castilla y Aragón y posteriormente reina consorte de Portugal.
  3. Pedro González de Mendoza, cardenal de España, primado de España.
  4. Infante Enrique de Aragón, primo del rey y de la reina.
  5. Alfonso de Aragón, duque de Villahermosa, sobrino del rey.
  6. Álvaro de Zúñiga, duque de Béjar, conde de Bañares, justicia mayor de la casa del rey y de la reina.
  7. Pedro Fernández de Velasco, condestable de Castilla, camarero mayor del rey y de la reina.
  8. Diego Sarmiento, conde de Salinas, repostero mayor del rey y de la reina.
  9. Juan Téllez Girón, conde de Ureña, notario mayor de Castilla.
  10. Pedro Enríquez, adelantado mayor de Andalucía, tío del rey.
  11. Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de la Orden de Santiago.
  12. Juan Chacón, adelantado del reino de Murcia, contador mayor del rey y de la reina.
  13. Rodrigo de Ulloa, contador mayor del rey y de la reina.
  14. Fadrique Enríquez, almirante mayor de Castilla, conde de Melgar y de Rueda, primo del rey.
  15. Enrique de Guzmán, duque de Medina Sidonia, conde de Niebla, primo del rey y de la reina.
  16. Luis de la Cerda, duque de Medinaceli, conde de Santa María del Puerto, primo del rey y de la reina.
  17. Diego López de Mendoza, duque del Infantado, marqués de Santillana.
  18. Fadrique de Toledo, duque de Alba, conde de Piedrahíta.
  19. Pedro Manrique, duque de Nájera, conde de Treviño.
  20. Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, conde de Ledesma, mayordomo de la casa del rey y de la reina.
  21. Rodrigo Ponce de León y Núñez, duque de Cádiz, conde de Arcos.
  22. Pedro Osorio, marqués de Astorga.
  23. Andrés de Cabrera, marqués de Moya.
  24. Garcí Fernández Manrique, marqués de Aguilar.
  25. Rodrigo Alonso Pimentel, IV conde de Benavente.
  26. Diego Fernández de Córdova, conde de Cabra, vizconde de Iznájar, mariscal de Castilla.
  27. Bernardino de Mendoza, conde de Coruña.
  28. Bernardino de Quiñones, conde de Luna.
  29. Diego López Pacheco, conde de Santisteban.
  30. Juan Manrique, conde de Castañeda.
  31. Diego Hurtado de Mendoza, arzobispo de Sevilla.
  32. Alfonso de Fonseca, arzobispo de Santiago.
  33. Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Caballería de Santiago.
  34. La Orden de Caballería de Calatrava de que el rey y la reina son administradores perpetuos.
  35. Juan de Zúñiga, maestre de la Orden de Caballería de Alcántara.
  36. Álvaro de Zúñiga, prior de la Orden de San Juan.
  37. (al 49) los obispos de Burgos, Palencia, Ávila, Coria, Córdoba, León, Oviedo, Astorga, Segovia, Zamora, Mondoñedo, Lugo y Orense.

10 CRÍTICAS A LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN

 

  1. La evolución pone el origen de la complejidad en el mero azar, y la probabilidad de que sistemas tan complejos como los seres vivos surjan por azar es infinitesimal.
  2. La evolución viola el segundo principio de la termodinámica.
  3. La teoría de la evolución es tautológica: la supervivencia de los más aptos significa únicamente que los que sobreviven son los que sobreviven.
  4. La selección natural no tiene poder creativo, sólo puede eliminar individuos inadaptados. No puede generar novedades importantes y mucho menos dar lugar a nuevas especies.
  5. Las mutaciones son siempre dañinas. Nunca añaden información útil o beneficiosa.
  6. No existen en el registro fósil formas transicionales entre unas especies y otras.
  7. Hay un salto abismal, de tipo cognitivo o mental, entre el hombre y los simios. Ningún simio ha sido capaz de pintar nada parecido a las pinturas de Altamira.
  8. Nadie ha podido crear vida en el laboratorio.
  9. Un rasgo en un estado evolutivo inicial no puede tener valor adaptativo. Un ojo que no esté plenamente formado o un ala que no esté plenamente formada no sirven para nada.
  10. La teoría de la evolución es «solo» una teoría.



¿QUÉ EURASIA?

 

Una famosa novela distópica, aparecida en el segundo año de la «guerra fría», presenta el escenario de ficción donde tres superpotencias continentales son gobernadas por otros tantos sistemas políticos totalitarios: Oceanía, Estasia y Eurasia. Esta última, sometida a un régimen neobolchevique, comprende el gran espacio territorial que se extiende desde Europa occidental y mediterránea hasta el estrecho de Bering. Esta es la imagen de Eurasia modelada por un informante del servicio del Departamento de Investigación de la Información (IRD) del Foreign Office británico, un «policía colonial», dedicado a la literatura, que se inspiraba de manera ostentosa en los esquemas de la propaganda antinazi y antisoviética.

En realidad, el nombre Eurasia circulaba desde hace tiempo en el ámbito científico: utilizado por el geólogo austriaco Eduard Suess (1831-1914) en la obra Das Antlitz der Erde, había sido acuñada por el matemático y geógrafo alemán Karl Gustav Reuschle (1812-1875) en su Handbuch der Geographie, para indicar el continente que une Asia y Europa de manera inseparable. De hecho, el término continente muestra propiamente una masa compacta de tierra surgida y rodeada por aguas oceánicas y marítimas, por lo que no puede designar ni Europa ni Asia, sino solo al conjunto continental, del que Europa y Asia son sus partes constitutivas. En cambio, si se ignora el criterio geográfico en el que se basa la noción de continente, y se quisiera trazar una línea convencional entre Europa y Asia, obligadamente se debería tomar como línea de demarcación a los Urales, una cordillera que no alcanza ni a los 2.000 metros de altura (el pico más alto, el Naródnaya, alcanza los 1.895 metros sobre el nivel del mar). Después habrá que continuar esta línea divisoria a lo largo del río Ural y a lo largo de la costa noroeste del Mar Caspio; pero aquí comenzarían los problemas y las divergencias, porque según algunos, la frontera entre los dos supuestos continentes: el europeo y el asiático, estaría constituida por la cuenca caucásica, según otros, por la depresión del canal Kuma-Manych al norte del Cáucaso. 

Todo esto no hace más que resaltar el carácter unitario de la realidad geográfica de la que forman parte Asia y Europa. Y los griegos debieron pensar que ese carácter unitario no se refería exclusivamente a la geografía física, ya que entre los siglos VIII y VII a. C., en la Teogonía de Hesíodo, se menciona a Europa y Asia como dos hermanas, hijas de Océano y Tetis, pertenecientes a la «sagrada estirpe de hijas que por la tierra se encargan de la crianza de los hombres, en compañía del soberano Apolo y de los dioses-río y han recibido de Zeus este destino»; e incluso Esquilo, que también había luchado contra los persas en Maratón (y probablemente también en Salamina), hablaba de Grecia y Persia —representantes de Europa y Asia— como «dos hermanas de sangre del mismo linaje. Pero pasemos a tiempos más recientes. El orientalista, explorador e historiador de las religiones Giuseppe Tucci (1894-1984), que dirigió varias expediciones arqueológicas en el Tíbet, la India, Afganistán e Irán, y en 1933 fundó con Giovanni Gentile el Instituto Italiano para el Medio y Extremo Oriente, poco antes de morir, insistió en la necesidad de una concepción que ya no se considerara a Asia y Europa como opuestas, sino como dos realidades complementarias e inseparables. De hecho, se refirió a una especie de unidad cultural euroasiática en su última intervención pública, una entrevista que apareció el 20 de octubre de 1983 en el periódico Stampa de Turín: «Yo —declaró el estudioso en esa ocasión— nunca hablo de Europa y Asia, sino de Eurasia. No hay acontecimiento que ocurra en China o India que no nos afecte, o viceversa, y siempre ha sido así». Declaraciones de este tipo no son infrecuentes en la obra de Tucci. En 1977 había denunciado como grave el error que se comete cuando se considera a Asia y Europa como dos continentes distintos, ya que, en su opinión, «se debe hablar de un solo continente, el euroasiático: tan unido en sus partes que no hay un suceso significativo en una que no haya tenido su reflejo en la otra». Incluso antes, en 1971, al conmemorar en el Capitolio a Ciro el Grande, fundador del Imperio Persa, Tucci había dicho que «Asia y Europa son un todo único, unidos por migraciones de pueblos, acontecimientos de conquista, aventuras comerciales, en una complicidad histórica que sólo los inexpertos o los incultos, que piensan que el mundo entero concluye en Europa, y persisten en ignorar».

Otro gran estudioso del siglo XX, el historiador de las religiones Mircea Eliade (1907-1986), en toda su producción científica documentó lo que él mismo definió como «la unidad fundamental no sólo de Europa, sino también de toda la ecúmene que se extiende desde Portugal hasta China, y desde Escandinavia hasta Ceilán». En plena «Guerra Fría», cuando residía como exiliado en Francia, a este lado del «Telón de Acero» que lo separaba de su país de origen, Eliade se negó a concebir Europa en los términos estrechos que le han querido imponer los defensores de la llamada «civilización occidental». De hecho, rechazó sarcásticamente la concepción occidentalista, escribiendo textualmente: «Todavía hay occidentales honestos para quienes Europa termina en el Rin o, como mucho, en Viena. Su geografía es esencialmente sentimental: llegaron a Viena en su luna de miel. Más allá, hay un mundo extraño, quizás fascinante, pero incierto: estos puristas estarían tentados por descubrir, bajo la piel del ruso, ese famoso Tártaro del que han oído hablar en la escuela; en cuanto a los Balcanes, es con ellos donde comienza ese confuso océano étnico de nativos que se extiende hasta Malasia». De su estudio de la etnografía rumana, la cual se inserta en un contexto regional que va en gran medida más allá de los Cárpatos y del curso del Danubio, Eliade obtuvo la convicción de que el Sudeste de Europa constituye la «verdadera piedra angular de los vínculos estratificados entre la Europa mediterránea y el Extremo Oriente». De hecho, en el exuberante patrimonio folclórico rumano, Eliade identificó varios elementos que remiten a temas míticos y rituales presentes en diversos lugares del continente euroasiático. Por ejemplo, al someter a un análisis comparativo a una de las baladas populares rumanas más famosas, la del Maestro Manole, el estudioso iluminó con un haz de luz sobre toda una serie de analogías que se entrelazan en una zona entre Inglaterra y Japón. Efectivamente, señaló que el tema del sacrificio humano necesario para completar una construcción no sólo está atestiguado en Europa («en Escandinavia y entre los finlandeses y los estonios, entre los rusos y los ucranianos, entre los alemanes, en Francia, en Inglaterra, en España»), pero su área de difusión también incluye China, Siam, Japón y el Punjab. Finalmente, Eliade demostró que diversos fenómenos investigados en sus estudios, como la alquimia o el chamanismo, se encuentran extendidos en una vasta área del continente euroasiático, a veces hasta las regiones periféricas extremas del mismo.

Además de Tucci y Eliade, es posible mencionar a otro estudioso, Franz Altheim (1998-1986), que situó los grabados en Val Camonica, en lo que llamó «el mundo caballeresco euroasiático» y, considerando los procesos históricos que marcaron el pasaje de la edad antigua a la medieval, nos invitó a mirar más allá de las fronteras del Imperio Romano. Recordando expresamente la perspectiva historiográfica de Polibio, que abarca la ecúmene políticamente unificada por Roma —«todo el espacio entre las columnas de Hércules y las puertas de la India o las estepas de Asia Central»—, Altheim indicó a la historiografía la necesidad de tener en cuenta la unidad sustancial del continente euroasiático. Prestó especial atención al Völkerwanderung (migración de los pueblos) de los hunos, protagonistas de una cabalgata trans-eurasiática que «—desde las orillas del lago Baikal, al norte de Mongolia— los llevó hasta los Campos Cataláunicos, en el norte de Francia. Si en Asia, los hunos influyeron durante siglos en el destino del Imperio Medio, en Europa —señala Altheim— allanaron el camino para las invasiones y el asentamiento de toda una serie de pueblos similares: ávaros, búlgaros, jázaros, cumanos, pechenegos, húngaros, así como —escribe el estudioso en su libro sobre Atila y los hunos— «el coronamiento fue el avance de los mongoles». Altheim compaginó su interés por la figura de Atila, líder de origen centroasiático que fundó un imperio en Europa, con el de Alejandro Magno, quien llevó la civilización griega hasta el Indo, al río Sir Daria, Asuán y el golfo de Adén, marcando el comienzo de una nueva fase en la historia de Eurasia.

Los euroasiatistas de los años Veinte
La idea de Eurasia que surge de los trabajos de estudiosos como Giuseppe Tucci, Mircea Eliade y Franz Altheim es muy distinta de la que inspira el llamado eurasismo o eurasiatismo «clásico», que se caracteriza por una aversión radical a la cultura europea, identificada como «romano-germánica». El eurasiatismo «clásico» está representado por un grupo de intelectuales rusos que emigraron tras la derrota de los ejércitos blancos y estuvieron activos en la década de los años veinte del siglo pasado, entre los que debemos mencionar al más eminente: el príncipe Nikolai Trubetzkoy (1890 -1938), famoso en el ámbito lingüístico por haber desarrollado, junto con los demás estudiosos del Círculo de Praga, la llamada «nueva fonología», el historiador George Vernadsky (1887-1973), el geógrafo y economista Piotr Savitsky (1895-1968), el musicólogo Pyotr Suvchinsky (1892-1985) y el teólogo Georges Florovsky (1893-1973). En lo que se considera el «manifiesto» del movimiento, es decir, en la colección de ensayos titulada «Camino a Oriente» y publicada en Sofía en 1921 por una editorial ruso-búlgara, los euroasiatistas «clásicos» expresaban la idea fundamental según la cual los pueblos de Rusia y las regiones adyacentes en Europa y Asia forman una unidad natural, ya que están unidos entre sí por afinidades históricas y culturales. Basada no sólo en el legado bizantino, sino también en la conquista mongola y, por tanto, identificable como «eurasiática», según los autores de «Camino a Oriente», la identidad cultural rusa había sido negada tanto por las reformas de Pedro el Grande como por la clase política que siguió a continuación gobernando la Rusia, inspirada en la corriente eslavófila, a la que acusaban de querer imitar a Europa. En cuanto a la revolución bolchevique, aunque la evaluaron negativamente, los «eurasianistas» de Sofía se propusieron estudiar su significado en el contexto de la historia rusa; Savitsky, en particular, vio en la Revolución de Octubre un desarrollo de la revolución burguesa del 1789, pero por otro lado observó que desplazó el eje de la historia universal hacia el Este.

En un ensayo de 1925 titulado «El legado de Gengis Khan» ​​Trubetzkoy pretendía resaltar la estrecha relación existente entre la auténtica cultura rusa y el elemento turco-mongol, refiriéndose a un acontecimiento histórico concreto: la unificación del espacio eurasiático por obra de Genghis Khan y sus sucesores. «Eurasia —escribe Trubetzkoy— constituye un todo unitario tanto desde el punto de vista geográfico como antropológico. (…) Por lo tanto, en virtud de su propia naturaleza, está históricamente destinada a constituir una entidad estatal única. Desde el principio, la unificación de Eurasia ha resultado históricamente inevitable y la geografía misma ha indicado los medios para lograrla».

Es evidente que, con el nombre de Eurasia, Trubetzkoy y los demás «eurasianistas» de los años Veinte no se referían, como habría exigido el contenido semántico del término, al gran continente entre el Atlántico y el Pacífico, y entre el Océano Ártico y el Índico; más bien se remitían a un gran espacio intermedio entre Europa y Asia, distinto tanto de Europa como de Asia. Para ellos, Asia era el conjunto de las regiones periféricas orientales, sudorientales y meridionales del gran continente: Japón, China, Indochina, India, Irán y toda Asia Menor. En cuanto a Europa, coincidía con el «mundo romano-germánico», reduciéndose esencialmente a Europa occidental y central, mientras que lo que habitualmente se llama «Europa del Este», hasta los Urales, era para ellos parte de Eurasia. Por otro lado, consideraban errónea y engañosa la división de Rusia en una parte europea y una parte asiática. En el ensayo titulado «Vuelta hacia el este» Piotr Savitsky es explícito: «Rusia no es sólo Occidente, sino también Oriente, no sólo Europa, sino también Asia; de hecho, no es Europa, sino Eurasia». En esencia, para los autores del «manifiesto» de 1921, Eurasia se identificaba con el Imperio ruso, más o menos el mismo gran espacio históricamente delimitado por las fronteras de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

En cierta medida, al historiador, etnólogo y antropólogo Lev N. Gumilev (1912-1992) se le vincula con los «eurasianistas» de los años Veinte, quien con sus obras reevaluó la contribución de los pueblos turcos, mongoles y tártaros en el nacimiento de Rusia, reconociendo el carácter multiétnico y la multiplicidad de raíces culturales de esta última. Gumilev también identifica a Eurasia con el área geográfica del Imperio ruso y la Unión Soviética. Dividida de norte a sur en cuatro franjas horizontales, caracterizadas respectivamente por la tundra desprovista de vegetación, la taiga boscosa, la estepa y finalmente el desierto, esta zona geográfica se encuentra entre dos franjas climáticas que, por un lado, la separan del clima europeo más suave. y, por otro, por el clima monzónico típico de las zonas periféricas de Asia. Tal conformación, según Gumilev, condujo a la creación de una civilización autónoma fuertemente distinta de las demás que la rodean.

De una reelaboración del llamado euroasiatismo «clásico», enriquecido por las aportaciones de la geopolítica y de elementos del pensamiento tradicionalista (René Guénon, Julius Evola, etc.), nació en Rusia a finales de la década de los ochenta el llamado «neoeurosiatismo». Su principal teórico y exponente es Aleksandr G. Dugin (1962-), fundador del Movimiento Eurasianista Internacional y, a lo largo de los años, colaborador o partidario de diferentes sujetos políticos: primero del Partido Comunista de Gennady Zyuganov, luego del Partido Nacional Bolchevique de Eduard Limonov, después del Partido Liberal Democrático de Vladimir Zhirinovsky y, finalmente del partido Rusia Unida de Vladimir Putin.

La visión de Dugin difiere del eurasiatismo «clásico» porque reemplaza la incompatibilidad de Rusia con la Europa “romano-germánica” (al menos en la primera fase de su pensamiento) por la antítesis radical entre los intereses continentales de toda la masa euroasiática y la Occidental, hegemonizada por los Estados Unidos. Europa, el mundo musulmán, China y Japón ya no son considerados adversarios irreductibles que rodean a Rusia, sino más bien sus aliados potenciales, en nombre de la oposición schmittiana entre potencias terrestres y potencias marítimas.

Eurasia, desde Trubetzkoy a Gumilev había sido identificada en primera instancia con el área correspondiente a la Rusia imperial y luego a la Unión Soviética, en cambio en el neoeurasiatismo duguiniano no tiene un perfil unívoco y definido. A veces, de hecho, Dugin llama Eurasia a todo el continente, otras veces afirma que «ni la idea euroasiática ni Eurasia como concepto corresponden estrictamente a los límites geográficos del continente euroasiático»; otras veces considera a Eurasia y Europa como dos civilizaciones distintas entre sí.

En la perspectiva geopolítica de Dugin, que él mismo expuso ampliamente en el primer número de «Eurasia», el antiguo continente, es decir, la masa terrestre del hemisferio oriental, se articula en tres grandes «cinturones verticales», que se extienden de norte a sur, cada uno de los cuales consta de varios «grandes espacios». El primero de estos «cinturones» es Euráfrica, formado por Europa, el gran espacio árabe y el África transahariana. El segundo «cinturón» es la zona ruso-centroasiática, formada por tres grandes espacios que en ocasiones se superponen entre sí: el primero de ellos es la Federación de Rusia, con las ex-repúblicas soviéticas de Asia Central, el segundo es el gran espacio del Islam continental (Turquía, Irán, Afganistán, Pakistán). El tercer gran espacio es la India. Finalmente, el tercer «cinturón vertical» es la zona del Pacífico, un condominio de dos grandes espacios (China y Japón) que incluye también Indonesia, Malasia, Filipinas y Australia.

Esta subdivisión constituye un renacimiento de la Panideen (PanIdea) de Karl Haushofer (1869-1946), quien había teorizado un hemisferio oriental geopolíticamente repartido en un espacio euroafricano, en un espacio panruso extendido hasta el Océano Índico, pero sin salida al Pacífico y, por último, un espacio del Extremo Oriente que incluye a Japón, China, el Sudeste Asiático e Indonesia. Dugin aportó algunos cambios al esquema haushoferiano, requerido por la situación internacional actual, asignando a la segunda franja (la zona ruso-asiática central), el Cercano Oriente y Siberia hasta Vladivostok.

La perspectiva geopolítica «vertical» teorizada por Dugin fue objeto, en las páginas de Eurasia, de las observaciones críticas de Carlo Terracciano (1948-2005). Eurasia, observó Terracciano, «es un continente ‘horizontal’, a diferencia de América, que es un continente ‘vertical'»; de hecho, toda la masa continental de nuestro hemisferio, el hemisferio oriental del globo terrestre, está formada por unidades homogéneas dispuestas horizontalmente. Traduciendo esta visión geográfica en términos geopolíticos, Terracciano proyectaba «la integración de la gran llanura del norte de Eurasia, desde el Canal de la Mancha hasta el Estrecho de Bering». Esta primera franja horizontal está flanqueada, en franjas horizontales sucesivas, por las otras unidades geopolíticas de Eurasia y África: el gran espacio árabe del norte de África y Oriente Próximo, el gran espacio transahariano, el gran espacio islámico entre el Cáucaso y el Indo, etc. En esta perspectiva, es natural que Europa se integre en una esfera de cooperación económica, política y militar con Rusia; de lo contrario, escribe Terracciano, Europa será utilizada por los estadounidenses «como un arma apuntando a Moscú». Por su parte, Rusia no puede prescindir de Europa, de hecho, la necesita. Desde el punto de vista ruso «la única seguridad para los siglos venideros sólo puede estar representada por el control, en cualquier forma, de las costas de la masa eurasiática septentrional, aquellas costas que confluyen en los dos principales océanos del mundo, el Atlántico y el Pacífico». La necesidad de la integración geopolítica de Europa y Rusia exige que tanto europeos como rusos revisen definitivamente ciertas contraposiciones, empezando por la «contraposición ‘racial’ entre euro-germánicos y eslavos». Pero los rusos también deben eliminar los residuos de esa eurofobia que, nacida de la justa necesidad de reevaluar su componente turco-tártaro, los ha llevado a veces a contrastar radicalmente a Rusia con la Europa germánica y latina. Por tanto, «si todavía podemos y debemos hablar de Occidente y de Oriente, la línea demarcatoria debe situarse entre los dos hemisferios, entre las dos masas continentales separadas por los grandes océanos», así que el verdadero Occidente, la tierra del ocaso, resultará ser América, mientras que Oriente, la tierra de la luz, coincidirá con el antiguo continente.

Según la perspectiva geopolítica que caracterizó al pensamiento de Dugin hasta 2016, Eurasia —todo el continente euroasiático— es objeto de la agresión de los Estados Unidos de América, quienes son impulsados​​ a la conquista del Heartland y, por tanto, el poder mundial, por su propia naturaleza talasocrática (y no simplemente por la orientación ideológica de una parte de su clase política). Pero durante la campaña electoral de Donald Trump y su elección a la presidencia de Estados Unidos, el pensamiento de Dugin sufrió un cambio radical: adoptó un criterio más ideológico que geopolítico e indicó que el «enemigo principal» ya no era la potencia estadounidense sino la facción liberal y globalista; Dugin saluda la elección de Trump con ferviente entusiasmo y escribe textualmente: «Para mí es obvio que la victoria de Trump marcó el colapso del paradigma político global y, simultáneamente, el comienzo de un nuevo ciclo histórico. (…) En la era de Trump, el antiamericanismo es sinónimo de globalización. (…) En otras palabras, en el contexto político actual, el antiamericanismo se convierte en parte integral de la retórica de la misma élite liberal, para la cual, el advenimiento de Trump fue un verdadero golpe. Para los oponentes de Trump, el 20 de enero de 2017 fue el ‘fin de la historia’, mientras que para nosotros representó una puerta de entrada a nuevas oportunidades y opciones». Tres años más tarde, el 3 de enero de 2020, el mismo día en el que Trump reivindica con orgullo el asesinato del general iraní Qasem Soleimani, Dugin le augura textualmente —en un mensaje publicado en Facebook— otros cuatro años de presidencia. En el año 2021, Dugin reitera su posición filotrumpista en su Manifiesto del Gran Despertar, donde afirma que este «proviene de los Estados Unidos, de esta civilización en la que el crepúsculo del liberalismo es más intenso que en otros lugares», sin dejar de reconocer el rol importante desempeñado en este proceso por el agit-prop estadounidense, de orientación conservadora. La conclusión es que «nuestra lucha ya no es contra América. La América que conocíamos ya no existe. La división de la sociedad estadounidense es, por ahora, irreversible. Nos encontramos en la misma situación en todas partes, en Estados Unidos y en el extranjero. La misma batalla se libra a escala global».

«El Imperio europeo es, por postulado, eurasiático»
En la perspectiva «horizontal» de Carlo Terracciano, es evidente la influencia del pensamiento de Jean Thiriart (1922-1992), quien llegó a teorizar, tras una larga elaboración, la fusión política de Europa con Rusia en una única república imperial. En 1964, en una Europa dividida en dos bloques, Thiriart publicó un libro —en las principales lenguas europeas— titulado Un Empire de quatre cents millions d'hommes, l'Europe: la naissance d'une nation, au départ d'un parti historique, en el que afirmaba la necesidad histórica de construir una Europa unitaria, independiente tanto de Washington como de Moscú. «En el contexto de una geopolítica y de una civilización común —escribió— la Europa unitaria y comunitaria se extiende desde Brest hasta Bucarest. (…) Contra los 414 millones de europeos están los 180 millones de habitantes de los EE.UU. y los 210 millones de habitantes de la URSS».

Concebido como una tercera fuerza soberana y armada, el «imperio de 400 millones de hombres» preconizado por Thiriart, debería haber establecido una relación de coexistencia con la URSS, basada en condiciones precisas: «La coexistencia pacífica con la URSS no será posible a menos que todas nuestras provincias del Este recuperen su independencia. La proximidad pacífica con la URSS comenzará el día en que ésta retroceda dentro de las fronteras de 1938. Pero no antes: cualquier forma de coexistencia que pueda implicar la división de Europa, no es más que un fraude». Según Thiriart, la coexistencia pacífica entre la Europa unitaria y la URSS habría tenido su desarrollo lógico en «un eje Brest-Vladivostok. (…) Si la URSS quiere conservar Siberia, debe hacer la paz con Europa, con Europa desde Brest hasta Bucarest, repito. La URSS no tiene, y tendrá cada vez menos, la fuerza para preservar Varsovia y Budapest, por un lado, y Chitá y Jabárovsk, por el otro. Tendrá que elegir o correr el riesgo de perderlo todo. (…) El acero producido en el Ruhr bien podría utilizarse para defender Vladivostok». El eje Brest-Vladivostok teorizado entonces por Thiriart, parecía tener más bien el significado de un acuerdo destinado a definir las respectivas áreas de influencia de la Europa unida y de la URSS, ya que «en la primera mitad de los años sesenta, Thiriart razonaba todavía en términos de una geopolítica “vertical”, que le lleva a pensar según una lógica más “euroafricana” que “euroasiática”, es decir, trazar una extensión de Europa de Norte a Sur y no de Este a Oeste».

El escenario esbozado en 1964 fue progresado por Thiriart en los años siguientes, de modo que, en 1982 pudo definirlo de la siguiente manera: «Ya no necesitamos pensar ni especular en términos de conflicto entre la URSS y nosotros, sino en términos de acercamiento y luego unificación. (…) Debemos ayudar a la URSS a completarse en su gran dimensión continental. Esto triplicará la población soviética, que por este mismo hecho ya no será una potencia con un «carácter ruso» dominante. (…) Será la física de la historia la que obligará a la URSS a buscar costas seguras: Reikiavik, Dublín, Cádiz, Casablanca. Más allá de estos límites, la URSS nunca estará en paz y tendrá que vivir en incesante preparación militar. La visión geopolítica de Thiriart en ese entonces ya se había vuelto declaradamente euroasiatista: «El Imperio eurosoviético —escribió en 1987— se inscribe en dimensión euroasiática». Este concepto fue reiterado por él en un largo discurso que pronunció en Moscú tres meses antes de su muerte: «El Imperio europeo —dijo en aquella ocasión— es, por postulado, euroasiático».

La idea de un «Imperio eurosoviético» fue expuesta por Thiriart en un libro escrito en 1984 y publicado póstumamente en una edición italiana. En 1984, escribió el autor, «la historia da a los soviéticos, el legado, el papel, el destino que por un breve momento había sido asignado al Tercer Reich: la URSS es la principal potencia continental en Europa, es el Heartland de los geopolíticos. Mi actual discurso está dirigido a los jefes militares de ese magnífico instrumento que es la Armada soviética, un instrumento que carece de una gran causa». Partiendo de la observación que, en el mosaico europeo formado por los países satélites de los EE.UU. o de la URSS, el único Estado verdaderamente independiente, soberano y militarmente fuerte era el soviético; Thiriart asignó a la URSS un papel similar al desempeñado por el Reino de Cerdeña en el proceso de unificación italiana o del Reino de Prusia en el mundo alemán, o, para citar otro paralelo histórico propuesto por el propio Thiriart, del Reino de Macedonia en Grecia en el siglo IV a.C.: «La situación de Grecia en el 350 a.C., fragmentada en ciudades-estado rivales y dividida entre las dos potencias de la época, Persia y Macedonia, presenta una clara analogía con la situación de la actual Europa Occidental, dividida en pequeños y débiles Estados territoriales (Italia, Francia, Inglaterra, Alemania federal) sometidos a las dos superpotencias». Por tanto, así como había un partido filomacedonio en Atenas, habría sido oportuno crear un partido revolucionario en Europa Occidental que colaborara con la Unión Soviética, la cual, además de liberarse de las cadenas ideológicas del incapacitante dogmatismo marxista, debería haber evitado cualquier tentación de instaurar una hegemonía rusa sobre Europa; de lo contrario, su empresa habría fracasado inevitablemente, del mismo modo que el intento de Napoleón de establecer una hegemonía francesa sobre el continente. «No se trata —precisó Thiriart— de preferir un protectorado ruso a un protectorado americano. No. Se trata de hacer que los soviéticos, que probablemente no sean conscientes de ello, descubran el papel que podrían desempeñar: expandirse, pero identificándose con toda Europa. Así como Prusia, a medida que creció, se convirtió en el Imperio Alemán. La URSS es la última potencia europea independiente que dispone de una fuerza militar significativa. A esa le falta inteligencia histórica».

El tablero euroasiático
The Eurasian Chessboard («El tablero euroasiático») es el título del segundo capítulo de un libro escrito en 1997 por Zbigniew Brzezinski (1928-2017), quien desde 1977 a 1981, durante la presidencia de Jimmy Carter, fue consejero de Seguridad Nacional. Basándose en las tesis de Sir Halford Mackinder (1861-1947), cuya famosa fórmula no deja de citar. Brzezinski explica a los círculos del imperialismo norteamericano la necesidad de adoptar una «geoestrategia para Eurasia», considerando imprescindible que Estados Unidos, si quiere dominar el mundo, ejerza su control sobre el continente euroasiático. «Para los Estados Unidos —escribe— Eurasia es la principal recompensa geopolítica. Durante medio milenio, los asuntos mundiales estuvieron dominados por las potencias y pueblos euroasiáticos. (…) En la actualidad, una potencia no euroasiática ostenta la preeminencia en Eurasia y la primacía global de Estados Unidos depende directamente de por cuánto tiempo y cuán efectivamente puedan mantener su preponderancia en el continente euroasiático». Brzezinski llama la atención sobre un hecho: «Eurasia es el mayor continente del planeta y su eje geopolítico», de modo que una potencia que fuera capaz de dominarla, controlaría dos de las tres regiones más avanzadas del mundo y más económicamente productivas. Por otro lado, «un simple vistazo al mapa sugiere también que el control sobre Eurasia supondría, casi automáticamente, la subordinación de África, volviendo geopolíticamente periféricas a las Américas y a Oceanía con respecto al continente central del mundo». Además, «Eurasia es también el lugar donde están situados la mayor parte de los Estados del mundo políticamente activos y dinámicos. Después de los Estados Unidos, las siguientes seis economías más importantes y los siguientes seis países cuyos gastos en armamento militar son más elevados están localizados en Eurasia. Todas las potencias nucleares reconocidas, excepto una y todas las encubiertas excepto una, están situadas en Eurasia. Los dos aspirantes más poblados del mundo a la hegemonía regional y a la influencia global son euroasiáticos. Todos aquellos Estados potencialmente susceptibles de desafiar política y/o económicamente la supremacía estadounidense son euroasiáticos. El poder euroasiático acumulado supera con creces al estadounidense. Afortunadamente para los Estados Unidos, Eurasia es demasiado grande como para ser una unidad política. Eurasia es, por lo tanto, el tablero en el que la lucha por la primacía sigue jugándose».

Para dar una idea de «este amplio tablero euroasiático de forma extraña que se extiende desde Lisboa a Vladivostok», en el que se juega la gran partida, Brzezinski inserta un mapa geográfico del continente dividido en cuatro grandes espacios, por él respectivamente denominados Middle Space (correspondiente grosso modo a la Federación de Rusia y a los territorios adyacentes en Asia Central), West (Europa), South (Cercano y Medio Oriente), East (Extremo Oriente y Sudeste Asiático). «Si el Middle Space —escribe Brzezinski— es progresivamente empujado hacia la órbita en expansión del oeste (en la que los Estados Unidos tienen preponderancia), si la región South no queda sujeta a la dominación de un único jugador y si el Este no se unifica de una manera que conduzca a la expulsión de los Estados Unidos de sus bases costeras, entonces puede decirse que los Estados Unidos prevalecerán. Pero si el espacio medio rechaza a Occidente, se convierte en una única entidad activa y, o bien se hace con el control del sur o establece una alianza con el principal actor oriental [China, ed.], entonces la primacía estadounidense en Eurasia se reduciría considerablemente. Lo mismo ocurriría si los dos principales jugadores orientales [China y Japón, ed.] se unieran de alguna manera».

La «geoestrategia para Eurasia» desarrollada por Brzezinski identifica a Europa como el principal vehículo de que dispone los Estados Unidos para una mayor proyección de poder en el continente euroasiático. Según la definición brutalmente realística utilizada por el ex-asesor de Carter, Europa es la «principal cabeza de puente geopolítica [de los Estados Unidos] en el continente euroasiático»; es más, se trata de una «cabeza de puente democrática», ya que «comparte sus mismos valores» que fueron exportados de América a Europa en 1945 y 1989 y han convertido a esta última en «el aliado natural (sic) de los Estados Unidos». Por lo tanto, asegura Brzezinski, la ampliación de la Unión Europea, políticamente irrelevante y militarmente sujeta a los EE.UU., no debería suscitar excesivas preocupaciones a la Casa Blanca, al contrario: «Una Europa más extensa hará aumentar el ámbito de la influencia estadounidense (…) sin que ello cree al mismo tiempo una Europa tan integrada a nivel político que pueda plantear problemas a los Estados Unidos en cuestiones geopolíticas a las que éstos atribuyen gran importancia, particularmente en el Oriente Medio». En cuanto al rol geopolítico de Rusia, el gran país situado en el centro de la masa continental euroasiática, Brzezinski se refiere a las eventualidades que los analistas tomaban en consideración a finales de los años noventa. De todas las teorías formuladas en aquella época, la que prácticamente se ha hecho realidad es aquella según la cual Rusia, tarde o temprano, constituiría una alineación euroasiática junto con Irán y China: «con la potencia islámica más militante del mundo y con la potencia asiática más poderosa y poblada del mundo».

GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL, UNA NUEVA FE RELIGIOSA

 

Utilizando la sintaxis de Gramsci, existe ideología cuando «una determinada clase tiene éxito en presentar y hacer aceptar las condiciones de su existencia y de su desarrollo de clase como principio universal, como concepción del mundo, como religión».

El clímax esbozado por Gramsci resulta del todo pertinente si se hace referencia a la ideología de la globalización como una naturaleza desde siempre dada, irreversible y fisiológica (globalismus sive natura). Ella misma, en el marco del Nuevo Orden Mundial posterior a 1989 y de aquello que se ha definido como «el gran tablero de ajedrez», se presenta a todos los efectos como un «principio universal», porque es indistintamente aceptada en todas las latitudes del planeta (es lo que podríamos denominar la globalización del concepto de globalización) y, al mismo tiempo, es también asumida desde el polo de los dominados, que debieran oponerse a ella con la máxima firmeza. Se plantea como una verdad indudable y universalmente válida, que sólo pide ser ratificada y aceptada conforme a la modalidad de una adaequatio a la vez cognoscitiva y política.

La globalización se muestra entonces, como una «concepción del mundo», es decir, como un sistema articulado y omnicomprensivo, porque se ha venido estructurando bajo la forma de una perspectiva unitaria y sistemática, centrada en el cosmopolitismo desnacionalizante y en la eliminación de toda limitación material e inmaterial a la libre circulación de mercancías y personas mercadeadas, a los flujos de capital financiero líquido y a la extensión infinita de los intereses competitivos de las clases dominantes.

Por último, toma la forma de una «religión«, porque se la vive cada vez más como una fe incuestionable y en gran medida situada más allá de los principios de una socrática discusión racional: quienquiera que no acepte de forma irreflexiva y con credencial fideísta el nuevo orden globalizado será inmediatamente condenado al ostracismo, silenciado y estigmatizado por la policía lingüística y los gendarmes del pensamiento como un hereje o como un infiel, que amenaza peligrosamente la estabilidad de la catequesis mundialista y sus principales artículos de fe (libre circulación, apertura integral de toda realidad material e inmaterial, competitividad sin fronteras, etc.). La globalización coincide, pues, con el nuevo monoteísmo idólatra del mercado global, propio de una época que ha dejado de creer en Dios, pero no en el capital.

En términos generales, la globalización no es otra cosa que la teoría que describe, refleja y, a su vez, prescribe y glorifica el Nuevo Orden Mundial clasista post-westfaliano, que surgió y se estabilizó después de 1989 y —para retomar la fórmula de Lasch— se elevó ideológicamente al rango de verdadero y único cielo (The True and Only Heaven). Tal es el mundo enteramente subsumido bajo el capital y bajo el imperialismo americano-céntrico de los mercados de capitales privados liberalizados, con colateral exportación de la democracia del free-market y el free-desire, y de la antropología del homo cosmopoliticus.

El poder simbólico del concepto de globalización es a tal punto invasivo que, literalmente, hace imposible que cualquiera que se atreva a cuestionar el concepto acceda al discurso público. Es, en este sentido, más similar a una religión de credo obligatorio que a una teoría sujeta a libre discusión y a una hermenéutica incardinada en la razón dialógica.

A través de unas categorías convertidas en piedras angulares de la neolengua capitalista, cualquier tentativa de frenar la invasividad del mercado y de impugnar el dominio absoluto de la economía globalizada y americano-céntrica es demonizada como «totalitarismo», «fascismo», «estalinismo» o hasta «rojipardismo», la síntesis diabólica de las anteriores. El fundamentalismo liberal y el totalitarismo globalista de libre mercado evidencian también su incapacidad para admitir, incluso ex hypothesi, la posibilidad teórica de modos alternativos de existencia y producción.

Cualquier idea de un posible control de la economía y de una eventual regulación del mercado y de la open society (con despotismo financiero incorporado) conduciría indefectiblemente, según el título de un conocido estudio de Hayek, hacia el «Camino de servidumbre». Hayek lo afirma sin eufemismos: «el socialismo significa esclavitud».

Obviamente, el teorema de von Hayek y sus acólitos no tiene en cuenta el hecho de que el totalitarismo no es sólo el resultado de la planificación política, sino que también puede ser consecuencia de una acción concurrencial privada de normas políticas. En la Europa presente, dicho sea de paso, el peligro no debe identificarse con el nacionalismo y el retorno de los totalitarismos tradicionales, sino más bien con el liberalismo de mercado hayekiano y con la violencia invisible del sutil garrote de la economía despolitizada.

Por lo tanto, resulta imperativo descolonizar el imaginario de las concepciones hegemónicas actuales sobre la globalización y tratar de redefinir sus contenidos de una forma alternativa. Para ello, es necesario volver a entender marxianamente las relaciones sociales como móviles y conflictivas, allí donde la mirada anegada de ideología únicamente registra cosas inertes y asépticas, rígidas e inmutables.

En otras palabras, es necesario deconstruir la imagen hegemónica de la globalización, mostrando su carácter no neutral, sino clasista.

Cuando se analiza desde la perspectiva de las clases dominantes globalistas, la mundialización puede, en efecto, parecer entusiasmante y muy digna de ser elogiada y potenciada.

Por ejemplo, Amartya Sen la celebra con la mayor insistencia por su mayor eficacia en la división internacional del trabajo, por la caída de los costes de producción, por el aumento exponencial de la productividad y —en una medida decididamente más cuestionable— por la reducción de la pobreza y la mejora general de las condiciones de vida y de trabajo.

Baste aquí recordar, en un primer vistazo al nuevo milenio, que Europa registra 20 millones de desempleados, 50 millones de pobres y 5 millones de personas sin techo; y todo esto mientras, en los últimos veinte años en esa misma Europa, los ingresos totales han aumentado en una proporción comprendida entre un 50 y un 70 por ciento.

Esto confirma, de un modo difícil de refutar, el carácter de clase de la mundialización y del progreso que esta genera. Desde la perspectiva de los dominados (y, por tanto, vista «desde abajo»), se identifica con el infierno muy concreto de la nueva relación de poder tecnocapitalista, que se consolidó a escala planetaria después de 1989 con la intensificación de la explotación y la cosificación, del clasismo y el imperialismo.

A esta duplicidad hermenéutica, que preside la duplicidad de clases en el fracturadísimo contexto post-1989, remite el interminable debate que ha interesado y continúa interesando a los dos focos de esta contraposición frontal: de una parte, a los apologistas de la globalización; y de otra, a cuantos están ocupados en la elaboración de los cuadernos de quejas del mundialismo.

Los primeros (a los que en su conjunto se les puede llamar «globalistas», a pesar de la pluralidad caleidoscópica de sus posiciones), exaltan las virtudes de hacer del mundo un mercado. Por el contrario, los segundos (que coinciden sólo parcialmente con aquellos que el debate público ha bautizado con el nombre de «soberanistas»), enfatizan las contradicciones y el carácter eminentemente regresivo respecto del marco anterior centrado en las soberanías nacionales.

En pocas palabras, y sin ahondar en los vericuetos de un debate prácticamente inmanejable por la cantidad de contenidos y diversidad de enfoques, los panegiristas del globalismo insisten en cómo la globalización extiende la revolución industrial, el progreso y las conquistas de Occidente al mundo entero; o lo que sería lo mismo, el modo en que «universaliza» los logros de una humanidad de alguna manera entendida como «superior» y, por tanto, con derecho a organizar la «fila única» del desarrollo lineal de todos los pueblos del planeta.

Aún los autores más sobriamente escépticos sobre el valor axiológico de la mundialización, como Stiglitz, parecen sufrir una tan magnética como, en última instancia, injustificada atracción hacia la obra de convertir el mundo en un mercado. En opinión de Stiglitz y su optimismo reformista, éste proceso, que al mismo tiempo también «planetariza» la desigualdad y la miseria capitalistas, merece no ser abandonado debido a los desarrollos y cambios a que pudiera dar lugar.

Fuente: Diego Fusaro

LA ELIMINACIÓN DE LOS AGENTES LIBERALES Y LAS ESPERANZAS DE CAMBIO DEL PUEBLO

 

Existe un consenso alrededor del tema de que el actual Estado ruso nació en la década de 1990 como un medio por el cual nuestros enemigos aseguraban su control sobre nuestra sociedad. El nombre que se le dio a este consenso fue el de liberalismo y con ello no nos referimos a que existe una especie de «liberalismo malo», «pervertido» o «falso», sino que simplemente se trata de un fenómeno maligno. Los liberales son vistos como un ejército de ocupación por los rusos. Después de la llegada al poder de Putin alrededor del año 2000 este ejército de ocupación ha sido expulsado muy lentamente, de forma casi imperceptible, de nuestro territorio. Y este proceso continúa hasta la fecha. Cada una de las decisiones políticas de Putin, que van encaminadas a reforzar la soberanía de Rusia y liberar a nuestro país del control externo, provocan la desliberalización de nuestra sociedad y visión del mundo, destruyendo con ello algún quiste de agentes liberales que existen en nuestra sociedad. Esto se aplica a los ya olvidados Berezovski y Gusinsky, pero también a Jodorkovski y, después del 2014, a muchísimos más. Desde el inicio de la operación del 24 de febrero del 2022 la eliminación de agentes liberales dentro de nuestro país se ha incrementado. Es más, con el agravamiento de los trágicos acontecimientos de Palestina un grupo de sionistas de derecha, leales a Putin hasta el último momento, ha terminado por ser expulsado. Y este proceso se seguirá repitiendo constantemente, pues las redes liberales son tan impresionantes y poderosas que resulta difícil hacerles frente, especialmente si tenemos en cuenta que la estrategia de Putin consiste en irlas expulsando de forma gradual, por lo que no sabemos quien morirá primero: si ellos o el pueblo ruso. Claro, todos ellos envejecen o se marchan al extranjero, pero también pervierten con su existencia a generaciones enteras de jóvenes rusos que son corrompidos, confundidos, sobornados e infectados con el virus enloquecedor y maligno del liberalismo.

Esa es la realidad, pero pareciera que Putin esta ganando al evitar aplicar una estrategia directa, por lo que los carroñeros abandonan Rusia voluntariamente y en pequeñas proporciones sin recibir ninguna clase de represión o responder por lo que han hecho. No obstante, estamos perdiendo el tiempo histórico del pueblo ruso, el cual tiene que resurgir con tal de volver a ser. Estirar este proceso de des-liberalización puede ser tácticamente conveniente, pero estratégicamente peligroso. Al fin y al cabo, esperamos que la sociedad se libere por sí sola del control ideológico externo. Aunque, ¿eso realmente sucede? Sí, los héroes que marchan al frente terminarán volviendo (aunque no todos…) y tendrán por misión despertar la existencialidad y autenticidad de Rusia. Sin embargo, ¿sucede lo mismo al interior de nuestra sociedad donde los canallas y malvivientes siguen en los puestos de poder? Resulta inadecuado rebelarse abiertamente, pero someterse es no respetarse a uno mismo y los demás. Todo esto nos lleva a plantear las siguientes preguntas: ¿quién liderará a nuestros héroes? ¿Quién les mostrará el camino y hacia dónde ir? ¿En qué mundo pacifico vivirán las personas que una vez lucharon en las trincheras? Ninguno de ellos ha sido educado, formado o criado para ello y me refiero a nuestros militares, voluntarios, contratistas y fuerzas del orden… No existe un manual que hable sobre qué hacer después de abandonar el frente o las trincheras. No hay explicaciones claras sobre contra quién luchamos, por qué luchamos, para qué luchamos y qué es la Victoria. La gente muere y no sabe por qué. Esta guerra no se libra por Abramóvich, ni por el acuerdo de los cereales o el bienestar de las élites, se hace por algo más… y ese algo las autoridades rusas tienen miedo de decirlo. Tienen miedo de que llegue la purificación y que la desliberalización de la sociedad se convierta en un imperativo, por lo que desean dejar un espacio para poder dar marcha atrás cuando puedan. Putin hace todo de forma muy lenta, por lo que se crea la ilusión de que es posible volver a reconstruir los puentes, pero no es así.

Es precisamente por esa razón que debemos avanzar más rápido, siguiendo la estrategia de Putin, aunque más rápido. Tenemos que cambiar de forma inmediata muchos aspectos de nuestra cultura, educación, sistemas informativos y vida pública, pues lo que existe ahora no se corresponde en absoluto con las condiciones del segundo año de la Operación Militar Especial. Y lo más importante: el statu quo no tiene nada que ver con las aspiraciones y sentimientos ni de los tradicionalistas ni de los patriotas. Tampoco se corresponde con las aspiraciones del pueblo a vivir una vida justa y pacifica o con los partidarios del «progreso», sea como este se entienda. La justicia social no existe, o casi no existe, en Rusia y el actual orden de cosas no nos llevará a ninguna parte. Todos apoyan a Putin porque esperan cambios y que habrá estabilidad después de que ganemos la guerra. Solo entonces habrá estabilidad y no al revés.

Fuente: Aleksandr Duguin

SOBRE LOS CICLOS CÓSMICOS Y LOS RITMOS DEL TIEMPO EN LA INDIA: UN NUEVO ENSAYO DE NUCCIO D'ANNA

 

Nuccio D'Anna ha añadido recientemente un importante texto a su producción bibliográfica. Beneficiará, en particular, a los lectores interesados en los estudios histórico-religiosos y tradicionales. Nos referimos al volumen: I Cicli cosmici. Dottrine indiane sui ritmi del tempo. En estas páginas, el autor demuestra un dominio poco común de la vasta literatura crítica, además de acompañar sagazmente al lector en la exégesis de los complejos textos sagrados centrados en la temporalidad cíclica. Esta tarea se lleva a cabo con referencia al método comparativo, a través del cual se puede deducir el valor universal de los mitos y símbolos. Los contenidos tratados son tan vastos que resulta realmente difícil resumirlos en el espacio de una reseña. Por ello, sólo nos detendremos en algunos plexos teóricos.

D'Anna comienza presentando el sentido y el significado del «Centro» en el mundo tradicional. Lo hace deteniéndose en el valor del monte Meru: «considerado el reflejo del polo celeste que sostiene, gobierna y orienta todo el movimiento del cuadrante cósmico» (p. 3). La estructura axial de la montaña induce a considerarla como: «el vehículo de las bendiciones divinas otorgadas incesantemente. [...] Meru aparece como el "árbol del cosmos"» (p. 4). Según la tradición védica, de sus ramas descendieron los rayos de Suria que transmitieron a la humanidad la «ley de Váruna, el Ritá, el Orden que es la Verdad». El Ritá: «tiene una relación directa con la estabilidad de la constelación de las siete estrellas de la Osa» (p. 5). La Montaña sagrada está estrechamente relacionada, por un lado, con Agni, el dios prototípico del fuego que arde con resplandor en el centro del mundo, y, por otro, con Brahma, la deidad formativa que puede compararse a la «Roca indestructible», de la que irradian las «cualidades» divinas. Meru se eleva en el centro de una isla circular que se subdivide en siete «regiones», alrededor de las cuales hay siete océanos en correspondencia «con el orden planetario estructurado habitualmente en siete niveles» (p. 10). La última extensión de mar se denomina «Océano de Leche».

El autor precisa: «En el curso del desenvolvimiento cíclico en cada una de estas 'islas', la Tradición [...] deberá encontrar necesariamente su propio desarrollo integral, que desembocará inevitablemente en el agotamiento de todas las posibilidades espirituales vehiculadas en el mundo». (p. 13). De este modo, se revela la conexión de dicho simbolismo con el desarrollo cíclico. Cada punto de giro, en tal cosmosofía, está custodiado por una divinidad: el cosmos mismo adquiere rasgos maṇḍálicos. El eón actual, en la lista de los 30 kalpas, ocupa el lugar 26 (Varaha-Kalpa) y está precedido por el Padma-kalpa. A la luz de la enseñanza tradicional, la manifestación ha retrocedido debido al «peso de los hombres», que han llevado a cabo una manipulación del Dharma. Durante el kalpa que precedió al nuestro, Visnú 'El Durmiente' realizó su propia intervención cosmogónica bajo la apariencia de una flor de loto que surgió de su propio ombligo (p. 20) y esto permitió una perfecta continuidad doctrinal y ritual entre el sexto y el séptimo Manvantaras de nuestro kalpa.

Brahma hizo surgir la 'tierra primordial': 'el arquetipo o modelo preformal de una realidad aún inmaculada' (p. 21). Cada vez que el Principio desciende al devenir, según la perspectiva india tradicional, da lugar a un verdadero 'sacrificio universal'. Es un acto capaz de actuar contra los 'poderes de las tinieblas'. Un papel esencial, en este sentido, atribuye D'Anna a Prajapati, que se unió a la Tierra inmaculada surgida de las Aguas. Él: «simboliza la Unidad inefable de la que han fluido todos los demás dioses y a la que volverán» (p. 28). Dicha potestad mira en todas las direcciones espaciales. Las aguas primordiales no son más que la transcripción simbólica del «murmullo» del paso del tiempo, ya que el Principio, a la luz de los estudios de Marius Schneider, citados varias veces por el autor, no es más que sonido-luz. Los cantores sagrados: «Odian la esencia sonora y presensible [...] que se vierte 'naturalmente' en la vida cósmica» (p. 31). El canto solar de los siete rishis formaba la cabeza de Prajapati que, al armonizar el sonido y el ritmo, 'hacía posible la formulación de fonemas y sílabas' (p. 33).

El autor recuerda que el séptimo Manvantara comenzó después del Diluvio. La era actual se divide en cuatro yugas, cuyo desarrollo se ordena en torno al símbolo de la década, que marca el empobrecimiento espiritual progresivo, inducido por los poderes catagógicos de Koka y Vikoka (Gog y Magog). La primera edad es la «Edad de la Verdad» y de la plenitud espiritual. El color que la connota es el blanco, revelando su esencia sapiencial y la de la casta Haṃsa: «En el juego indio de los dados [...] esta primera edad [...] corresponde a la «tirada exitosa» (p. 112). En la segunda edad, actúa la «dinastía solar», que pretende preservar la tradición «no humana», realizando una acción conservadora, similar a la atribuida en Occidente a Saturno. El valor ritual del juego de los dados, bien conocido en Roma (podía practicarse durante las Saturnales, con ocasión del solsticio de invierno), estaba vinculado a determinadas coyunturas astronómicas. Los «puntos» grabados en las caras de los dados se llamaban «ojos», ya que hacían referencia a las «luminarias» que brillaban «en el cielo de lo primordial védico» (p. 115).

Cuando se evidenciaba un lanzamiento desordenado de los dados, se atribuía a la pesadez espiritual del ciclo, correspondiente al frenético torbellino del mundo. La tirada de dados en la que aparecían tres indicaba la segunda era, en la que el mundo descansaba sobre los «tres cuartos» del dharma. Su color era el rojo. El dos en el juego de dados, se refería a la tercera edad, en la que el mundo se desarrolla sobre la relación luz/oscuridad, que tiende cada vez más a cristalizar estos dos poderes en sentido opuesto. En ella, sattva se retira, rajas y tamas predominan. Su color es el verde.

Por último, el kaliyuga, cuyo comienzo: «se fijó para que coincidiera con la coyuntura auroral que comenzó a las 6 de la mañana del 18 de febrero de 3102 a.C.» (p. 118). Este yuga también se divide en cuatro sub-edades: es la edad del resurgimiento de las fuerzas magmáticas y caóticas que desbordan la perfección del Origen. Sivá también se retira de las apariencias fenoménicas. Para comprender el desdoblamiento cíclico, es necesario referirse a la precesión de los equinoccios, en la que la oblicuidad de la eclíptica y el ecuador dibujan una «peonza» cósmica. Esta precesión: «sigue desplegándose en torno a un verdadero 'soberano' que dirige su curso: es Dhruva» (p. 131), el polo fijo, garante del retorno al orden al final del kaliyuga. D'Anna enriquece la presentación de los ciclos indios con numerosas referencias eruditas a las tradiciones griega, mesopotámica y taoísta, rastreando ecos incluso en la astronomía de Kepler. También analiza el complejo simbolismo subyacente a la visión cíclica y aclara, entre otras cosas, la debilidad de la exégesis «naturalista» del tiempo cíclico, incluso la formulada por Eliade, basada en la referencia a los ciclos lunares: «Sólo esta (la) dimensión cósmico-triunfal puede hacer contemplar la profundidad, la altura y la amplitud del sustrato espiritual que nutre la íntima relación existente entre los fonemas, los sonidos, los colores, los lenguajes animales [...] las exploraciones celestes [...] los momentos estacionales» (p. 209), la relación entre el macrocosmos y el microcosmos. El ensayo de D'Anna es realmente exhaustivo.

Fuente: Giovanni Sessa

ASPECTOS GEOPOLÍTICOS DEL CONFLICTO EN PALESTINA

 

Israel, además de sus pretensiones mesiánico-escatológicas, representa la posición avanzada del Cartago norteamericano en Asia Occidental, siendo una proyección de los propios EEUU. En este sentido, la existencia del Estado de Israel, al menos en su configuración actual y en el contexto de la hegemonía unipolar, tiende a presentar siempre la posibilidad de un conflicto regional.

Introducción

En un artículo publicado en la revista Eurasia. Rivista di studi geopolitici, fechado el 20 de septiembre de 2020 y titulado «El declive de EE.UU. y el eje islámico-confuciano», el autor se refería abiertamente al hecho de que la recién descubierta cooperación entre los diferentes componentes de la resistencia antisionista, tras las divisiones surgidas tras la agresión contra Siria, podría haber supuesto una «cierta amenaza» para la seguridad del «Estado judío». En concreto, se intentó demostrar cómo el papel activo de la República Islámica de Irán en el apoyo a grupos como Hamás y la Yihad Islámica podría haber aumentado significativamente sus capacidades militares hasta un nivel similar, como mínimo, al de Ansarulá en Yemen (que durante años compartió el destino de la Franja de Gaza en términos de embargo y asedio). De nuevo, en otro artículo publicado en el mismo sitio web (el 13 de mayo de 2021) para analizar la dinámica del ataque sionista contra el barrio de Sheij Yarrah, en Jerusalén Este, se argumentaba que esta «ayuda iraní», dada la condición particular de la Franja, habría tenido las características de una simple transferencia de logística, datos e información para la construcción de tecnología militar (incluso rudimentaria) sobre el terreno.

A la luz de lo sucedido tras la Operación Tormenta al-Aqsa, puede decirse (sin temor a ser contradicho) que estas consideraciones no eran del todo erróneas. Al mismo tiempo, los recientes acontecimientos, con el control sionista de la Franja cada vez más estrecho y la declarada voluntad genocida de la propia cúpula militar israelí (el general Ghassan Alian, por ejemplo, además de comparar a Hamás con el ISIS, apostrofó explícitamente a toda la población de Gaza como «animales humanos» y les prometió el infierno) merecen ser investigados en detalle, tanto para dar una interpretación geopolítica como para deconstruir la narrativa «occidental», una vez más basada en el esquema elemental de «hay un agresor y un agredido», siempre útil para invertir la responsabilidad de una tragedia, ignorando sus causas a lo largo del tiempo. Para ello, esta contribución se dividirá en dos partes: en la primera se analizarán los datos político-militares, mientras que la segunda se centrará en algunos aspectos geohistóricos del conflicto árabe-sionista.

El dato político-militar

Casi todos los observadores occidentales quedaron sorprendidos por la complejidad del ataque llevado a cabo por el movimiento de resistencia islámico el 6 de octubre contra la entidad sionista (un ataque realizado por tierra, mar y aire mediante, el uso combinado de lanchas neumáticas, parapentes motorizados, y el lanzamiento, en grandes cantidades, de diferentes tipos de cohetes capaces de abrumar y penetrar el sistema de defensa antimisiles Cúpula de Hierro construido con las generosas aportaciones de las administraciones estadounidenses de los últimos años, especialmente la de Obama). Entre estos diferentes tipos de cohetes, destacan los Qassam 1 y 2 (cuya producción es bastante sencilla y barata, teniendo en cuenta que generalmente utilizan materiales procedentes de residuos de la construcción), los Abu Shamala o SH-85 (llamados así en honor de Muhammad Abu Shamala, comandante del ala militar de Hamás fallecido en 2014), los Fajr-3 y Fajr-4 de fabricación iraní (aunque construidos con tecnología norcoreana basada en antiguos sistemas soviéticos de misiles de lanzamiento múltiple) y los misiles R-160 de fabricación siria. También sorprendió la presencia de fusiles M4 de fabricación estadounidense en el arsenal militar de Hamás. A este respecto, para evitar las fantasiosas e inútiles especulaciones políticas de que Hamás está aliada con el Mossad (¡sic!) y demás, es necesario reiterar que la principal fuente de armamento del movimiento de resistencia es (inevitablemente) el mercado negro. Sin considerar los arsenales enteros abandonados por los occidentales tras la indecorosa huida de Afganistán, es importante reiterar que siempre en las columnas de «Eurasia» (retomando también una investigación del «Washington Post», no precisamente una publicación a la que se pueda acusar de ser expresión de la propaganda rusa), ya se había subrayado que el gran flujo de armas occidentales hacia Kiev acabaría alimentando de algún modo el mercado ilegal de materias primas (una práctica en la que la Ucrania independiente ha desempeñado históricamente un papel destacado, gracias también a uno de los índices de corrupción más elevados a escala mundial). En consecuencia, no sería en absoluto improbable que un número (por pequeño que fuera) de estas armas acabara en la Franja de Gaza (también se han encontrado armas de fabricación occidental, por ejemplo, muy probablemente a través del ISI paquistaní, entre los milicianos cachemires opuestos a la ocupación india de la región).

En este caso, lo que hay que analizar es el evidente fracaso de los servicios sionistas, que en el pasado han sido especialmente hábiles a la hora de infiltrarse en los territorios de la Franja y en las filas de Hamás. Como ya se ha mencionado, hay quienes siguen manteniendo la tesis de la alianza oculta o de la creación israelí de Hamás. Para ser justos, sería correcto decir que, al menos al principio (es decir, a finales de los años ochenta y noventa), ya fuera para debilitar el liderazgo «nacionalista» de la OLP dentro de la lucha palestina o para practicar la división y la dominación dentro de las facciones de la Resistencia a la ocupación sionista, Israel no impidió especialmente el ascenso de Hamás. Conviene reiterar que esto está en consonancia con la práctica sociopolítica del movimiento del que es hijo, los Hermanos Musulmanes (una organización nacida en Egipto en 1928 que se fijó como objetivo repensar la Umma islámica tras la abolición del califato por la Turquía kemalista), que construyó su fortuna gracias a la creación de organizaciones caritativas (hospitales, orfanatos, escuelas e institutos para los sectores más débiles de la población) que fueron la columna vertebral de su éxito en un contexto económico extremadamente precario como el de la Franja de Gaza. Un éxito que representó, cuando menos, un grave error de cálculo por parte del aparato de seguridad sionista. Las dificultades (en parte debidas también a la mejora de las capacidades de contraespionaje de Hamás, otro aspecto vinculado a una colaboración más estrecha con Teherán) no pueden disociarse de las profundas divisiones internas de la sociedad israelí (marcadas por crecientes tensiones étnicas e incluso religiosas —no puede subestimarse el crecimiento de las comunidades ortodoxas que rechazan el servicio militar—, la obsesión por el rebasamiento demográfico árabe y un choque inusual, para Israel, entre las cumbres política y militar). Ni siquiera los llamamientos de Benjamin Netanyahu a la unidad nacional (duramente criticado tanto por su controvertido plan de reforma del poder judicial como por su política de «tolerancia cero» hacia cualquier reivindicación palestina, por mínima que sea) han surtido el efecto deseado. Concretamente, el primer ministro ha sido atacado en varias ocasiones, tanto por los círculos «progresistas» y «liberales» (como el histórico diario «Haaretz») como por los círculos conservadores más rígidos.

Además de las evidentes dificultades políticas y sociales internas (hasta ahora, la principal amenaza para Israel sigue siendo la fragmentación de su tejido social, no muy diferente del resto de Occidente), existen dificultades de carácter militar. Las declaraciones iniciales de Netanyahu sobre una entrada inminente de las fuerzas armadas israelíes en la Franja de Gaza chocaron con la visión más «prudente» de la cúpula militar, que por el momento parece optar principalmente por un lento estrangulamiento de la Franja, sometida a constantes bombardeos «preparatorios» y al corte de los suministros de alimentos, agua y electricidad. Esto, además de poner de manifiesto la tradicional hipocresía de Occidente (que, a diferencia de los ataques rusos contra la infraestructura energética de Ucrania, no parece dispuesto a acusar a Israel de crímenes de guerra), saca a la luz los riesgos y costes de una campaña militar terrestre en un contexto urbano densamente poblado. No es casualidad que los centros de investigación estadounidenses (a raíz de lo sucedido en los dos conflictos chechenos de la última década del siglo XX) hayan definido el combate urbano como la característica definitoria de los conflictos del nuevo milenio. Un tipo de combate que casi siempre favorece al defensor y que, según los expertos en táctica militar, sólo puede tener éxito si el atacante tiene una clara ventaja numérica (de 6-10 a 1 sobre el adversario). Los propios estadounidenses se enfrentaron a algunas dificultades en Faluya y, a pesar de una ventaja numérica considerable (unos 15.000 contra 3.000 insurgentes), sólo consiguieron imponerse arrasando barrios enteros de la ciudad. Rusia, por su parte, con la excepción del caso de Mariúpol (una ciudad de alto valor estratégico y «simbólico») o la «picadora de carne» de Bajmut/Artemovsk, ha optado por limitar al máximo los combates urbanos en el contexto del conflicto ucraniano.

Ahora bien, parece claro que descubrir el ramificado sistema de túneles construidos por los milicianos palestinos en el interior de la franja de Gaza no sería nada fácil y expondría a las fuerzas israelíes a grandes pérdidas (lo que, en su momento, llevó a Tel Aviv a abandonar sus sueños de expansión hacia el Líbano). Sin embargo, está igualmente claro que el único resultado posible del conflicto para Israel es la «victoria total», es decir, la destrucción de Hamás (o al menos de su capacidad de ataque). Para lograr este objetivo, la entrada en la Franja de Gaza (con todos los enormes riesgos que ello conlleva, también en términos de la presión sobre la industria bélica occidental que ya ha experimentado el conflicto ucraniano) parece inevitable. Y para preparar esta intervención, ya se ha puesto en marcha una campaña de información con el objetivo de deshumanizar y criminalizar al adversario (al que se identificará como «mal manifiesto»). Desde esta perspectiva deben interpretarse las noticias (poco fiables) sobre la supuesta masacre de menores en el kibutz de Kfar Aza, cuyo objetivo no es otro que preparar a la opinión pública para un conflicto prolongado; una práctica bien conocida en Occidente, desde la igualmente supuesta masacre de Račak que dio el pistoletazo de salida a la agresión de la OTAN contra Serbia, pasando por las acusaciones infundadas contra Iraq en 2003, hasta la campaña de desinformación que allanó el camino para la destrucción de Libia (sin olvidar la nunca probada masacre rusa en Bucha, Ucrania). Independientemente de que estos informes se confirmen o no, es curioso observar cómo la opinión pública antes mencionada no ha mostrado la más mínima indignación ante el asesinato (esta vez tan real como repetido) de menores palestinos en los territorios ocupados por parte de las fuerzas de seguridad israelíes. Sin embargo, según informa la organización no gubernamental Save the Children, desde principios de año hasta el pasado mes de septiembre, la matanza alcanzó el triste récord de 38 muertos. Una demostración más de que no existe un «nuevo conflicto» en Palestina (como afirman erróneamente algunos periódicos italianos) —lo que estamos presenciando es sólo la escalada de un conflicto que dura ya más de una década— y de que es igualmente inapropiado afirmar que no hubo ningún detonante detrás del ataque de Hamás.

En este sentido, también será útil abrir un breve capítulo sobre el contexto internacional, ya que varios analistas han apoyado la tesis de que la operación del movimiento de resistencia palestino tenía como objetivo frustrar los esfuerzos de Estados Unidos en favor de la normalización «oficial» de las relaciones entre Israel y Arabia Saudí. Esta posibilidad no debe descartarse a priori, sin embargo, conviene hacer algunas precisiones: (a) históricamente, las relaciones entre Hamás y Arabia Saudí nunca han sido especialmente constructivas (el movimiento, por el contrario, siempre ha contado con el apoyo de Qatar y Turquía, países que mantienen sólidas relaciones con Tel Aviv, aunque con sus altibajos); b) las relaciones entre Israel y Arabia Saudí no necesitan normalizarse en un futuro próximo, ya que se han mantenido extraoficialmente durante mucho tiempo (como ha argumentado el académico Madawi al-Rasheed, ni siquiera el embargo de petróleo que siguió a la guerra de octubre de 1973 podría considerarse un acto hostil, dada su duración extremadamente limitada); c) no es en absoluto una conclusión inevitable que una normalización de las relaciones entre Israel y Arabia Saudí (en la línea de los «acuerdos Abraham» de Trump) conduzca a una congelación del conflicto en Palestina o incluso a un nuevo acuerdo de paz israelo-palestino que incluya a los movimientos de resistencia islámicos además de a la ya ampliamente deslegitimada Autoridad Nacional Palestina; d) los acuerdos de paz propuestos hasta ahora en el contexto occidental han sido siempre unilaterales, ignorando por completo los derechos de ambas partes (especialmente el «plan/estafa del siglo» de la administración Trump, que preveía, por un lado, la legitimación total de los asentamientos coloniales sionistas en Cisjordania y, por otro, la creación de una entidad nacional palestina desprovista de soberanía, desmilitarizada y fragmentada territorialmente).

Teóricamente, por tanto, sería más exacto decir que el reciente acuerdo de reapertura de los canales diplomáticos entre Irán y Arabia Saudí, auspiciado por China, dio de algún modo luz verde a Hamás para organizar el atentado. Por último, la «pista Sadat» parece estar descartada: en otras palabras, la idea de que los dirigentes de Hamás, al igual que el sucesor de Nasser a principios de la década de 1970, buscaban la confrontación para mostrar su fuerza y poder negociar una salida al conflicto en condiciones más favorables. Un movimiento que se presenta como expresión de las esperanzas palestinas de revancha (al margen de los elementos y acontecimientos inequívocos que han caracterizado su historia) no puede compararse con las aspiraciones personales del presidente de un tercer país, Egipto, cuyo objetivo último era la inclusión progresiva en la órbita occidental. Por cierto, el propio Sadat fue víctima de un atentado organizado por un grupo surgido de los Hermanos Musulmanes, a pesar de que el propio presidente había rehabilitado su nombre tras los años de persecución nasserista (aunque la Hermandad desempeñó un papel nada desdeñable en los acontecimientos que condujeron al éxito de la «revolución egipcia de 1952)

Aspectos geohistóricos

El activista y académico francés Gilles Munier comentó así, en las páginas de La Nation Européenne, la muerte del activista de Jeune Europe Roger Coudroy, que viajó a Palestina en la segunda mitad de la década de 1960 para luchar con los Fedayín: «La lucha contra el sionismo trasciende ampliamente las fronteras de la nación árabe. [...] La participación activa de los europeos en la lucha por la liberación, como puede comprenderse fácilmente, es una realidad demasiado peligrosa para los sionistas, que no pueden aceptar que la prensa se apropie de las noticias. Israel, pilar del imperialismo anglosajón, es una amenaza permanente para todos los pueblos ribereños del Mediterráneo. Aceptar su existencia significa ratificar la política de los bloques, cuyo interés reside en dividir para seguir gobernando. La desaparición de Israel privará a la 6ª Flota estadounidense de su principal pretexto para cruzar el Mediterráneo. [...] La cuestión palestina y la hipoteca sionista sobre Europa son un solo problema, que sólo puede resolverse alineando a la organización sionista mundial. La historia demostrará que Roger Coudroy, como el Che Guevara, no murió en vano».

En otras palabras, Munier dijo que no puede haber soberanía para Europa (en general) mientras Israel esté allí. La idea de que la entidad sionista representa un «pilar del imperialismo anglosajón» no carece de fundamento. Aparte del hecho de que la flota estadounidense en el Mediterráneo se desplazó rápidamente hacia las costas de la entidad sionista tras el ataque de la resistencia islámica (por no mencionar el compromiso de Washington de considerar el envío de sistemas de armamento compatibles con los del ejército israelí), existen numerosos precedentes históricos que apoyan esta tesis: desde el apoyo incondicional durante el conflicto de octubre de 1973 hasta la afirmación del actual presidente estadounidense, Joseph R. Biden, de que «si Israel no existiera, Estados Unidos tendría que inventarse uno para proteger sus intereses».

Pero el amor occidental por Israel tiene orígenes lejanos. A lo largo del siglo XIX, por ejemplo, proliferaron en Gran Bretaña asociaciones (precursoras del actual «sionismo cristiano», cada vez más extendido) que abogaban por el retorno de los judíos a Tierra Santa (fueron ellos quienes acuñaron la expresión utilizada posteriormente por el sionismo, y absolutamente falsa, «un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo»). Estas reflexiones puramente escatológicas pronto se convirtieron en parte de un discurso más amplio que entrelazaba aspectos teológicos con consideraciones puramente geopolíticas. El político británico Benjamin Disraeli (un judío sefardí convertido, quizá no muy genuinamente, al cristianismo), varios años antes de convertirse en Primer Ministro de Su Majestad, por ejemplo, publicó varias novelas en las que surgía la idea de que la «nación judía» tenía derecho a una patria en Palestina. En una de ellas, además de la idea de un protectorado británico en Tierra Santa, leemos: «Usted me pregunta qué quiero. Mi respuesta es Jerusalén. Me preguntáis qué quiero. Mi respuesta es el Templo, todo lo que hemos perdido, todo lo que anhelamos...»

De hecho, la apertura del Canal de Suez en 1869 hizo que la zona de Oriente Próximo resultara extremadamente atractiva para los intereses geopolíticos británicos al controlar una ruta que reducía considerablemente el tiempo de navegación hasta la India (también hay que leer en esto uno de los últimos golpes del colonialismo europeo, la agresión conjunta franco-británica-sionista contra el Egipto de Nasser tras la nacionalización del Canal en 1956). Para ser justos, Londres se opuso durante mucho tiempo a la construcción del Canal, temiendo un excesivo refuerzo francés en la zona. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que esta estrategia era inútil, jugó la carta de la penetración financiera en Egipto. Un plan que fructificó justo cuando Disraeli era primer ministro, en 1876, gracias a la compra del 44% de las acciones de la Compañía del Canal a cambio de 4 millones de libras prestadas al gobierno británico por el Banco Rothschild (cuyos propietarios, notorios «filántropos», eran los mismos que habían mantenido económicamente los asentamientos judíos en Palestina durante la primera «aliá» fracasada). Dos años más tarde, el fortalecimiento de las posiciones británicas en la zona continuó con el control total de Chipre tras el Congreso de Berlín. Pero no fue hasta las primeras décadas del siglo XX cuando la alianza entre el sionismo y la Corona británica se hizo explícita, gracias a la incansable labor de Jaim Weizmann, un químico especializado en la producción de pólvora para barcos, que fue extremadamente hábil para infiltrarse en la cúpula política británica y hacer realidad el proyecto de Theodor Herzl de ganarse a una gran potencia europea para la causa sionista proponiendo la eventual entidad judía como un puesto avanzado occidental en el Levante. El propio Herzl intentó hacer lo mismo (sin éxito) con Alemania (de hecho, el padre del sionismo político pensaba que el alemán debía ser el idioma del «Estado judío») y el Imperio Otomano. El primero se negó porque no quería irritar a la Sublime Puerta y tenía en mente el proyecto de construir el ferrocarril Berlín-Bagdad; el sultán otomano, por su parte, a pesar de las promesas de ayuda financiera judía para las maltrechas arcas del imperio, no pudo aceptar la oferta, presentándose como protector de los lugares santos del Islam.

En cualquier caso, con la famosa Declaración Balfour de 1917 (quizá planeada por el gobierno británico también para asegurarse de que la influyente y numerosa comunidad judía estadounidense presionaría a Washington para que interviniera directamente en la 1GM), Londres se comprometió directamente a establecer un «hogar nacional para el pueblo judío en Palestina» y traicionó abiertamente los acuerdos alcanzados con los árabes que, en esos mismos años, instigados por agentes londinenses, se habían rebelado contra el dominio otomano.

El apoyo británico condujo naturalmente a un aumento exponencial de las agresiones y reivindicaciones sionistas en Tierra Santa. Y fue también durante esos años cuando se empezó a pensar en una «solución a la cuestión árabe». A este respecto, es posible identificar al menos tres tendencias diferentes en el sionismo. Inicialmente, se pensó en una especie de «asimilación» de los árabes palestinos, que aparece con fuerza en la novela «fantástica» de Theodor Herzl Altneuland (La vieja tierra nueva), publicada en 1902, en la que se argumenta que el sionismo, al transformar Palestina en una sociedad ideal que toda la humanidad debería emular, acabaría incorporando a ella a una población indígena que sólo saldría ganando con la presencia judía. La idea de la asimilación, sin embargo, fue abiertamente criticada por el intérprete del sionismo cultural, Asher Ginsberg. En un texto titulado La verdad sobre la Tierra de Israel, escribió: «En el exterior, tendemos a creer que Palestina está hoy casi completamente abandonada, una especie de desierto sin cultivar, y que cualquiera puede venir y comprar toda la tierra que quiera. Pero ésa no es la realidad. Es difícil encontrar alguna tierra árabe en el país que permanezca sin cultivar. [...] Los colonos tratan a los árabes con hostilidad y crueldad, invaden sus propiedades injustamente, les pegan descaradamente y sin motivo, y están orgullosos de hacerlo. [...] Estamos acostumbrados a pensar en los árabes como salvajes, como bestias de carga que no ven ni entienden lo que ocurre a su alrededor».

Otra tendencia, en línea con la idea de la «tierra sin pueblo» o la presencia de un «pueblo sin identidad», fue la negación del problema. El propio Jaim Weizmann, en 1917, al ser interrogado por el pensador sionista Arthur Ruppin sobre la posible relación entre los inmigrantes judíos y la población palestina, respondió airado: «Los británicos nos han asegurado que en Palestina sólo hay unos miles de kushim (negros) que no cuentan para nada».

La tercera tendencia, la más extendida históricamente, ha sido la eliminación física del problema en su raíz (ya sea empujando a la masa de la población palestina hacia los países vecinos, especialmente Jordania, o eliminándola literalmente en virtud de una afluencia religiosa que identificaba a los palestinos con los descendientes de los pueblos bíblicos que habitaban la región antes de la conquista judía). A esta tendencia se unieron personalidades como Ariel Sharon (cuyos francotiradores de la Unidad 101 pasaron a la historia por la inquietante práctica de disparar a campesinos árabes desarmados para expulsarlos de sus tierras) y Moshé Dayán, que nunca ocultó el hecho de que muchos pueblos árabes fueron destruidos y/o rebautizados en hebreo para borrar la historia y la identidad de la Palestina anterior a la colonización sionista (piénsese en la destrucción de todo un barrio de la antigua Jerusalén para construir un claro frente al llamado «Muro de las Lamentaciones»).

La tendencia a eliminar el problema, de hecho, ya estaba muy presente en las elaboraciones teóricas de los exponentes del sionismo socialista (que también atrajo la atención de Estalin en la creencia errónea de que podía utilizarse para oponerse a Occidente en Oriente Próximo). Entre ellos destacaba Ber Borochov que, adoptando las tesis marxistas presentadas en sus escritos sobre la «cuestión judía», apoyaba la idea de un «derrocamiento de la pirámide» que se lograría mediante el trabajo. En su obra Bases del sionismo proletario (1906), partía de un análisis de la estructura social judía, que se presentaba como una pirámide invertida, con unos pocos proletarios y campesinos frente a un gran número de pequeños comerciantes, empresarios y banqueros. En consecuencia, la «liberación del pueblo judío» era impensable sin la transformación de su estructura social. Y esta transformación sólo podía lograrse mediante la concentración territorial en Palestina (donde, incluso según Borochov, vivía un pueblo sin identidad) y la construcción de un «Estado proletario judío» basado en el trabajo.

El énfasis en el trabajo, y especialmente en el trabajo de la tierra (también muy presente en las obras de Aaron David Gordon), produjo la retórica de la «tierra redimida» que sólo podían cultivar los judíos. Así, mientras que los primeros colonos sionistas utilizaron ampliamente (y explotaron) la mano de obra árabe, los exponentes de las oleadas migratorias posteriores optaron por un brusco cambio de rumbo, impidiendo a los agricultores palestinos trabajar la tierra de la que habían vivido durante siglos. Concretamente, una vez vendidas las tierras al movimiento sionista por propietarios que a menudo ni siquiera estaban presentes en el lugar (tenían sus casas en Beirut, Damasco o Estambul), se vallaron y los campesinos palestinos fueron expulsados, para bien o para mal. Así, dice el académico Arturo Marzano: «mientras que el modelo de la primera aliá era el de una sociedad basada en la supremacía judía sobre los árabes, la segunda aliá tenía como objetivo la exclusión total de estos últimos». Huelga decir que la ecuación tierra judía —trabajo judío— producto judío no impidió, sin embargo, las formas de explotación. De hecho, los sionistas favorecieron la emigración a Palestina de los judíos yemenitas (más parecidos a los árabes) y, por tanto, susceptibles de discriminación, manteniendo intacto el principio de la tierra redimida antes mencionado. De hecho, incluso el mito económico del kibutz, muy presente en el imaginario colectivo occidental, debería reconsiderarse por lo que los kibbutzim han sido históricamente: enclaves exclusivistas y rígidamente racistas. Por no hablar del mito, igualmente irreal, de la eficacia económica sionista (en realidad, el Estado de Israel es una entidad muy dependiente de la ayuda exterior, hasta el punto de que en muchos estudios académicos se incluye en la categoría de los llamados «Estados rentistas»).

Al mismo tiempo, para aquellos que siguen afirmando que no ha habido un verdadero robo de tierras árabes, sería útil recordar que en 1946, año de la última encuesta, sólo el 6% del territorio de Palestina bajo mandato británico había sido adquirido «legalmente» por el movimiento sionista. Además, también merece la pena recordar quién importó originalmente a Palestina los métodos de terrorismo dirigidos contra la población civil (se piensa en el uso indiscriminado de la violencia por parte del Irgún, que solía colocar sus artefactos en mercados u oficinas de correos frecuentados por árabes). Y también cabe mencionar que, incluso antes del proyecto de partición elaborado por la ONU, los sionistas ya habían preparado el llamado «Plan Dalet», que preveía la rápida anexión de territorios que la ONU habría entregado al componente árabe.

En conclusión, por tanto, también está claro que la solución de «dos pueblos, dos Estados» sigue siendo esencialmente inviable. Hoy, en Palestina, chocan dos visiones del mundo totalmente polarizadas e incompatibles: la civilización del beneficio de un «pseudopueblo» desarraigado (producto de la mezcla de diferentes etnias) que, al rearraigarse, se ha limitado a producir una mera imitación de los modelos occidentales (presentándose como una civilización del espíritu que hunde sus raíces en la tierra y la tradición y se niega «obstinadamente» a desviarse de ella). El choque sigue siendo inevitable, por el simple hecho histórico de que Israel, al presentarse hoy como un apéndice periférico del imperio occidental dirigido por los estadounidenses, asume el peso de la frontera, es decir, de la línea de falla entre civilizaciones diferentes que siempre se caracteriza por la presencia latente de formas de conflicto.