DISCÍPULOS Y TESTIGOS DE JESÚS EN LA SOCIEDAD ACTUAL

En esta ocasión vengo con una cierta prevención y, hasta si quieren, con un cierto temor, porque, a diferencia de otras veces, no se trata de un tema específicamente bíblico, sino que requiere una reflexión sobre la situación actual, sobre la sociedad, y supone emitir algún punto de vista o juicio sobre la coyuntura histórica, lo cual siempre es discutible. Por tanto, voy a hablar con modestia, sabiendo que es un terreno movedizo, precisamente por la razón que acabo de dar: se trata de algo especialmente opinable.

Por otra parte, dada la confianza que ya tenemos después de tantos años, tengo que decirles que me hubiese gustado tener más tiempo para preparar esta conferencia y reflexionar sobre ella, incluso para articularla formalmente de una manera más adecuada, más bella, si quieren.

1. LOS DOS POLOS DE LA FIDELIDAD CRISTIANA: LA VINCULACIÓN A LOS ORÍGENES Y LA RELEVANCIA EN EL PRESENTE
El título de la conferencia plantea dos puntos clave de la fe cristiana. La fe cristiana nos remite a unos hechos del pasado, la vida muerte y resurrección de Jesús, que tuvieron lugar de una vez para siempre, como repite muchas veces la Carta a los Hebreos. El cristianismo no se reinventa en cada generación, sino que tiene unos puntos de referencia claros y es esencial mantener la vinculación con los orígenes.

La Iglesia es una comunidad de tradición en el sentido hondo, profundo, de esta palabra; pero la vinculación con los orígenes no quiere decir que haya que repetir fórmulas acuñadas en el pasado y que hoy pueden resultar ininteligibles; de la misma manera que el seguimiento de Jesús no es mera imitación, las circunstancias son hoy totalmente diferentes, cambiables. No hay que desvirtuar el pasado, sino que hay que hacerlo significativo y relevante en el presente, y esto exige creatividad y libertad.

Se puede atentar contra la fidelidad porque, en el afán por encarnar la fe, rompemos con el origen; pero también se puede atentar contra la fidelidad porque fosilizamos el pasado, repitiendo fórmulas que hoy no dicen nada, o manteniendo instituciones anacrónicas.

En mi opinión, creo que en nuestra Iglesia hay más infidelidad por mera repetición del pasado, irrelevante y cómoda, que por temerarias formulaciones novedosas. Se sospecha con rapidez de quienes se esfuerzan por abrir caminos nuevos al evangelio en el presente; mientras no es raro que se considere fidelidad lo que no es sino adocenamiento, comodidad y nostalgia del pasado. 

El título de la conferencia suscita otro punto clave, preliminar, precisamente por su referencia a Jesús y a la sociedad actual. Nos plantea una tensión constitutiva de la fe cristiana que tiene dos vertientes: 

Evidentemente, la fe no es un análisis sociológico sobre la cultura en que vivimos; pero tampoco es una elucubración teológica sobre Dios en sí mismo, al margen de los avatares de la historia. La fe cristiana engloba en una visión simultánea toda la creación, la realidad de Dios y la realidad de los seres humanos. En la fe cristiana, a Dios sólo le conocemos en cuanto amor que se desborda y se comunica a la humanidad, y de ésta hablamos como creación de Dios, alentada por el Espíritu, y llamada a fundirse con el Dios amor.

2. RASGOS DE LOS DISCÍPULOS DE JESÚS SEGÚN LOS EVANGELIOS
En los evangelios queda muy claro que Jesús reunió en su entorno a un grupo de discípulos; en principio es algo similar a lo que hacían los maestros de Israel, que también tenían sus escuelas con sus propios discípulos. Sin embargo, la relación de Jesús con sus discípulos tiene rasgos peculiares:

En este caso, no son los alumnos los que van a «apuntarse», sino que la iniciativa es de Jesús, que es quien les llama, y lo hace, además, con una autoridad insólita, porque no puede alegar títulos académicos, no ha sido discípulo de otro gran maestro… La autoridad de Jesús procede de su honda experiencia de Dios.

Los discípulos de Jesús tampoco aspiran a convertirse en maestros del mismo rango que Jesús: Vosotros no tenéis más maestro que el Cristo, dice el evangelio de Mateo.

Hay también diferentes tipos de discípulos según las versiones del evangelio:

Un grupo de doce, especialmente ligados a él. Un grupo itinerante, compuesto de hombres y mujeres, que van con él, le acompañan… Otro grupo de discípulos a los que se suele denominar «sedentarios»; son los que no han abandonado sus casas sino que acogen al grupo de los itinerantes con Jesús a la cabeza, cuando pasan por aquel lugar. Y finalmente, vemos con frecuencia que la gente acude a él porque en lo que dice y en lo que hace aquel hombre, descubren que hay algo significativo; a este grupo, por tanto, no lo llamaríamos discípulos, sino «simpatizantes».

El discípulo aprende la enseñanza del maestro, Jesús en este caso, pero se vincula de una forma especial con su persona. Estos discípulos siguen a Jesús, de alguna manera adoptan su estilo de vida peculiar, pero, como él mismo dice, si al maestro le han llamado Belcebú, a sus discípulos les va a pasar lo mismo. Algo muy importante es ver que el seguimiento de Jesús no termina en su propia persona, sino que le siguen por la causa del Reino de Dios.

En el evangelio de Marcos (1,15) Jesús dice: Se ha cumplido el plazo, está cerca el reinado de Dios. Convertíos y creed la buena noticia.

A continuación, pasa junto al lago de Galilea y llama, primero a Pedro y Andrés,que dejan todo y le siguen y luego a los hijos del Zebedeo, que también lo dejan todo y van tras él…

Santiago Zebedeo: entre la historia y la leyenda

Esto quiere decir que Jesús, en primer lugar, anuncia el Reino de Dios, e inmediatamente después empieza a congregar una comunidad de discípulos que aceptan ese Reino, están llamados a visibilizar sus valores y que, a su vez, van a ser enviados para proclamarlo posteriormente. 

En el evangelio de Marcos, el más antiguo, vemos que los discípulos están continuamente con Jesús pero –paradoja– ¡no le entienden nada! Si seguimos leyendo observaremos, además, que no hay ningún proceso de mejora activa, pues le siguen sin entender. Incluso al final (14,50) cuando van a detener a Jesús dice: Todos lo abandonaron y huyeron.

El evangelio de Mateo, que es posterior, mejora algo la presentación de los discípulos diciendo, con un término típico suyo, que son hombres de poca fe. Es decir, tienen fe, pero poca; por eso, cuando llega la dificultad, se tambalean y le abandonan.

Hay otros dos textos en el evangelio de Mateo que quiero comentar ahora.

El primero: Al final del evangelio (28,19) Jesús dice solemnemente a sus discípulos: Id y haced discípulos de todas las gentes. Esto implica universalismo; y, si tenemos en cuenta que la comunidad de Mateo es judeo-cristiana, procedente del judaísmo, veremos que anunciar este universalismo a una comunidad de estas características, es algo muy original e, insisto, sumamente importante.

El segundo texto es el Sermón del Monte: Después de las bienaventuranzas Jesús les dice a sus discípulos: Vosotros sois la luz del mundo y la sal de la tierra. No se puede ocultar una ciudad puesta en la cima de un monte. Que brille vuestra luz delante de los hombres para que, viendo, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. (Mt 5,13-16). Aquí Jesús no les envía fuera, a otro lugar, sino que les dice que den testimonio, de forma que su vida se convierta en algo atrayente. Es decir, el misionero, tiene que comenzar por ser un testimonio, por incorporar los valores de Jesús, que después
va a proclamar.

Ambos textos se complementan. Insisto, el misionero tiene que dar testimonio de lo que anuncia con su vida. Juan Pablo II dice en su encíclica Redemptoris missio: El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión.
El envío «hasta los confines de la tierra»
Redemptoris Missio 23

Además, los discípulos siempre actúan como miembros de una comunidad y como enviados por ella. Por tanto, no se es discípulo de Jesús por libre, sino que implica formar parte de una comunidad, la Iglesia. El discípulo debe preocuparse por edificar la Iglesia —término que aparece continuamente en el NT—, por construir una comunidad de seguidores de Jesús que le sean fieles, que visibilicen sus valores, su estilo de vida. Y la Iglesia, a su vez, alimenta y sostiene la fe de los discípulos y se convierte en punto de referencia, a los ojos del mundo, de lo que éstos hacen y dicen.

3. TESTIGOS DE JESÚS
Al final del Evangelio de Lucas, y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, Jesús dice a sus discípulos: Permaneced en la ciudad; recibiréis el Espíritu y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra.

El testimonio tiene un carácter público. En un juicio, la persona que da testimonio se auto implica en la verdad y fiabilidad de lo que dice. El testimonio es el único medio de expresión de los contenidos últimos de la existencia humana. Es decir, hay valores como la esperanza, la fe y el amor, que no se demuestran teóricamente, sino que hunden sus raíces en lo más hondo de la persona, que empeñan toda la vida, transforman y se traslucen. Es claro que estos valores no se extienden con publicidad convencional, con campañas de propaganda, sino que se contagian, se transmiten, por contacto personal y porque allí se capta su valor humanizante, las posibilidades insospechadas que ofrecen.

Ante todo, Jesús da testimonio de Dios a través de su libertad insobornable, de su aguda percepción de la realidad, de su voluntad o de su valentía para denunciar la hipocresía y la injusticia; y sobre todo a través de su misericordia, da testimonio de una profunda experiencia del Dios cercano, del Dios Padre, del Dios Amor. Yo para esto he venido, para dar testimonio de la verdad, dice Jesús a Pilatos, quien a su vez le pregunta: ¿Y qué es la verdad? Jesús no está pensando con las categorías de la filosofía griega; la verdad para Jesús es Dios y su amor.

«Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin. Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para tener derecho al árbol de la vida y para entrar por las puertas a la ciudad. Afuera están los perros, los hechiceros, los inmorales, los asesinos, los idólatras y todo el que ama y practica la mentira. Yo, Jesús, he enviado a mi ángel a fin de daros testimonio de estas cosas para las iglesias. Yo soy la raíz y la descendencia de David, el lucero resplandeciente de la mañana». (Apocalipsis 22,13-16)

Dice San Juan: A Dios nadie le ha visto nunca. El hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es el único que da testimonio de lo que sabe, de lo que ha visto. El cristiano da testimonio de Jesucristo, y la forma máxima de ese testimonio, del amor a la persona, o de la adhesión a una causa, es dar la vida por ella. Por eso, el martirio es la forma máxima de testimonio; mártir es una palabra griega que quiere decir testigo.

El Apocalipsis de San Juan subraya mucho que ser discípulo de Jesús es ser testigo de Jesucristo; repite la expresión multitud de veces. En este libro se expresa una comunidad que se enfrenta al endiosamiento del Imperio romano y que no rinde culto al emperador. La comunidad del Apocalipsis no está dispuesta a confesar al César como Señor porque, para ella, Jesús es el único Señor.

El testimonio se expresa como resistencia contra el poder despótico de Roma, como esperanza en que Dios hace justicia, en que el futuro definitivo no pertenece a la bestia tan imponente, sino que, en la Jerusalén definitiva, se sentarán en los tronos los que dieron testimonio de Jesús y no adoraron a la bestia ni a su imagen, y no aceptaron su sello ni en la frente ni en los labios (Ap 20,4).

Las palabras solas no bastan; hay situaciones límite en las que sólo cabe el testimonio de que nuestra vida está anclada en una esperanza, que atraviesa la historia, de que al final prevalecerá la justicia y la no violencia, y que la palabra última será el amor. En la Escritura se llama a Jesús el testigo fiel y veraz, y la carta a los Hebreos nos invita a que tengamos puestos siempre los ojos fijos en él, en Jesús, el testigo fiel y veraz (Hb 12,2).

4. «ESTAR EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO» 
Jesús dice a los apóstoles Vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo. En el judaísmo había movimientos de renovación que rompían con su sociedad; por ejemplo, los esenios de Qumrán —que, por otra parte, no eran el único caso del judaísmo de su tiempo— pensaban que todo estaba corrompido y que ellos eran los únicos puros, por lo cual se separaban de todas las instituciones, se iban al desierto y allí esperaban la venida del Mesías.

Localización de Qumrán en la región occidental del mar Muerto


Sin embargo, los discípulos de Jesús no adoptan esa postura, sino que permanecen en medio del pueblo; más aún, se acercan de una forma especial a los considerados impuros, marginados, porque también a ellos, y quizás a ellos más que a nadie, hay que anunciarles el amor de Dios.

Lógicamente, los discípulos de Jesús están en el mundo pero no son de este mundo, porque quieren que este mundo cambie, sea distinto, quieren que incorpore los valores del Reino de Dios.

El cristianismo como «marginalidad»
Yo creo que esta categoría sociológica se puede aplicar a todas las comunidades del NT y puede resultar especialmente útil en nuestra reflexión. Los discípulos de Jesús forman comunidades «marginales», que no es lo mismo que «marginadas». «Marginales» quiere decir que están en el mundo pero que no aceptan los valores convencionalmente establecidos, los valores hegemónicos de la sociedad en la que se encuentran. Están en los márgenes, en la frontera; es una situación ambigua, difícil de sostener, que puede incluso tener derivas negativas pero que también puede tener aspectos muy positivos porque pueden dar mucha lucidez; pueden proporcionar la capacidad de descubrir aspectos de la realidad que normalmente pasan desapercibidos. 

Así entendida, la «marginalidad» puede ser también un lugar donde se incuban actitudes morales y culturales de superior calidad. Están en el Imperio, no huyen, pero no aceptan los valores dominantes. Aquí habría que entrar en una diferenciación: las diversas comunidades del NT «gestionan» la marginalidad de una forma diferente.

En nuestras sociedades, la Iglesia está dejando de tener la centralidad social que tenía en épocas aún bien recientes. Esto que está ocurriendo se puede vivir como un desgarro, como un despojo injusto —no entro en ello—, pero también como un signo del Espíritu; se podría ver incluso en el sentido de que la crisis puede abrir posibilidades positivas. A la Iglesia le cuesta aprender a vivir en la marginalidad; la tentación puede ser reaccionar a la defensiva, convertirse en un baluarte inexpugnable, «bunkerizarse» incomunicarse, frente a una sociedad a la que considera hostil y presidida por el mal. En mi opinión, el reto es recuperar la originalidad del valor evangélico y proponerlo de forma positiva, como instancia crítica y humanizadora al mismo tiempo.

Voy a decirlo con otras palabras, entrando en un debate muy actual en el que intervinieron Ratzinger, antes de ser Papa, y Habermas, probablemente el filósofo más importante en la Alemania de nuestros días.

Joseph Aloisius Ratzinger comenzó a ser conocido en su competencia intelectual al participar en el Concilio Vaticano II como asesor teológico del cardenal Josef Frings. Posteriormente fue nombrado arzobispo de Múnich y Frisinga y luego cardenal por el papa Pablo VI en 1977. En 1981 fue llamado a Roma para ser prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe por el papa Juan Pablo II, quien años más tarde lo nombró decano del Colegio cardenalicio y, como tal, cardenal-obispo de Ostia en 2002.

Entre «la reserva metafísica de la humanidad» y la propuesta de un horizonte inesperadamente humanizador
A veces, me parece que la Iglesia está demasiado preocupada por ser, lo que yo llamaría «la reserva metafísica de la humanidad»: Ante el pluralismo de las democracias se dice que sólo la aceptación de unos valores enraizados en la naturaleza humana, y previos a toda discusión, se puede evitar la caída en un relativismo de fatales consecuencias. En la Iglesia actual, este planteamiento dirige toda su presencia pública en los diversos campos.

Pero esta defensa de un derecho natural —que además se entiende de una forma muy comprensiva y que se impondría racionalmente— hace que la Iglesia vuelque en ello todas sus fuerzas. Además, puede oscurecer la propuesta de los valores más específicamente evangélicos —que no se imponen racionalmente, pero que sí son razonables— que abren un horizonte insospechado de plenitud al ser humano, que suscitan posibilidades inéditas.

Naturalmente, doy por supuesto que hablo de sociedades en que se da un consenso moral básico —lo que se llama una moral cívica, identificada con los DDHH— y que, sobre esta base compartida por todos, existe un pluralismo de éticas y cosmovisiones. La laicidad consiste en respetar estas cosmovisiones, estas religiones, sin favorecer a ninguna, pero reconociendo su dimensión pública. Actualmente, en la laica Francia, se habla de laicidad positiva, entendiendo por tal una laicidad que, no sólo no aspira a extirpar ninguna fe religiosa, sino que debe crear un ambiente favorable para el desarrollo de los movimientos espirituales y religiosos, porque enriquecen, cultural y moralmente a la sociedad.

Para los discípulos de Jesús la laicidad es una situación muy positiva, porque permite la convivencia respetuosa de la pluralidad. El discípulo de Jesús se encuentra cómodo en una sociedad laica, en la que hace la oferta del evangelio de una forma libre, responsable, positiva, humanizadora y crítica, como ya veremos. El discípulo de Jesús debe distinguirse por su libertad y por su espíritu crítico.

Vivimos en una sociedad en la que Dios es cada vez más irrelevante, en la que la dimensión espiritual profunda está muy sofocada, en la que no se lleva comprometer la vida en serio para nada, y en la que la máxima aspiración es el bienestar material. En esta situación, el evangelio es, ante todo, una invitación al ser humano para que se abra a la trascendencia, que reconozca que su captación de la realidad es muy limitada, que no se cierra, por tanto, a dimensiones que superan su experiencia, que no ahogue las preguntas que surgen por el sentido de la vida y de la historia, que no deje de preguntar por el hecho de que no encuentre respuestas claras y rápidas. Hay dimensiones espirituales del ser humano que están maltratadas en nuestra civilización técnica y economicista. Y estas dimensiones maltratadas se toman la revancha y, a veces, brotan de forma irracional, como fundamentalismos.

En la sociedad actual, el discípulo de Jesús es un testigo de la trascendencia y de la dimensión espiritual del hombre y de la vida, y considera que así reivindica la raíz última de la dignidad humana.

5. LA LÓGICA DEL DON Y DE LA GRATUIDAD
El discípulo de Jesús se esfuerza por introducir en las relaciones personales, y también en las sociales, la lógica del don y de la gratuidad. Esto nace de la misma entraña de su experiencia de Dios, en la que se descubre amado y perdonado por Dios, llamado a recibir gratuitamente un don que supera todas sus posibilidades.

La lógica del don, del amor gratuito y desinteresado, es una auténtica novedad en una sociedad como la nuestra, tan marcada por las relaciones mercantiles e interesadas, algunas de las cuales han colonizado absolutamente toda la vida social.

Cuando nos encontramos con un destello, un amor desinteresado, ahí podemos descubrir un signo del Reino de Dios, ver que es posible vivir de otra manera, un signo radicalmente novedoso y, a la vez, de lo más altamente humanizador. Es, por otra parte, la máxima expresión de la libertad humana, que puede ir más allá de las respuestas determinadas por estímulos proporcionados.

En medio de nuestra sociedad, el discípulo de Jesús es testigo de que es posible el amor gratuito y desinteresado. De esto habla la última encíclica de Benedicto XVI, Caritas in Veritate en la cual, lo más valioso en mi opinión, es la antropología, la visión que propone del ser humano y que hace especial hincapié en la lógica del don. Pensemos que las cosas más valiosas no se compran con dinero, no son respuestas a nuestros méritos, sino que son dones, regalos tales como la vida y el amor verdadero, que nos superan. Dios nos sale al paso con un amor gratuito, un amor que no busca nada para sí, un amor desbordante; Dios, simplemente, nos invita a participar en su Vida. El ser humano está hecho para el don, para dar, en función de la necesidad del otro y no en función del beneficio propio; debe introducirse incluso en la vida económica y en las relaciones internacionales.

«La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas» (Benedicto XVI).

En esta encíclica hay muchos textos que, en mi opinión, son bellísimos. Por ejemplo estos dos:
La lógica del don no excluye la justicia, ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento; y el desarrollo económico social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad
En las relaciones mercantiles, el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden, y deben, tener espacio en la actividad económica ordinaria.
Como ven, el Papa deja bien claro que la lógica del don y del amor gratuito supone, obviamente, la justicia, pero implica ir más allá de lo que se entiende como tal.

6. LA ÉTICA SAMARITANA
A Jesús le pregunta un día un escriba: «¿Quién es mi prójimo?»
Todos conocemos la parábola del buen samaritano, con la cual Jesús responde a esta pregunta. Después de que el sacerdote y el levita dieran un rodeo y pasaran de largo… dice el texto que el samaritano tuvo misericordia. Esta misericordia desencadena una serie de acciones que se describen minuciosamente: El samaritano ve, se detiene, se baja de su cabalgadura, se la juega… porque en aquel terreno pendiente y abrupto los bandidos pueden estar escondidos y asaltarle también a él; venda las heridas de aquella persona echando en ellas aceite y vino; le monta en su propia cabalgadura, le lleva a una posada y cuida de él… Y no termina ahí todo, sino que, cuando se tiene que ir, le da unos dineros al posadero diciéndole que si los gastos superan aquella cantidad, a su vuelta le pagará todo. Es decir, se responsabiliza hasta el final con aquel herido al que había recogido. Jesús finaliza diciendo al escriba: Vete y haz tú lo mismo.

La ética samaritana implica, ante todo, ver la realidad de los pobres, de las víctimas, de los necesitados; implica solidarizarnos con ellos, buscando los medios más eficaces para cambiar su situación.

Kant, el filósofo, habló del despertar del sueño dogmático, para indicar que había llegado el momento en que la humanidad usase la razón de forma autónoma y fuese libre. Y Jon Sobrino, parafraseando a Kant, suele hablar del despertar del sueño de inhumanidad en que vivimos los países desarrollados. Despertar para ver las víctimas, consecuencia del tipo de progreso del que nosotros somos beneficiarios; para ver los millones de personas que pasan hambre, tantos y tantos que, como decía Bartolomé de las Casas, mueren antes de tiempo. La verdadera universalidad, la que no se deja a nadie por el camino, tiene como punto de partida la parcialidad de poder valorar y transformar la realidad de los serviciales, de los últimos y de los que menos cuentan.

Jon Sobrino en 2013 en el Centro Monseñor Romero de la UCA, El Salvador

No me corresponde a mí sacar las consecuencias pero creo que, la ética samaritana de Jesús es operativa socio políticamente y, desde luego, muy interpelante desde el punto de vista personal. Es una idea que me ronda muchas veces por la cabeza; los cristianos tenemos que entender que los valores evangélicos, ciertamente van más allá de lo racionalmente compartido, pero que se presentan como algo positivo, razonable, hondamente transformadores de las personas y de las estructuras, como los valores más humanizadores y positivos.

Tenemos que mostrar lo humano de lo cristiano para que Dios pueda divinizarlo. Creo que los seres humanos debemos humanizar y, en un momento de secularización galopante, nuestro gran reto es elevar sustancialmente la calidad de nuestro cristianismo.

7. LA CRÍTICA ANTI-IDOLÁTRICA Y LA LAICIDAD
El discípulo de Jesús resucitado proclama que Él es el único Señor, y así se inserta en la crítica anti-idolátrica que recorre toda la Biblia, en la cual también se encuentra Jesús. En nuestra sociedad actual, normalmente no somos tentados de adorar a un fetiche de madera, como en las religiones antiguas pero, como alguien ha dicho, los ídolos hoy van vestidos de paisano; por eso son especialmente peligrosos.

Los ídolos pueden ser cosas o ideologías que se absolutizan y pretenden ocupar en el corazón humano un lugar que sólo a Dios le corresponde. El dinero se absolutiza con especial facilidad, y se convierte en ídolo que denigra al ser humano. No podéis servir a Dios y al dinero, dice Jesús, advirtiendo así contra el poner toda la confianza en el dinero. La carta a los Colosenses y la Carta a los Efesios tienen una frase genial: La avaricia es una idolatría. En nuestra sociedad, probablemente más que en ninguna otra, el dinero es el dios principal de su panteón.

Si paseamos por el casco antiguo de una de nuestras ciudades, encontraremos siempre la catedral en un lugar preeminente, cerca de la plaza mayor, de las calles más visitadas de ese casco antiguo… Sin embargo, en el centro de las ciudades modernas, encontraremos siempre los grandes edificios financieros, los grandes Bancos… Esto es muy significativo; demuestra cómo han cambiado los valores y los dioses en nuestras ciudades.

Además, no sólo aceptamos la esclavitud del dinero con gusto, sino que la buscamos porque creemos que da seguridad y prestigio. Liberarse de esta opresión es tan difícil como urgente para cualquier cristiano que quiera adquirir el carácter del Maestro.

El discípulo tiene que estar vigilante para que ninguna ideología se convierta en un ídolo. En nuestra sociedad hay ideologías políticas que se absolutizan, que obnubilan la mente y endurecen el corazón de tal manera que en su nombre se atropella e incluso se mata al prójimo, se realizan los peores crímenes y los mayores desmanes… Son casos extremos pero, como bien sabemos, desgraciadamente existen. 

Sin llegar a tanto, es bien frecuente que la ideología se convierta en prejuicio; se estereotipa al prójimo por sus supuestas formas de pensar, y no somos capaces de escucharle, de descubrir su verdadera personalidad. El discípulo de Jesús es libre y con capacidad de discernimiento ante toda ideología, con lo cual, por supuesto, no quiero decir que el discípulo de Jesús no tenga convicciones; debe tenerlas, incluso bien fecundas.

Evangelio es una palabra técnica que tenía un sentido religioso relacionado con el culto al emperador. Para las gentes del imperio, «evangelio» era buena noticia, porque expresaba una nueva era de paz y bienestar a causa de la nueva política que iba a llevar a cabo el emperador aunque, como bien sabemos, en aquella política prosperaban las clases dirigentes mientras que los pobres y marginados tenían que contentarse con su miseria.

Por tanto, entendida en su contexto, la proclamación cristiana del «evangelio de Jesucristo» tenía, necesariamente, unas resonancias de crítica al culto imperial, de deslegitimación del emperador, de decir que por encima del emperador y su poder está Dios y su ley del amor. En la cultura actual, hay una corriente que cuestiona el monoteísmo como fuente de intransigencia y fanatismo; algo de esto se refleja en la famosa película Ágora que muchos de vosotros habréis visto.

Como todo lo humano, el monoteísmo tiene una función social antigua.

El monoteísmo de Jesús relativiza todos los poderes y todas las ideologías; Dios es el único Señor de los seres humanos, Dios es trascendente, y no se le identifica con nuestras causas históricas. No tenemos siquiera imágenes suyas; Dios es amor, que jamás se impone por la fuerza. La fe, en la soberanía, en el reinado de este Dios, es una fuente de libertad.

En nuestra sociedad, el evangelio tiene que ser anunciado como un mensaje de libertad y el discípulo de Jesús debe vivirlo como una fuente de libertad. En la Iglesia católica es necesario recuperar, con más fuerza, lo que podríamos llamar «el componente paulino del cristianismo». Sabéis que el apóstol proclama que donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad, y en la Carta a los Gálatas dice que Cristo ha venido para que seamos libres.

8. EL DISCIPULADO COMO TRANSFORMACIÓN PERSONAL
Es sabido que, en los Hechos de los Apóstoles, se dice que el cristianismo es el camino; los discípulos siguen el camino… evidentemente, se trata del camino de Jesús, y me parece muy pertinente presentar, en la sociedad actual, el cristianismo como un camino, como un proceso de transformación personal.

En mi opinión, hay entre nosotros un discurso de reivindicación de derechos que no va acompañado en paralelo con otro sobre la asunción de deberes. Es el mito de la permanente inocencia personal; nos sacudimos las responsabilidades, siempre están en «otra parte», en las estructuras, en el carácter, en los genes, en la tradición, en otras personas… siempre encontramos un chivo expiatorio que nos libra de nuestras propias responsabilidades.

Dejamos bien clara la dimensión estructural de los valores evangélicos, pero hoy se hace urgente decir que el cambio de las estructuras y de las personas deben ir al unísono; ser discípulo de Jesús es embarcarse en un proceso de profunda transformación personal que dura toda la vida. Ser cristiano implica un esfuerzo constante por llegar a serlo. La identificación con la imagen del Hijo, el hacer nuestras las actitudes de Cristo, que diría San Pablo, debe aumentar cada día.

He hablado antes de una moral cívica entendida como una moral de mínimos, consensuada por todos, que hace posible la convivencia de una sociedad democrática y plural; pero nadie vive sólo esto. El discípulo de Jesús sabe que hay que ir más al fondo, a la limpieza de corazón, porque no hay nada fuera del hombre que al entrar en él pueda contaminarlo; sino que lo que sale de adentro del hombre es lo que contamina al hombre (Marcos 7,15).

En el Sermón del monte, Jesús eleva el horizonte de la moral y, a la vez, lo interioriza; el respeto a la persona del otro nace ya en la consideración interna que tenemos ante él. Ante el prójimo, o ante Dios, se pone en juego, no sólo la acción, sino también el corazón, el alma y la mente. Esto es tomarse en serio la subjetividad del ser humano y todas las dimensiones de su libertad. Las actitudes que Jesús inculca tienen un carácter dialéctico que hay que saber articular. Ante todo, el prójimo; la misericordia, como la primera y radical toma de contacto con la realidad; ver el sufrimiento del prójimo, no pasar de largo, cargar con él… Un amor solidario y eficaz; la ética samaritana de la que he hablado.

El Reino de Dios implica la transformación de la realidad, pero también la admiración ante el milagro de la vida y de la creación, ante los lirios del campo y las aves del cielo; la capacidad de contemplar con sosiego, de vivir comprometidos pero no crispados, responsabilizados pero tomando distancias.

Hay sabidurías orientales que enseñan a fundir el yo con el todo. Jesús nos enseña a no buscarnos a nosotros mismos porque, paradójicamente, el yo se realiza en la medida en que se olvida de sí mismo y se entrega en el servicio de los demás. En una sociedad exacerbadamente competitiva, en que se aspira a ganar más, a prevalecer sobre los demás, el discípulo de Jesús aprende de su Maestro que su aspiración no es ser servido, sino servir, y que el más pequeño, el servidor de todos, resulta que es el más grande de todos. En una sociedad como la nuestra, tan obsesionada por ganar más dinero, cosas, seguridades… el discípulo de Jesús considera que es más sabio compartir, el que tenga dos túnicas que dé una… La más segura inversión se hace dando el dinero a los pobres porque entonces tendréis un tesoro en el cielo…

Las mismas palabras de Jesús, hay más felicidad en dar que en recibir, expresan la dinámica del don y de la gratuidad; son una vieja sabiduría, muy ajena a la sociedad actual, muy contractual pero, precisamente por eso, muy necesaria. Es una dimensión esencial del evangelio, incluso diría que es una dimensión sapiencial del evangelio demasiado desconocida, hasta el punto de que algunos hacen largos viajes a Oriente buscando lo que podrían encontrar mucho más cerca.

Cuando pasan los años y se han sufrido desengaños, se tienen muchas cicatrices en el alma y queda lejos la ingenuidad primera, mantener o reconquistar la limpieza de corazón es un componente esencial de la sabiduría evangélica del discípulo de Jesús. Esencial, sobre todo, para constituirse en testigo de Jesús en la sociedad actual, tan competitiva, interesada y compleja.

9. UNA CIVILIZACIÓN DE LA AUSTERIDAD
A la luz de estos principios podemos preguntarnos si el verdadero progreso consiste en poseer cada vez más cosas materiales, porque hay toda una dinámica que va en esa dirección. Ayer escuché en una conferencia a quien ha sido durante 15 años gerente del FMI, una personalidad de gran proyección pública, reconocida internacionalmente; decía que, para que todos los habitantes del planeta pudieran tener el tipo de desarrollo de que gozamos en Occidente, harían falta dos planetas y medio más. Pero, naturalmente, sólo contamos con uno, lo cual quiere decir que tenemos que repartir muchísimo más, porque este tipo de desarrollo que nosotros tenemos no es universalizable.

Por tanto, es un tipo de progreso injusto que, con frecuencia arrastra culturas ancestrales, embota las relaciones humanas y, sobre todo, sofoca la dimensión espiritual. Además de superficial, este concepto de progreso es elitista, va en función de una minoría privilegiada de la humanidad, como acabo de señalar.

El Papa, en su encíclica, se lamenta de que los países superdesarrollados han exportado a los países pobres su subdesarrollo moral. Yo creo que es una afirmación verdaderamente muy dura y audaz.

En su libro sobre Jesús tiene palabras durísimas sobre el tipo de ayudas técnico-materiales que los países occidentales han dado al Tercer mundo, y afirma: Creían poder transformar las piedras en panes y han dado piedras en vez de panes. 

Permítanme que cite a Ignacio Ellacuría, de cuyo asesinato, junto con sus compañeros en el Salvador, se han cumplido 20 años en noviembre pasado. Él centra su teología en el Reino de Dios, lo cual le hace muy crítico con el tipo de progreso del Primer mundo y dice lo siguiente: El estilo de vida propuesto, en y por la mecánica de su desarrollo, no humaniza, no plenifica, ni hace feliz, como demuestra, entre otros índices, el creciente consumo de drogas, constituido en uno de los principales problemas del mundo desarrollado. Este estilo de vida está movido por el miedo y la inseguridad, por la vaciedad interior, por la necesidad de dominar para no ser dominado, por la urgencia de exhibir lo que se tiene ya que no se puede comunicar lo que se es. 

Ignacio Ellacuría Beascoechea S.J. (Portugalete, 9 de noviembre de 1930-San Salvador, 16 de noviembre de 1989) fue un filósofo, escritor y teólogo español, naturalizado salvadoreño, asesinado por militares salvadoreños durante la guerra civil de aquel país.

Ellacuría propugna un tipo de vida más austero, que no deprede la naturaleza, capaz de contemplarla y reconocer a su creador, un estilo de vida en que la colaboración y la solidaridad prevalezcan sobre la competitividad descarnada, en la que nos conformemos con menos, para que las cosas lleguen a todos. Ellacuría veía este estilo de vida, más entre los pobres del tercer mundo que en las sociedades desarrolladas.

10. EL DISCIPULADO Y LOS RECURSOS MORALES PARA LA SOLIDARIDAD EN UN MUNDO GLOBALIZADO
En la sociedad actual hay dos fenómenos relacionados entre sí: la globalización y la limitación de la política.

Benedicto XVI afirma que, desde la publicación de la Populorum Progressio, de Pablo VI, en 1967, la novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia planetaria, comúnmente llamado globalización. No hace falta explicar el fenómeno; si queremos, estamos informados al minuto de lo que sucede en cualquier rincón del planeta; los inversores en la Bolsa de Fráncfort  están con un ojo en la Bolsa de Nueva York y, al mismo tiempo, con otro en la Bolsa de Tokio. La economía, las inmigraciones, la multiculturalidad, la pluralidad de identidades están interrelacionadas… Tenemos conciencia de que formamos parte de una única humanidad, y esto tiene unas consecuencias morales que aún estamos muy lejos de sacar. Las mentalidades suelen ir por detrás de las exigencias de los hechos. La conciencia moral suele ir por detrás de los requisitos que va planteando la realidad.

Pensemos en el fracaso de la reciente Cumbre para combatir el hambre en el mundo o, todavía más reciente, el fracaso de Copenhague sobre el cambio climático. Aquí interviene el segundo fenómeno antes enunciado: la política choca con un muro, se hacen reuniones internacionales que se cargan de retórica, porque hay una serie de intereses económicos, nacionalistas, lobbies poderosos… que se acaban imponiendo. Además de otras, creo que la razón principal, probablemente la más importante, del indudable desprestigio de la política, es que no puede dar lo que se le pide; es una palanca muy débil para la solidaridad que se requiere en un mundo globalizado.

En efecto, hoy es necesaria una solidaridad que afecte negativamente los intereses materiales inmediatos de los países y de los sectores más ricos. Y para esto hacen falta muchas energías morales y culturales en el cuerpo social. Hoy por hoy, esto parece imposible de conseguir por la vía del conocimiento o por la vía de la ingeniería política.

Es posible que los grandes cambios se incuben en lo pre-político, en el tejido cultural. Es más lento, pero es lo que va más al fondo, a la raíz. Y para eso es necesaria la contribución de fuerzas morales y espirituales que cambien y enriquezcan los hábitos, las mentalidades, las culturas de la gente y de los grupos sociales. Este espacio de lo pre-político es el más propio de la actuación de los valores específicamente evangélicos, y aquí es donde debería volcarse el trabajo de los discípulos de Jesús en la Iglesia, lo cual no quiere decir, en absoluto, que haya que desaparecer del escenario propiamente político.

11. DISCÍPULOS Y TESTIGOS EN Y CON LA IGLESIA
Hago una mera declaración programática, porque esto daría para otra conferencia y para muchas reflexiones, pero tengo que terminar.

La referencia a la Iglesia ha acompañado toda mi exposición. En la sociedad actual, la Iglesia plantea problemas muy serios, acuciantes y en los que tampoco es posible entrar ahora. En general, la persona de Jesús es tenida en alta estima en nuestra sociedad; sin embargo, todas las encuestas sociológicas dicen que la Iglesia es una de las Instituciones más desprestigiadas; no podemos ponernos una venda ante los ojos. Al menos, así sucede en España, al contrario de lo que pasa en otros países, por ejemplo en América Latina, donde las encuestas dejan claro que la Iglesia goza de mucho prestigio.

La Iglesia tiene un lugar especial en el proyecto de Jesús. Ser sus discípulos requiere la adhesión fiel y madura a la Iglesia; saber diferenciar lo que es la verdadera tradición de las tradiciones humanas que se han acumulado a lo largo de la historia. El discípulo necesita una fe bien formada, que esté culturalmente a la altura de los tiempos. La adhesión a la Iglesia no se contrapone, más bien al contrario, con una actitud crítica, pero sí implica una preocupación y un compromiso por lo que el NT llamaba la edificación de la Iglesia, a la que me refería al inicio.

El discípulo de Jesús no se refugia en las sacristías, sino que vive en el mundo, que es donde tiene que testimoniar los valores evangélicos, pero participa activamente en la vida de la Iglesia. Su eventual incomodidad y discrepancia con algunas estructuras eclesiales, y quizás también con algunas orientaciones pastorales no le llevan ni a la inhibición ni al despecho; debe buscar el modo de manifestar su opinión de forma constructiva. Tiene que descubrir siempre todo lo que ha recibido de la Iglesia y agradecerlo; y también lo mucho de bueno, normalmente oculto, abnegado, que hay en ella. Las eventuales discrepancias del discípulo con las estructuras eclesiásticas no se pueden limitar a una crítica ideológica.

La renovación de la Iglesia depende, fundamentalmente, de la autenticidad y profundidad de la experiencia cristiana, y la edificación de la Iglesia se produce en la construcción de comunidades concretas y fraternas en las que cada uno tiene un rostro y un nombre para los demás, que alimenten el discipulado y el testimonio de Jesús de cada uno de sus miembros.

La Iglesia católica tiene el peligro de que su enorme carcasa institucional no esté sostenida por una suficiente vitalidad comunitaria en su interior. Pero, lo que Jesús quiso de sus discípulos no fue una Institución poderosa, preocupada, como le pasa a todas las Instituciones, por su reproducción social. Jesús quiso, más bien, unidades vivas que estuviesen al servicio del Reino de Dios, en las que se viviesen los valores alternativos del evangelio y fuesen levadura, sal y luz del mundo.

Nada más, muchas gracias.