CESARISMO O JURISTOCRACIA: LA INESPERADA BIFURCACIÓN DE LAS DEMOCRACIAS CONTEMPORÁNEAS

 

Nos han educado para pensar en el término «democracia liberal» prácticamente como un sustantivo compuesto, acostumbrándonos políticamente a considerar que toda democracia es liberal y todo liberalismo es democrático. Las excepciones eran accidentes y distorsiones históricas, fácilmente descartables.

Esta perspectiva también se asoció a un cierto optimismo pseudo-mesiánico, como en Francis Fukuyama, que predecía que esta fórmula de «democracia liberal», cuya verdad y superioridad habían sido demostradas por el triunfo occidental en la Guerra Fría, se convertiría efectivamente en universal.

Todos los países del mundo, de Islandia a Eritrea, de Bolivia a Camboya, se convertirían en una pequeña copia de Estados Unidos (o de Francia), con un «Estado de derecho», la primacía de los derechos humanos, una economía de mercado, un igualitarismo abstracto (el «velo de ignorancia» de Rawls), centros comerciales y revistas Playboy y todo lo demás que aprendimos a identificar con el «modelo occidental» a principios de los años 90.

En efecto, el proceso de ingeniería social planetaria llamado «globalización» ha avanzado incluso en los rincones más inhóspitos del planeta, pero la «mcdonaldización» del mundo no ha ido acompañada de una mejora objetiva de las condiciones materiales de los sectores productivos (proletariado, campesinado y clase media) del Primer o del Tercer Mundo.

Al contrario, tras la «Reaganomics», en la mayoría de los países los salarios ya no siguieron el ritmo del aumento de la productividad. Se produjo un impulso hacia la desregulación laboral y la desestatización económica, acompañado de la desterritorialización de las empresas. Mientras que en un extremo esto aceleró la acumulación de capital, en el otro empezó a empujar a la clase media hacia abajo y al proletariado hacia el precariado.

Otros procesos acompañaron al fenómeno, dependiendo del país o del continente. Por ejemplo, en Europa se produjo la anulación directa de la voluntad popular ante cualquier resultado negativo en los referendos de adhesión a la Unión Europea; la solución que encontraron las élites fue repetir los referendos tantas veces como fuera necesario para conseguir la aprobación. A ello se sumó el vertiginoso aumento de la delincuencia en los últimos 30 años, asociado al debilitamiento de los controles fronterizos y a la inmigración masiva.

En este sentido, hay «ganadores y perdedores» en lo que respecta a la globalización. En la utopía del «Fin de la Historia», algunos tienen claramente existencias más utópicas que sus conciudadanos.

Es la percepción de esta profundización de las contradicciones y del creciente grado de alienación de las élites respecto al pueblo lo que ha dado lugar al fenómeno (complejo y habitualmente mal entendido) del populismo. En teoría, el proceso continuo de acumulación de capital y alienación ha transformado las capas «triunfantes» de las élites nacionales en élites transnacionales imbuidas de un carácter desarraigado y nómada. Esta élite ya no está formada por trabajadores-empresarios, que dirigen su «mano de obra» desde la fábrica o la empresa, como capitanes de industria (y que, por tanto, siguen manteniendo una relación directa con su propia comunidad, a pesar de las contradicciones de clase); sino por una especie de casta puramente financiarizada, anónima y sin rostro, desconectada del proceso de producción y del propio espacio físico y social en el que se desarrollan estas relaciones socioeconómicas.

Con este desapego, se pierde una cierta sensibilidad realista, que es lo que da a las élites dirigentes su longevidad. El resultado es que los programas egocéntricos de las élites ya no son reconocidos por las masas; este rechazo se expresa a través de la democracia «sagrada», en derrotas electorales para los partidos identificados con estos intereses elitistas. ¿Hasta qué punto se sorprende el pueblo cuando, ante resultados «desagradables» en referendos o elecciones, las élites recurren a diversos mecanismos (lagunas jurídicas, precedentes oscuros, analogías estúpidas, alegaciones de excepción o «fuerza mayor», etc.) para aprobar lo que ha sido rechazado por la voluntad popular?

El sentido clásico de la democracia como gobierno de los ciudadanos por el método mayoritario, o incluso como expresión jurídico-institucional de la voluntad general rousseauniana, se confunde con sus «apéndices» liberales hasta el paroxismo, culminando en la autoinversión. Las élites llegan a la conclusión de que para salvar la «democracia» deben suspender la democracia.

En otras palabras, ya no se puede «confiar» en el pueblo. Son demasiado «estúpidos», demasiado «conservadores», siguen «apegados a supersticiones religiosas», etc. Por lo tanto, no están «preparados para la democracia». No se puede confiar en él para que tome las «decisiones correctas», así que hay que crear mecanismos para «gestionar" la democracia, orientándola en la «dirección correcta», aunque esto signifique ir en contra de lo que es claramente la opinión mayoritaria, o incluso impedir que el pueblo exprese sus opiniones.

Esta gestión de la democracia por parte de las élites «ilustradas» puede llevarse a cabo a través de una miríada de métodos, pero el medio que ha demostrado ser más eficaz en los últimos 30 años parece haber sido la judicialización de todas las cuestiones sociales, es decir, la transferencia de la «última palabra» sobre cada conflicto o controversia a manos del poder judicial de cada país.

A este respecto, es fácil ver por qué el poder judicial es una herramienta interesante: en la mayoría de los países no es elegido, por lo que los puestos de poder no están sujetos al principio democrático, la raíz del «problema»; por la misma razón, al no haber mandatos, los jueces con cargos permanentes están mejor situados en sus puestos, convirtiéndose el poder judicial en una especie de «Estado profundo», un cuerpo permanente de funcionarios mejor situados para influir en la dirección del Estado que los políticos en rotación permanente. Ni que decir tiene el carácter «meritocrático» del poder judicial, dada la virtual indigencia intelectual que ha caracterizado a los poderes legislativo y ejecutivo en muchos países del mundo.

Pero este papel hipertrofiado asumido por el poder judicial no apareció de repente como una solución de emergencia a un problema cíclico.

Aquí es necesario señalar el papel de la consolidación del neoconstitucionalismo como el fundamento teórico e institucional que hizo posible la transformación de la democracia en juristocracia. Por neoconstitucionalismo nos referimos aquí a la ideología que: a) afirma la supremacía de la Constitución, y de los principios y normas que contiene, en el ordenamiento jurídico; b) somete todos los actos ejecutivos, legislativos y judiciales al control concentrado de un único órgano (el Tribunal Supremo); c) vincula el derecho a la moral; d) sitúa la defensa y promoción de los llamados «derechos humanos» como una función del Estado y del derecho.

El mero hecho de que muchas personas consideren sin duda que todas estas características son «naturales», «obvias», «consensuadas», etc., y no fruto de una elección ideológica concreta, una opción entre otras demuestra que el trabajo de los defensores de la juristocracia está bien hecho y que sus raíces son profundas; que el problema no es ningún magistrado del Tribunal Supremo que ocupe actualmente uno de sus escaños, sino un sistema que se ha cultivado durante décadas.

Como antídoto contra la normalización, basta recordar que este activismo judicial propio de la juristocracia es una importación anglosajona contraria a la tradición romano-germánica, en la que el juez es un burócrata apolítico alejado de la decisión sobre cuestiones fundamentales. De hecho, el neoconstitucionalismo fue concebido en el contexto de la supuesta superación de una tradición «positivista» responsable del Holocausto.

La Constitución, entonces, deja de ser un documento político fundacional, cuyo principal propósito sería organizar el Estado y servir de pauta y parámetro para administradores y legisladores, y se convierte en un documento normativo, cuyos principios son inmediatamente aplicables en cualquier caso que se presente ante un juez, según la interpretación que éste haga de las normas constitucionales.

A partir de entonces, el derecho ya no podría separarse de la moral, cuyo contenido vendría dado por la ideología de los derechos humanos, que fue ganando popularidad y consenso como terreno común sobre el que establecer las relaciones entre pueblos y culturas tan diferentes.

Idealmente, esta moral de los derechos humanos debería plasmarse en la Constitución, como su núcleo y como eje hermenéutico no sólo del propio texto constitucional sino de todo el ordenamiento jurídico siendo el Tribunal Supremo el que decidiera sobre las posibles contradicciones, así como sobre la correcta interpretación que debía darse a las normas, a la luz de estos principios.

Huelga decir, puesto que la ideología de los derechos humanos no es una construcción nacional (es fruto del trabajo intelectual y militante que tiene lugar en organizaciones transnacionales y congresos académicos internacionales, y está en perpetua expansión) que el resultado es que las reglas cambian siempre sin que el pueblo o sus representantes electos hayan hecho ningún cambio: de año en año, el Tribunal Supremo de un país, interpretando las mismas reglas, pero ya a la luz de los nuevos «derechos humanos» inventados en Nueva York, Bruselas y Ginebra, convierte en delito lo que antes estaba permitido, o permite lo que antes estaba prohibido.

Recientemente, por ejemplo, el Tribunal Supremo mexicano despenalizó el aborto, a pesar de que algunas encuestas de opinión indican que la mayoría de los mexicanos están en contra del aborto. ¿Cómo deja esto al principio democrático? La juristocracia ilustrada, en su hermenéutica de los derechos humanos, «entiende» que el «derecho humano» al aborto anula la democracia como valor universal.

El razonamiento que hay detrás de esto es tan inescrutable como los dichos de las sibilas de Delfos. No se explica, por ejemplo, por qué los jueces y juristas deben ser considerados mejores «portavoces» de los derechos humanos que el propio pueblo, a través del voto. O por qué, cuando en una nación se produce un enfrentamiento entre diferentes derechos humanos o entre algún derecho humano y algún otro principio supuestamente universal, deben ser los jueces y juristas los que decidan cuál es más importante, y no el pueblo, ya sea por votación o por democracia directa.

Sin embargo, esta lógica de debilitamiento y descrédito de la democracia sustantiva no se autolegitima con ataques verbales a la democracia. Al contrario, la aceleración de la dilución de la democracia se produce en proporción directa a la defensa verbal y ritualista de la democracia y a la exigencia de castigos draconianos para los culpables (o sospechosos) de atacarla. El hecho es que la consagración del concepto de democracia, completada tras el hundimiento del totalitarismo, no permite abandonarlo. Por lo tanto, es necesario imponer un régimen de revisión permanente del contenido del concepto, mientras que su nombre se grita cada vez más alto, como un eslogan vacío, para distraernos de la operación.

Este tipo de operación sólo puede conducir a un descrédito de la propia democracia. Hace unas semanas, la Open Society publicó una encuesta que indicaba que casi el 40% de las personas de entre 18 y 35 años apoyaría a un líder fuerte que se deshiciera de las elecciones y las legislaturas, siempre que pudiera garantizar una serie de necesidades y demandas populares.

Cabe señalar que muchos países ya habían empezado a adoptar el llamado «control concentrado de constitucionalidad» (en el que la supremacía de la Constitución sobre el resto del ordenamiento jurídico está garantizada por un órgano judicial específico que juzga la constitucionalidad de las normas). Esto significa que, a medida que se desarrollaba el neoconstitucionalismo y las constituciones se vulgarizaban en los manifiestos neoilustrados, las condiciones institucionales ya eran perfectas para que los jueces del Tribunal Supremo tuvieran un poder mucho mayor que los poderes legislativo y ejecutivo, que sólo se ha materializado plenamente en los últimos años.

Y este diferencial de poder no sólo es sustancial por razones institucionales, sino también de legitimidad. El poder judicial se ha dado a sí mismo un cierto carácter de «santidad», viendo a los jueces como paladines de la nueva moral cosmopolita, imbuidos de la sagrada misión de civilizar a los países del mundo, y su autoatribución ha sido reconocida por la clase periodística, gran parte del mundo académico, las organizaciones internacionales, las ONG, etc.

En este sentido, si las incursiones entre los poderes ejecutivo y legislativo se consideran una mera lucha de poder o un intento de equilibrar las relaciones entre los poderes, cualquier ataque similar del poder ejecutivo o legislativo al poder judicial se considera un «ataque a la democracia», una «amenaza a las instituciones», un «riesgo de dictadura», etc.

Si en una democracia propiamente dicha, la legitimidad suprema la encarna el cargo elegido por mayoría de votos (normalmente el Ejecutivo), en el sistema actual de Brasil y de varios países del mundo, la legitimidad suprema (al menos según todos aquellos cuya voz tiene alcance) la encarna una casta oligárquica y vitalicia de especialistas cuyos valores son manifiestamente incompatibles con los valores del pueblo.

Esta «legitimidad» autoatribuida y reconocida por las élites formadoras de opinión garantiza al poder judicial «carta blanca» para el activismo judicial que va de la mano del neoconstitucionalismo y le da dirección. Si el neoconstitucionalismo es un fenómeno de raíces europeas, aunque construido en diálogo con el mundo jurídico estadounidense, el activismo judicial es una importación fundamentalmente yanqui, cuyas raíces pueden verse en el papel destacado de la figura del «juez» en la estructura sociopolítica estadounidense.

Una genealogía metapolítica del fenómeno nos conduciría necesariamente al «legalismo» anglosajón de raíces puritanas (que, a su vez, hunde sus raíces en el legalismo judío), como fuente tanto de la idea del «imperio de la ley» como del papel más activo de la figura del «juez» y, más tarde, del juez como promotor de la moralidad pública (ya sea puritana o, en la actualidad, liberal-progresista).

Con la «constitucionalización» del derecho, el Tribunal Supremo estadounidense protagonizó la imposición de cambios legislativos a gran escala por iniciativa propia, sobre todo a partir de finales de los años cuarenta, exorbitando las leyes bajo la justificación de que estaba «colmando lagunas» o «garantizando derechos fundamentales».

En el caso de Brasil, el fenómeno del activismo judicial ha aparecido con fuerza sobre todo a partir de la Sexta República, cuya Constitución, una colcha de retales llena de contradicciones y medias tintas e intentos de conciliar lo irreconciliable, se construyó precisamente en el espíritu del neoconstitucionalismo de inspiración estadounidense.

El discurso utilizado en las facultades de Derecho para legitimar el activismo judicial y la judicialización de todas las relaciones sociales es descaradamente antidemocrático por naturaleza, lo que obviamente pasa desapercibido para la mayoría de los estudiantes. La explicación que se ofrece, especialmente desde el caso Mensalão, es que los poderes Ejecutivo y Legislativo se han desacreditado y hoy tienen cada vez menos legitimidad social, además de ser poco fiables a la hora de sacar adelante agendas y cuestiones consideradas «necesarias» (por las ONG y las organizaciones internacionales), pero controvertidas por la necesidad de rendir cuentas a la población en época de elecciones.

Por tanto, los jóvenes juristas no están preparados para servir al pueblo como «operadores del derecho», discretos instrumentos burocráticos del Estado utilizados para «decir la ley» ante cualquier controversia judicializable, sino como una tecnocracia de hombres ilustrados cuyo trabajo consiste en «salvar al país» de una élite política «corrupta» y de un pueblo «ignorante» y «atrasado».

Resulta curioso, sin embargo, que esta bifurcación haya empezado a conducir a algunos países en una dirección diametralmente distinta a la seguida por los regímenes en los que las élites liberales han logrado hacerse con un control más firme del poder y, sobre todo, de la construcción de las conciencias.

Podemos resumir toda esta tendencia descrita anteriormente como un proceso de alejamiento del pueblo de la decisión sobre sus propios intereses soberanos, orquestado por élites liberales que se apoyan en una tecnocracia legal para garantizar la legitimidad de la posdemocracia. Y podemos señalar que, frente a este fenómeno, es posible darse cuenta de que se ve contrarrestado por el ascenso de líderes carismáticos al frente de partidos antiliberales, ya sean de derechas o de izquierdas.

Se trata del fenómeno denominado peyorativamente «populismo», que, como todo concepto político utilizado por los adversarios para designar el objeto de su enemistad, es difícil de definir y varía en su alcance.

Pocos de estos proyectos llamados «populistas» han llegado al poder en Europa, donde el fenómeno parece haber sido analizado más a fondo. Y los que lo hicieron, como en el caso italiano de la Lega, tuvieron que gobernar en coaliciones heterogéneas y lidiar con condiciones bastante adversas para la aplicación de sus ideas.

Podríamos mencionar el gobierno de Donald Trump en EE.UU., que no sólo cedió a la presión interna del llamado Estado Profundo, sino que fue defenestrado en las últimas elecciones presidenciales. En Brasil, los fenómenos de Bolsonaro y Lula, simultáneamente, son los más cercanos a la idea, pero parecen haber abrazado el populismo sólo como técnica electoral y para movilizar seguidores, más que como algo más profundo.

Un caso más exitoso parece ser el de Nayib Bukele en El Salvador, que parece haber logrado un cierto grado de estabilidad y podría mantenerse en el poder durante algún tiempo.

En todos estos casos, de mayor o menor éxito, se trata de una praxis política de movilización popular permanente, a través de la conexión directa entre un líder carismático y una masa que representaría a «la mayoría», obviando las instancias intermedias de representación (consideradas corruptas, cooptadas o inútiles). A la cabeza de esta «mayoría», el líder populista ataca entonces a las élites liberales y los males causados por ellas: desde la exclusión de los beneficios económicos de la globalización hasta la pérdida de soberanía, pasando por la ideología «woke» y un sinfín de problemas más. Pero el desafío fundamental es, en todos los casos, contra la supresión o dilución de la democracia en favor de una forma tecnocrática de gestión.

Los opositores liberales dentro y fuera del país suelen calificar a estas figuras de «dictadores» y «fascistas» (el término se utiliza incluso para el venezolano Nicolás Maduro), y llaman a un enfrentamiento cuasi apocalíptico contra ellos en nombre de la «civilización» y contra la «barbarie»; un enfrentamiento en el que todo es legal (hasta manipular los resultados electorales) y todo es legítimo (hasta aniquilar físicamente al enemigo).

Este es el discurso, cabe señalar, que marca la pauta de las grandes cuestiones políticas contemporáneas, situando a Bukele y a Maduro, a Orban y a Xi en el mismo bando en el campo del «Eje del Mal», les guste o no, acepten o no el nuevo eje de coordenadas políticas. A este respecto, los discursos de autoría desconocida leídos por Joe Biden en el teleprompter son esclarecedores.

El fenómeno que estamos describiendo, por supuesto, difiere radicalmente de lo que entendemos por democracia liberal, y especialmente de lo que ha llegado a ser en los últimos 20 años. Pero el término «dictadura», repartido trivialmente entre los enemigos, no encaja en ningún sentido estricto.

En sentido estricto, la dictadura, como institución de origen romano, es la suspensión del orden jurídico común en un momento de crisis y emergencia, para que una figura, investida de poderes excepcionales, pueda hacer frente a la situación de crisis. Por tanto, no se trata de un «régimen político», sino de un «fenómeno político-jurídico».

Entre los romanos, todo esto estaba legalmente previsto, siendo ésta una excepción histórica. La definición de dictadura como la suspensión de la legislación ordinaria con la elevación de un legislador-ejecutor extraordinario en una situación de crisis, sin embargo, perduró, apareciendo en Gabriel Naudé, Juan Donoso Cortés y Carl Schmitt, entre otros.

Según esta definición clásica, ni Rusia ni China podrían calificarse de dictaduras. Dictadura no es sinónimo de «autoritarismo» ni de «concentración de poder en el poder ejecutivo», sino simplemente de gobierno supralegal en estado de excepción. Se puede incluso dar un golpe de Estado y gobernar como un dictador tras suspender una constitución, pero desde el momento en que el nuevo statu quo se consolida legalmente en una nueva constitución y los poderes del golpista se convierten en ley ordinaria, ya no hay dictadura, aunque esta transición se haya producido sin elecciones y consagre un cierto grado de concentración de poder.

Lejos de poder encajar el fenómeno populista en la lógica de la dictadura, ya que no hay pruebas de suspensión de la Constitución o de gobierno por decreto en estado de excepción en los países llamados populistas (a diferencia de muchos países liberales durante la crisis sanitaria), todos los gobiernos populistas han tendido a tratar de revitalizar la democracia mediante un vínculo más directo con el pueblo. En este empeño, el asedio al poder ejecutivo por parte del poder judicial, que ha crecido en las últimas décadas, se considera una usurpación del voto popular.

Sin embargo, aunque el poder judicial sea visto como un adversario político, las iniciativas dirigidas contra él, más allá de los discursos de agitación de masas, se han producido dentro de los términos de la legalidad, con el nombramiento de jueces, cambios legislativos siguiendo los procedimientos ordinarios o, en algunos casos, la convocatoria de Asambleas Constituyentes para reformar las constituciones y redistribuir así las prerrogativas.

En lugar de «dictadura», por tanto, tendría más sentido hablar de «democracia iliberal» o «democracia cesarista», o incluso de «democracia plebiscitaria». El tecnócrata y politólogo ruso Vladimir Surkov, considerado el «arquitecto del putinismo», acuñó el término «democracia soberana» para describir el sistema ruso.

Todos estos términos, tanto los acuñados por los opositores como los acuñados por sus apologistas, parecen apropiados y razonables para designar la transformación política que representa el populismo.

Si el bonapartismo —un concepto que también se acerca a lo que estamos discutiendo— se impuso en la Ciencia Política gracias al 18 Brumario de Karl Marx (hasta el punto de ser utilizado, por ejemplo, por algunos autores marxianos para describir a Gadafi y a otras figuras del siglo XX), la idea de una «democracia cesarista» dialoga con las raíces latinas de Brasil.

Independientemente del nombre, sin embargo, la distinción fundamental que vemos en las manifestaciones de este fenómeno en Europa Occidental y las Américas en comparación con Europa Oriental, Eurasia y el resto del mundo, es que fuera del eje atlántico, este «cesarismo» ha ido más allá del populismo como malestar popular y ha encontrado formas de institucionalización y normalización jurídica que remiten a las tradiciones de cada país.

Por lo tanto, es imposible desvincular el modelo de gobierno partidocrático de China de la burocracia meritocrática de raíz confuciana del Imperio chino. Al igual que tras sus aventuras comunista y neoliberal, Rusia ha vuelto a un sistema que recuerda a la autocracia rusa preabsolutista de principios de la dinastía Romanov, cuando el zar era asesorado por el Zemsky Sobor, la asamblea que reunía a los boyardos (los «oligarcas» de la época), los burócratas, el sínodo ortodoxo y los representantes populares.

Pensar en una democracia cesarista brasileña como salida a la crisis de la democracia liberal y de la juristocracia será extremadamente difícil y requerirá pensar «fuera de la caja». Pero también tenemos precedentes históricos de liderazgo fuerte que pueden repensarse en términos de un nuevo republicanismo democrático iliberal que supere el descrédito de las instituciones intermedias, el poder legislativo y el poder judicial, mediante, por ejemplo, un amplio recurso a formas de consulta popular.

Esto exigiría obviamente reequilibrar la división tripartita de poderes, excesivamente sesgada a favor del poder judicial debido a los procesos histórico-intelectuales descritos anteriormente. El poder judicial no puede seguir siendo el instrumento de suspensión de la soberanía popular, como lo ha sido en los últimos años.

Curiosamente, la juristocracia parece haber sido la solución al problema que Carl Schmitt señaló en el Estado liberal de la era de Weimar. El Estado de Derecho, controlado fundamentalmente por el poder legislativo, al reducir lo político a la palabrería y la negociación y al no contemplar mecanismos extraordinarios para hacer frente a las crisis generadas por la inacción propia del modelo de democracia legisladora, encontró en el liberalismo contemporáneo la solución del excepcionalismo judicial.

El cesarismo, por su parte, en su expresión democrático-popular, parece ser otra solución a la crisis del Estado de Derecho, apelando no a la dictadura (como sugería Schmitt), sino al retorno a la fuente de la soberanía, el pueblo, radicalizando la democracia mediante la movilización política constante de las masas contra las oligarquías liberales.

Más allá de las dicotomías entre «civilización» y «barbarie» o «democracia» y «autocracia», parece que el paisaje político mundial se está redibujando según una contradicción entre «democracias cesaristas» y «juristocracias liberales».

YEMEN: LA TUMBA DE LA CREDIBILIDAD OCCIDENTAL

 
Yemen: la tumba de la credibilidad occidental

Nadie ha causado más daño económico a Israel durante los conflictos actuales que los Ansarolá de Yemen. Durante más de 10 años, los yemeníes han estado bajo el ataque de una coalición árabe prooccidental, pero además de resistir, se han hecho lo suficientemente fuertes como para atacar a Israel.

La guerra en Yemen era ignorada en gran medida por los medios de comunicación occidentales incluso antes del infame 24 de febrero, pero desde que Rusia inició la llamada «operación militar especial», el conflicto en Yemen ha quedado definitivamente en segundo plano. Un silencio que destaca aún más cuando se yuxtapone al continuo bombardeo mediático de los acontecimientos en Ucrania y sus alrededores, que sólo se detuvo el 7 de octubre para dejar espacio a Palestina.

Sin embargo, hay que subrayar que la cobertura mediática de estas dos guerras es muy diferente, no sólo en términos cuantitativos, sino también cualitativos. Un esclarecedor estudio publicado en la página web The Conversation y realizado mediante el análisis de los titulares de los artículos del New York Times sobre Yemen y Ucrania demostró el sesgo del periódico estadounidense. Un sesgo que, obviamente, está muy en consonancia con las orientaciones de política exterior del gobierno estadounidense.

En primer lugar, un comentario sobre el método. Si el objeto de la investigación son los títulos de los artículos, no es por superficialidad. Aunque el texto de un artículo suele ser más rico en información —tanto sobre la noticia en sí como sobre el contexto—, el título sigue teniendo una importancia crucial. Además de sugerir la línea editorial de la publicación, el titular se queda grabado en la memoria del lector e influye en su apreciación del artículo. Es más, no hay que subestimar que muchos lectores se detienen en el titular.

Diferencia cuantitativa y cualitativa, decíamos. En términos numéricos, entre el 26 de marzo de 2015 (día en que comenzó la intervención de la coalición liderada por Arabia Saudí) y el 30 de noviembre de 2022, The New York Times dedicó 546 artículos a Yemen. Los artículos sobre Ucrania superaron esta cifra al cabo de tres meses y la duplicaron a finales de noviembre de 2022. En términos cualitativos, en ambos casos, tomando como muestra los titulares sobre ataques a civiles, los artículos sobre Ucrania se caracterizan a menudo por tonos moralistas que denuncian abiertamente la conducta rusa en la guerra. Los artículos sobre Yemen, en cambio, utilizan tonos más neutros que evitan en general señalar con el dedo a Arabia Saudí.

Nos encontramos, pues, ante dos Estados que, en el marco de sus respectivas campañas militares, han llevado a cabo ataques que han causado víctimas civiles. Sin embargo, el mismo comportamiento no va acompañado de la misma narración de los hechos. Aunque la diferencia cuantitativa no es sorprendente —la opinión pública estadounidense y europea está sin duda más interesada en el destino de Ucrania que en el de Yemen—, la diferencia cualitativa merece un poco más de consideración.

La cobertura mediática del New York Times es emblemática del doble rasero que demuestra Occidente cuando se trata de proteger la democracia y los derechos humanos en el ámbito de la política internacional. Desde esta perspectiva, una conducta respetuosa con los valores democráticos liberales debería traducirse teóricamente, en el contexto de la guerra, en una conducción de las operaciones militares cuidadosa de no dañar a la población civil, es decir, basada en el principio de distinción entre objetivos civiles y militares. La coherencia exige que en el momento en que un Estado viole estos principios, sea criticado y sancionado. Pero lo que se aplica a los adversarios no se aplica a los aliados o supuestos aliados.

El doble rasero antes mencionado caracteriza no sólo a gran parte de la opinión pública, sino también —de hecho, sobre todo— a la política exterior que llevan a cabo los gobiernos. De hecho, mientras que Rusia ha sido duramente criticada y sancionada, no se ha reservado el mismo trato a Arabia Saudí. Lo máximo que hicieron algunos países occidentales, entre ellos Dinamarca, Alemania e Italia, fue bloquear temporalmente la venta de armas.

Cabe destacar en este punto que el gobierno saudí no sólo es responsable de los bombardeos que han causado la muerte de miles de civiles, sino también de un bloqueo diseñado para debilitar a sus enemigos, un bloqueo que no ha hecho más que exacerbar lo que las Naciones Unidas y varias organizaciones no gubernamentales han descrito como una de las crisis humanitarias más graves del siglo XXI. El bloqueo saudí ha puesto en peligro la ayuda humanitaria al favorecer la propagación de enfermedades (incluido el cólera) y exacerbar la lacra de la desnutrición. Desde que Arabia Saudí intervino en la guerra civil, decenas de miles de civiles yemeníes han muerto de enfermedad e inanición.

También hay que recordar que, en su infructuosa campaña militar, Riad no sólo confió en las armas occidentales, sino que también se benefició del apoyo logístico de Estados Unidos y el Reino Unido.

Por tanto, la diferencia de trato es sorprendente: por un lado, las sanciones contra Rusia, la condena de su comportamiento bélico, el envío de armas a Kiev y la glorificación de Ucrania como bastión de la democracia frente a la autocracia. Por otro, el silencio sobre los bombardeos y el bloqueo, el apoyo logístico y la venta de armas a Arabia Saudí. Por no hablar de las violaciones diarias de los derechos humanos por parte del gobierno saudí y del caso Khashoggi.

Aunque las razones de la intervención de Riad en Yemen son muy diferentes de las que llevaron a Moscú a invadir Ucrania, Estados Unidos y sus aliados han sido cómplices más o menos directos de las atrocidades causadas por los saudíes mediante bombardeos y bloqueos. La democracia y los derechos humanos quedan así reducidos a palancas utilizadas para desacreditar a los oponentes y cerrar las filas de los aliados, herramientas que se utilizan por conveniencia política.

La política occidental hacia la intervención saudí es, por tanto, otro cortocircuito en esta narrativa que pretende dividir a la comunidad internacional en dos campos claramente definidos y opuestos: democracias frente a dictaduras, o buenos frente a malos. Ésta es la última (por ahora) de una larga serie de contradicciones que desmienten la credibilidad de Occidente.

Merece la pena mencionar al menos dos de ellas. Este año se han conmemorado algunos aniversarios significativos: el 50º aniversario del golpe contra el presidente chileno Salvador Allende y el 70º aniversario del golpe que derrocó al primer ministro iraní Mohammad Mosaddeq. Políticos que fueron elegidos democráticamente, pero cuya orientación no compartía Estados Unidos, que decidió eliminarlos para favorecer a sus propios partidarios. A estas víctimas del doble rasero occidental hay que añadir la población yemení y, sobre todo, la población palestina, a la que los gobiernos occidentales y gran parte de la opinión pública no reconocen la misma dignidad que a los civiles ucranianos.

Con todo esto, el drama en Yemen continúa. Sin embargo, hay algunas notas positivas: desde la tregua alcanzada en abril de 2022 gracias a la mediación de la ONU, la intensidad de los combates ha disminuido. La ONU también ha conseguido evitar un desastre medioambiental, mientras que el histórico acuerdo entre Irán y Arabia Saudí, mediado por China, ha contribuido aún más a desescalar el conflicto.

En este contexto de estabilización lenta pero progresiva, el reciente resurgimiento del conflicto israelí-palestino ha sido un trueno. La violencia de las represalias israelíes provocó la intervención en Yemen. Ya a finales de octubre, el gobierno proiraní, formado por miembros del partido Ansar Allah (Hutí), lanzó varios misiles balísticos contra objetivos militares israelíes. En las últimas semanas, sin embargo, el conflicto ha adquirido una dimensión marítima, extendiéndose al estrecho de Bab el-Mandeb, un cuello de botella estratégico que separa la península arábiga del Cuerno de África y conecta el mar Rojo y el océano Índico. El gobierno proiraní de Yemen controla la parte asiática del estrecho, y fue desde allí desde donde, el 19 de noviembre, un grupo de milicianos de Ansar Allah se apoderó de «un barco israelí».

En esta dimensión marítima del conflicto entre Israel y Yemen también se ha visto implicado Estados Unidos. En las últimas semanas, la marina estadounidense ha intervenido varias veces en un intento de interceptar misiles y drones yemeníes. El incidente más reciente tuvo lugar el 3 de diciembre, cuando Ansar Allah lanzó aviones no tripulados armados con misiles para alcanzar algunos buques mercantes que transitaban por el Mar Rojo. El destructor USS Carney de la marina estadounidense intervino para defender a los mercantes y consiguió derribar tres drones.

La intervención de Yemen en el conflicto israelí-palestino es coherente con la afiliación de Ansar Allah al eje de la resistencia dirigida por Irán. En palabras del portavoz de las Fuerzas Armadas yemeníes, Yahya Sare'e, la intervención en apoyo de la población palestina se ha hecho «imperativa» debido a la presencia del «enemigo sionista» y a sus «continuos crímenes y masacres contra el pueblo de Gaza y en general al pueblo de Palestina».

En cualquier caso, además de las consecuencias del recrudecimiento de la guerra en Palestina, el país sigue fragmentado y en el horizonte no se vislumbra una verdadera pacificación que permita la reunificación: el norte, con la capital Saná, está controlado por el gobierno proiraní, mientras que el resto del país está en manos del heterogéneo grupo de facciones que apoyan al gobierno reconocido por Occidente. Mientras tanto, la crisis humanitaria no cesa: la desnutrición y las enfermedades siguen golpeando a los civiles en medio de la indiferencia general.

Fuente: Massimiliano Palladini

EL DRAGÓN VERDE Y SU AGONÍA


Este problema no ha surgido ahora, sino cuando Occidente, tras haber recibido por un momento histórico una apariencia de dominio planetario único (tras el colapso de la URSS), fue incapaz de poner en práctica su liderazgo, a raíz de lo cual nuevas civilizaciones comenzaron a imponerse. Otras, están en camino: India, la civilización islámica, África y América Latina. En total, hay siete centros de poder, incluido Occidente. Seis de ellos se han unido a los BRICS, empezando a construir un orden multipolar.

Occidente sigue aferrado a su hegemonía y ataca a los oponentes más peligrosos a su dominio: Rusia, China y el mundo islámico. Esto no ha empezado hoy, sino ya a principios de la década de 2000. Pero el contraste actual del mapa político del mundo ha adquirido finalmente en los últimos años —y especialmente tras el inicio de la OME en Ucrania. La OME fue la primera guerra caliente del mundo multipolar contra el mundo unipolar. Antes de eso —especialmente durante el primer mandato del presidente Trump y debido al auge del populismo en Europa— parecía que se evitaría un enfrentamiento directo, que Occidente aceptaría pacíficamente la multipolaridad, intentando reclamar el lugar que le corresponde en el orden mundial posterior a la globalización. Esto es lo que Trump tenía en mente cuando hizo un llamamiento para drenar el pantano globalista en los propios Estados Unidos. Pero hasta ahora el pantano ha conseguido drenar al propio Trump y, durante el periodo del más pantanoso presidente Biden, desatar un sangriento conflicto en Ucrania, lanzando todas las fuerzas del Occidente colectivo contra Rusia como el polo más relevante del mundo multipolar.

El principal resultado del pasado 2023 fue la interrupción por parte de Rusia de la contraofensiva ucraniana, que para los globalistas fue el momento decisivo de todo el conflicto. Dieron al régimen de Kiev el máximo apoyo con armas, finanzas y recursos políticos, informativos y diplomáticos. Cuando Rusia se mantuvo firme y comenzó a preparar su propia ofensiva, resultó que todo había sido en vano. Sin embargo, mientras los globalistas estén en el poder en EEUU, tienen la intención de continuar la guerra. Y, al parecer, no sólo hasta el último ucraniano, sino hasta el último globalista.

A finales de 2023, sin embargo, se abrió el segundo frente en la guerra de los mundos unipolar y multipolar. Esta vez la vanguardia de Occidente en Oriente Próximo —el Estado de Israel— en respuesta a la invasión de Hamás inició un genocidio sistemático de la población de Gaza, sin contar con nada en absoluto. Estados Unidos y el Occidente colectivo apoyaron plenamente las acciones de Tel Aviv, trazando así una nueva línea divisoria: Occidente contra la civilización islámica.

Los neoconservadores estadounidenses ya estaban en esta espiral a principios de la década de 2000, que desembocó en la invasión de Afganistán, Irak y, posteriormente, en el apoyo a los islamistas radicales en Libia, Siria, etc. Ahora Occidente se enfrenta de nuevo al mundo islámico, liderado por los palestinos, los hutíes yemeníes, el Hezbolá libanés y también Irán.

Además, en África Occidental, otro trampolín de la lucha anticolonial contra la unipolaridad y por la multipolaridad, ha surgido una alianza de los países más decididos: Malí, Burkina Faso, República Centroafricana, Gabón y Níger, donde se han producido una serie de golpes antiglobalización. También aquí está surgiendo un nuevo frente.

Y, por último, Venezuela, a cuyo legítimo gobernante Nicolás Maduro EEUU intentó sustituir por el títere Guaidó, lo que acabó en un completo fiasco, ha entrado en un conflicto territorial por las zonas en disputa de Guyana-Esequibo con el títere pro-atlantista Guyana Británica. Y el presidente argentino Javier Miley, aunque se niega a integrarse en el BRICS, pidió a Inglaterra que reconsiderara la cuestión de las Malvinas. Así ha surgido otro frente de lucha en América Latina.

Así nos acercamos al nuevo año, 2024. Y aquí todas las tendencias continuaron a un ritmo acelerado. Las tensiones para Estados Unidos en Oriente Próximo crecen día a día. La guerra en Ucrania continuará sin duda, y ahora la iniciativa está del lado de Rusia.

También cabe esperar una escalada del conflicto sobre Taiwán, donde Estados Unidos impulsó la elección del candidato antichino Lai Ching‑te, una nueva escalada en Oriente Próximo, la continuación de las revoluciones anticoloniales en África y una fase caliente de contradicciones en América Latina.

En el propio Occidente, la crisis crece a un ritmo acelerado. En EEUU, las elecciones de este año enfrentarán a los globalistas con una poderosa oleada de republicanos.

La UE está en declive, y está surgiendo de nuevo una ola antielitista y antiliberal de populistas, tanto de izquierdas como de derechas. Hay izquierdistas como Sarah Wagenknecht y su nuevo partido. «Sarah la Roja» se está convirtiendo en el símbolo de la izquierda antiliberal europea.

Tales izquierdistas son ante todo enemigos del capital global, a diferencia de los pseudoizquierdistas comprados por Soros que están principalmente a favor de LGBT, el nazismo ucraniano, el genocidio de Gaza y la migración incontrolada, además de luchar desesperadamente contra la influencia rusa, Putin y Rusia en general.

También existe un componente de derechas, muy debilitado, pero que en muchos países europeos representa la segunda fuerza política más importante. Por ejemplo, Marine Le Pen en Francia. En Alemania, Alternativa para Alemania está ganando fuerza. En Italia, a pesar de la debilidad liberal del primer ministro Giorgia Meloni, la mitad derechista de la sociedad no se ha ido a ninguna parte. Todo el populismo de derechas era como era.

Pero hay un Occidente globalista que intenta hacerse pasar por todo «Occidente». Y hay antiglobalistas de derechas y de izquierdas, así como un enorme estrato de filisteos occidentales que constituyen la «mayoría silenciosa». Esto es lo más importante: el europeo medio no entiende nada de política. Los europeos y estadounidenses de a pie simplemente no pueden seguir el ritmo de las exigencias de cambiar de sexo, castrar a la fuerza a sus hijos pequeños, casarse con cabras, traer y alimentar a más inmigrantes, comer cucarachas, recitar oraciones antes de dormir a Greta Thunberg y maldecir a los rusos. El hombre común occidental, el pequeño burgués, es el pilar principal del mundo multipolar. Es el núcleo del verdadero Occidente, no la siniestra parodia en que lo han convertido las élites liberales globalistas.

Es muy posible que sea en 2024 cuando todas estas líneas de falla —guerras y revoluciones, conflictos y levantamientos, oleadas de atentados terroristas y nuevos territorios de genocidio— se conviertan en algo masivo. La marea descendente de un mundo unipolar ya está dando paso a una multipolar ascendente. Y es inevitable.

El dragón del globalismo está herido de muerte. Pero sabemos lo peligrosa que es la agonía de un dragón herido. La élite global de Occidente está loca. Hay muchas razones para creer que 2024 será algo terrible. Estamos a un brazo de distancia de una guerra mundial global. En todos los frentes. Si no se puede evitar, no queda más remedio que ganarla.

Es necesario acabar con el dragón para liberar a la humanidad, y al propio Occidente, que es su primera víctima, de sus maléficos encantos.

LAS PROTESTAS CAMPESINAS ALEMANAS

 

Las masivas protestas campesinas llevan una semana paralizando parte de Alemania, con convoyes de miles de tractores tomando el centro simbólico del país. Muchos agricultores y otras personas se han reunido en la Puerta de Brandeburgo para mostrar su descontento con el actual gobierno de centroizquierda. Lo que está ocurriendo tiene un interés histórico contemporáneo, aunque ha recibido una cobertura limitada en los principales medios de comunicación. En muchos aspectos, los acontecimientos de Alemania recuerdan a las protestas campesinas de los Países Bajos en 2022, sobre las que escribimos en El levantamiento campesino holandés. Al mismo tiempo, existen diferencias.

En ambos países, la cuestión es la lucha de clases, no tanto en el sentido marxiano como en el sentido postmarxiano y más compatible con la derecha desarrollado por Samuel Francis en su obra póstumamente publicada Leviathan and Its Enemies, donde el conflicto es entre las capas directivas, los burócratas tanto del sector público como del privado, por un lado, y la «gente corriente» por otro. Este aspecto del conflicto es el populista, el choque de intereses entre el pueblo y el establishment. Hay aquí un factor económico, con la reacción de los agricultores ante los planes del gobierno de reducir las desgravaciones fiscales sobre su combustible. También hay un factor político-económico, con los agricultores reaccionando ante un marco regulador complejo y poco claro. Una diferencia interesante entre los Países Bajos y Alemania parece ser que los agricultores alemanes están representados hasta ahora por organizaciones con un pie en el establishment, mientras que en los Países Bajos había un elemento más claro de «huelgas salvajes».

Al mismo tiempo, el descontento con el gobierno une a los agricultores alemanes con el público en general, muchos de los cuales se han visto afectados por las medidas de austeridad económica. Como resultado, el apoyo a los agricultores es significativo, ya que muchos los ven como representantes del pueblo en general, los animan o les compran café. Una encuesta de opinión mostró que el 81% de los encuestados simpatizaba con las protestas de los agricultores. El mayor apoyo se encontraba en la AfD, Alternativa para Alemania, con un 98%, pero el apoyo también era significativo entre los votantes socialdemócratas y verdes (70% y 61% respectivamente). Las protestas coinciden con un bajo apoyo récord al gobierno en funciones, con tres de cada cuatro votantes alemanes insatisfechos con él, según otra encuesta. Este es el aspecto nacional.

Junto a los factores económicos, existe un aspecto intangible. Los agricultores expresan una visión antigua de la relación entre la tierra y la agricultura, con carteles como «stirbt der Bauer stirbt das Land» («si muere el agricultor, muere la tierra»). Se trata de una marginación tanto percibida como muy real en la narrativa pública, que hoy en día se ocupa de grupos completamente distintos a los habitantes del campo. El conjunto de ideas expresadas por los agricultores se encuentra tradicionalmente con más frecuencia en la derecha, donde el campo se considera el corazón de la nación. Dadas las tendencias industriales de la agricultura, no se trata de una relación totalmente carente de problemas, pero los agricultores como representantes simbólicos y políticos del pueblo es un desarrollo interesante y algo inesperado. Sobre todo, cuando tiene lugar en Alemania, el corazón de Europa en un sentido mucho más que geográfico. Este es el aspecto de derecha o incluso de derecha profunda de las protestas, aunque sólo pueda intuirse hasta ahora.

En cualquier caso, esto parece intuirlo incluso la clase dirigente, ya que casi todos los artículos sobre las protestas contienen párrafos obligatorios, a menudo reciclados, sobre las «preocupaciones de la extrema derecha», los «extremistas de derechas» que intentan «infiltrarse» en las manifestaciones, etc. Estos párrafos expresan las neurosis del establishment, son al mismo tiempo herramientas familiares de realpolitik dirigidas contra el descontento y las opiniones de la gente corriente. Mucha gente es ahora consciente de esto último; un participante expresó que era un truco sucio meterlos en el mismo saco que a los extremistas sólo porque están descontentos con el gobierno verde-izquierdista. Sin embargo, cabe señalar que, durante las protestas de este tipo, muchos participantes se dan cuenta de que los «extremistas de derechas» son una categoría artificial, los votantes de la AfD y otros no son necesariamente diferentes de otros ciudadanos de a pie que ya están hartos de la política. Lo interesante en este contexto es que la AfD, por un lado, votó a favor de la misma política contra la que están los agricultores y, por otro, apoya las protestas. Al mismo tiempo, no hay que exagerar la importancia de las manifestaciones. En Holanda, el partido de los agricultores BBB obtuvo un importante éxito electoral después de 2022, en parte arrebatando votantes a otros partidos de derechas. Sin embargo, la importancia de las manifestaciones tampoco debe verse aislada de la historia contemporánea; esto forma parte de un conflicto continuo y a largo plazo en el que uno de los bandos es cada vez más consciente de las líneas del conflicto y está cada vez más acostumbrado a ocupar físicamente los centros simbólicos del poder. Esto último puede recordar a los levantamientos campesinos medievales, pero lo primero no. Las condiciones son diferentes hoy en día, para bien o para mal, lo que significa que el ciclo histórico de revueltas campesinas que estallan y son sofocadas no se repetirá necesariamente ahora. El hecho de que los aspectos populistas, nacionalistas y de derechas coincidan en gran medida habla a favor de ello.

COLOMBIA ANTE LOS RETOS ECONÓMICOS Y ESTRATÉGICOS

 

Gustavo Petro, el primer presidente soberano e izquierdista de Colombia en el siglo XX, en el cargo desde agosto de 2022, se enfrenta al reto de encontrar los recursos para financiar sus ambiciosas políticas sociales, entre ellas la reforma agraria y las transferencias financieras a los pobres.

Un ejemplo de esto último es el aumento del salario mínimo en un 12,06%, a 1,3 millones de pesos colombianos (305.89 euros) anunciado por el presidente el martes 2 de enero. Según la ministra colombiana de Trabajo, Gloria Inés Ramírez, que habló junto al presidente, a pesar de las diez rondas de negociaciones entre el gobierno, los representantes del capital y los sindicatos, el sector privado no aceptó la decisión del gobierno.

Recesión económica
Colombia, mientras tanto, se encuentra en un estado de recesión económica, como resultado del ciclo natural de sucesivos periodos de crecimiento económico y desaceleración del capitalismo. La situación actual es de desaceleración tras agotarse el impacto de los estímulos diseñados para impulsar la economía después de la austeridad epidémica de COVID-19 y el efecto del endurecimiento de la política monetaria para combatir la inflación de dos dígitos.

El descenso de los ingresos públicos es el resultado de una tasa de crecimiento interanual del PIB un 0,3% inferior en el tercer trimestre de 2023, desviándose significativamente de la previsión de crecimiento del 0,5%. La disminución del crecimiento se ha producido principalmente en los sectores de la construcción y la industria manufacturera, que registraron descensos del 8% y el 6% respectivamente. El banco central colombiano (Banco de la República, Banrep) prevé un descenso del crecimiento económico del 1,2% en 2023 al 0,8% en 2024.

Fracaso de la reforma fiscal
Se suponía que la reforma tributaria de noviembre de 2022 aportaría al presupuesto colombiano unos ingresos estimados en 20 billones de pesos colombianos anuales para financiar las reformas. Sin embargo, el 17 de noviembre de 2023, la Corte Constitucional de Colombia tumbó un elemento clave de la reforma, dejando un agujero financiero de 3,2 billones de pesos colombianos, lo que representa el 15% de los ingresos que se suponía iba a generar la reforma. La Corte Constitucional dictaminó que prohibir a las empresas petroleras y mineras de carbón deducir los cánones de los impuestos de sociedades era inconstitucional, ya que violaba el principio de igualdad fiscal.

Política monetaria restrictiva
Un obstáculo adicional para que las autoridades colombianas recauden dinero para el presupuesto es la política monetaria restrictiva del consejo de política monetaria del Banco de la República, aún designado por los conservadores, como señaló el presidente en su discurso en la ceremonia militar del 15 de noviembre de 2023. El Banco Central mantuvo los tipos de interés en el 13,25% en noviembre, lo que por otra parte contribuyó a contener la inflación, que había alcanzado su máximo en marzo: en agosto fue del 11,43%, en septiembre del 10,99%, en octubre del 10,48% y en noviembre del 10,15%.

En diciembre, el Banco de la República anunció un recorte de los tipos de interés hasta el 13%. Según las previsiones del banco central, se espera que la tendencia a la baja de la inflación continúe en 2024, alcanzando el 5,7% a finales de año (aunque todavía por encima del objetivo del 3%). Por su parte, la actividad económica registrada por el Banrep cayó un 0,4% interanual en octubre, lo que llevó al banco central a rebajar su previsión de crecimiento para 2023 del 1,2% al 1%.

Elevación del límite de déficit presupuestario
La primera de las vías que explora Gustavo Petro para abordar el déficit de financiación es alejarse de la «regla fiscal»; una ley introducida en 2011, bajo el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018), que impone restricciones al endeudamiento público y fija un límite máximo al déficit presupuestario del 71% del PIB.

El presidente colombiano, en un discurso pronunciado el 15 de noviembre, calificó la «regla fiscal» de producto del «fundamentalismo neoliberal», alentando el debate sobre su abandono. Señaló que la regla había sido soslayada por sus mismos autores, haciendo una aparente alusión a los Estados Unidos de América y a las instituciones financieras de la Unión Europea. Según el presidente, «cuando el nivel de inversión privada disminuye, el nivel de inversión pública debe aumentar». Según G. Petro, una reducción de ambos llevará a Colombia al desastre económico.

En este punto, el dirigente colombiano puede referirse a la política fiscal expansiva aplicada por los defensores más ruidosos de la disciplina fiscal (Estados Unidos, Alemania y el Banco Central Europeo de facto bajo su control) durante la crisis económica de 2008, pero sobre todo a las restricciones sanitarias con el telón de fondo de la histeria en torno al COVID-19. Este tipo de políticas siempre han tenido más partidarios en la izquierda que en la derecha, aunque no es la regla, como demuestran los gobiernos del PiS en Polonia.

El primer problema de este tipo de política es que el levantamiento del límite de endeudamiento del Estado probablemente elevará el precio de los bonos del Estado colombiano, con lo que aumentará el coste de su emisión y de su servicio, reduciendo así los recursos del presupuesto estatal; el efecto conseguido será el contrario del que el presidente G. Petro desearía lograr. Tras el discurso de G. Petro, el peso colombiano vio caer su valor frente al dólar estadounidense.

El segundo problema es que el aumento del gasto del Estado se está haciendo sobre el supuesto de una posterior amortización de la deuda pública así contraída en medio de un aumento de la actividad del sector privado. Sin embargo, es posible que este crecimiento no se produzca en absoluto o que sea inferior al supuesto, probabilidad que aumenta con la complementación de más segmentos del mercado por parte del Estado. Esto puede desencadenar una avalancha incontrolada de nuevos gastos en la cada vez mayor deuda pública, acompañada de un nuevo aumento del coste del servicio de los títulos de deuda pública y de una caída del valor del dinero.

Congelación de los salarios del sector público
Otra de las ideas del presidente para tapar el agujero de 3,2 billones de pesos colombianos (el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, dice que se necesitarán hasta 6,5 billones de pesos colombianos para cerrar el presupuesto) es congelar los salarios del sector público para 2024. El gobierno quiere alcanzar un déficit presupuestario del 4,3% del PIB en 2023 y del 4,5% del PIB en 2024. En este tema, el presidente puede contar con el apoyo de los diputados de la centroizquierdista Alianza Verde (AV), mientras que la central sindical Central Unitaria de Trabajadores de Colombia (CUT) se muestra escéptica, ya que sus representantes afirman que el presidente no puede modificar unilateralmente los acuerdos salariales negociados y firmados previamente.

La ayuda de China
Ante la escasez financiera, G. Petro también decidió pedir ayuda a China. Colombia ha sido tradicionalmente uno de los países del mundo más dependientes de EEUU, pero su actual presidente quiere equilibrar la política exterior de Bogotá, distanciándose de Washington al criticar su política exterior, sobre todo en Oriente Próximo, y equilibrando la ventaja yanqui con una alianza ampliada con China.

El presidente colombiano viajó a Pekín en el último trimestre de octubre de 2023, donde se reunió con Xi Jinping. Colombia se ha adherido a la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de China, ofreciendo a sus socios chinos inversiones en energías renovables y la construcción de una ruta ferroviaria que conecte el Atlántico con el Pacífico y sea una alternativa al Canal de Panamá, controlado por Estados Unidos. Por parte china, las relaciones con Colombia se elevaron a la categoría de «asociación estratégica».

Frenar los secuestros para pedir rescate
Por otro lado, el gobierno de G. Petro puede mostrar cierto éxito en la pacificación de la situación interna. La guerra civil a gran escala llegó a su fin definitivamente gracias a un acuerdo entre la administración del presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. En ese momento, sólo quedaba en el campo de batalla un grupo escindido relativamente pequeño de las FARC en la forma del Estado Mayor Central (EMC) y el menos significativo Ejército de Liberación Nacional (ELN), sometido, sin embargo, a una criminalización progresiva.

El martes 12 de diciembre, tras una segunda ronda de negociaciones del 2 al 11 de diciembre, Camilo Gonzáles, en representación de la parte gubernamental, y Oscar Ojeda («Leopoldo Durán»), en representación del EMC, firmaron un acuerdo en el que el EMC renunciaba a los secuestros para obtener rescate, pero sin indicar un plazo para la decisión. Está prevista una nueva ronda de negociaciones del 9 al 18 de enero, en la que se debatirán, entre otros, los temas del cultivo ilegal de coca y las preocupaciones sociales y medioambientales de la Amazonia.

En cambio, el ELN anunció el domingo 17 de diciembre el abandono del secuestro extorsivo. La decisión se anunció al término de la quinta ronda de negociaciones en Ciudad de México, llevada a cabo como parte de la tregua de seis meses anunciada en septiembre. Las partes también acordaron no involucrar a las fuerzas paramilitares en la guerra de guerrillas mientras dure el alto el fuego, la creación de seis «zonas críticas» para implementar el apoyo humanitario y la participación de la parte social en las conversaciones de paz. La próxima ronda de negociaciones tendrá lugar en Cuba en enero sobre la prórroga de la tregua.

El abandono negociado de los secuestros extorsivos constituye un gran éxito para el gobierno de G. Petro: de los 287 secuestros extorsivos de los últimos diez meses, el ELN fue responsable del 11% y el EMC del 10%. Según el ministro de Defensa colombiano, Iván Velásquez, a 7 de diciembre de 2023, el ELN mantenía secuestradas a 38 personas. El número de secuestrados para pedir rescate el año pasado fue el más alto desde la desmovilización de las FARC en 2016.

EL 2024 PREPARA UNA REVOLUCIÓN EUROPEA

Este año será el comienzo de una revolución en Occidente, pues ahora vemos que existen dos Occidentes: el globalista y el… de la gente común. Los globalistas representan al primer Occidente y se niegan a reconocer la existencia de otros sujetos. Además, los globalistas insisten en que no existe «otro» Occidente, un segundo Occidente. Sin embargo, existe. Los defensores de la multipolaridad deben darse cuenta de que existe este segundo Occidente el cual lo componen varias fuerzas que rechazan la agenda globalista y ultraliberal promovida por las élites occidentales. Entre estas fuerzas encontramos izquierdistas como Sarah Wagenknecht y su nuevo partido, «la Roja Sarah» (una valquiria de origen iraní-alemán) que se ha convertido en el símbolo de la izquierda antiliberal europea. En Italia también se encuentra el teórico Diego Fusaro, discípulo del marxista y antiglobalista Constanzo Preve, que sigue una línea similar. En Francia existen otros pensadores importantes como Alain Soral, Michel Onfray, Jean-Claude Michea y Serge Latouche. Lo que tienen todos estos representantes de la izquierda europea es que son enemigos del capitalismo global y detestan a las pseudoizquierdas financiadas por Soros que promueven la agenda LGBT, el nazismo ucraniano, el genocidio de los gazetíes y la migración incontrolada. Claro, esta misma izquierda al servicio del capitalismo ataca el «fascismo» ruso y promueve abiertamente el liberalismo nazi.

Por otro lado, existen fuerzas de derecha, bastante lamentables, en los países europeos que constituyen un segundo aliado. La francesa Marine Le Pen es un ejemplo. Alternativa para Alemania y otros movimientos más pequeños han comenzado a ganar fuerza en los territorios prusianos que antes conformaban la República Democrática Alemana. Lo mismo sucede en Italia donde, a pesar de la presión del liberalismo globalista de Meloni, las fuerzas de derecha no han desaparecido. Y lo mismo podemos decir del populismo de derechas en muchas otras partes del mundo. No obstante, nuestro principal aliado en este segundo Occidente es la gente común que no entiende la política y que se niega a aceptar los cambios de sexo, el castramiento de sus hijos, casarse con cabras, apoyar la inmigración masiva de personas que no son capaces de cuidar de su propia higiene o proteger a los maniáticos ucranianos, comer cucarachas, rezar oraciones en favor de Greta Thumberg y maldecir a los rusos todas las noches, a pesar de que estos últimos no les han hecho nada. Es precisamente este ciudadano de a pie, representante de la pequeña burguesía, la columna vertebral de la revolución que se avecina. La gente corriente hace mucho que ha dejado de comprender el lenguaje de las élites liberales actuales y se rehúsan a seguir el camino de degeneración y degradación que estos les exigen.

La multipolaridad debe apoyar esta Revolución Europea, ya que la gente corriente que representa a este segundo Occidente no son los culpables de la situación actual. Hace mucho tiempo que la democracia dejó de existir en Occidente, ya que el primer Occidente ha establecido de facto una dictadura liberal globalista directa excluyendo al segundo Occidente. Por lo tanto, la única alternativa que queda es deshacerse de aquellos que usurparon el poder por medio de la revolución. Esta es la agenda europea para el 2024, pues Europa deberá conseguir su libertad con sus propias manos.

POLÍTICA DE INSEGURIDAD Y PREPARACIÓN PARA LA GUERRA

 

La conferencia sobre seguridad Folk och försvar (Pueblo y Defensa) se ha celebrado en SälenSWE, donde los temas de debate han incluido el estancamiento del proceso sueco de la OTAN, la guerra en curso en Ucrania y la preparación para una posible gran guerra entre Occidente y Rusia.

El cómico de la legua y falso profeta Volodímir Zelenski también apareció a distancia en la ceremonia de apertura, agradeciendo a sus seguidores su «solidaridad» (estúpida) al tiempo que pedía una «mayor producción de armas» en Europa.

Aunque Suecia sigue esperando a que Turquía y Hungría se pongan de acuerdo, el papel del país en la alianza militar ya está previsto. Según el primer ministro Ulf Kristersson, Suecia es un «lugar geográficamente importante» que actuaría como ruta de tránsito para los transportes de equipos que permitan a la OTAN moverse mejor por Europa, y por supuesto como vasallo de Estados Unidos.

Además, como miembro de la OTAN, Suecia planea transferir ochocientos soldados suecos a una fuerza dirigida por Canadá en Letonia, en previsión de futuros combates. El ejército sueco lleva tiempo preparando esta operación, que cuenta con la aprobación del gobierno.

También intervinieron en la conferencia el comandante de las Fuerzas de Defensa suecas, Micael Bydén, y el ministro de Protección Civil, Carl-Oskar Bohlin, quienes instaron a la población a prepararse mentalmente para la guerra en Europa.

Es interesante observar que, en Suecia, que está a la espera de ingresar en la OTAN, la élite del poder ya está agitando el mismo tipo de histeria bélica y pánico colectivo que se ha visto en Finlandia y otros Estados miembros de la UE en los últimos años.

No es casualidad, como demuestran los «acuerdos de defensa» bilaterales con Washington, Estados Unidos planea militarizar la región de forma significativa e implicar a sus vasallos locales en su conflicto geopolítico con Rusia, o sea que ellos pongan los muertos si viene al caso.

Por ello, los expertos estadounidenses en comunicación estratégica trabajan activamente para promover una narrativa que justifique esta militarización y garantice su aceptación por parte de las poblaciones de los países en cuyos territorios Washington pretende llevar a cabo sus operaciones militares.

La forma más rápida de garantizar esta obediencia es, sin duda, infundir miedo. Desde hace algún tiempo, el Occidente de la OTAN intenta promover la narrativa de que el fin de la guerra en el territorio de la (antigua) Ucrania significa, en la práctica, el traslado del conflicto a Europa.

Así que ahora se está difundiendo el mensaje de que una vez que Ucrania vuelva a Rusia, el malvado Putin volverá su mirada hacia Europa, y nadie estará a salvo aquí. «Así que el propósito de la «OTANización» no era aumentar la seguridad de Finlandia, sino al contrario, conducir a los finlandeses, que a su debido tiempo se dejarán engañar por las potencias occidentales, a una nueva línea de frente en el conflicto (carne de cañón).

Al reforzar el clima antirruso de miedo e inseguridad, Washington se asegura el apoyo de la opinión pública europea a la presencia de fuerzas de ocupación estadounidenses y a la militarización de las regiones vecinas de Rusia. La industria armamentística también está aumentando sus beneficios, ya que la amenaza de guerra exige aumentos significativos de los presupuestos de defensa.

Haya o no otra gran guerra, fomentar el miedo en Europa servirá a los intereses políticos, militares y económicos de la actual administración de Washington. Lo más deprimente es que la mayoría de los dirigentes y políticos europeos actúan como obedientes renegados de los gobiernos títere del régimen de ocupación estadounidense.

EL HOMBRE INÚTIL Y EL ARCA DE LA OLIGARQUÍA

 

La más tonta de las mentiras difundidas por el sistema es que sus oponentes son conspiradores, paranoicos que inventan intrigas, convencidos por debilidad mental de que la mano invisible de un espectro planetario está detrás de cada acontecimiento. No es que escaseen esos sujetos, pero lo cierto es que no hay tal conspiración. Las acciones, los objetivos, los instrumentos, los agentes del poder están a la vista de todos. Parecen un juego de la Settimana Enigmistica, la página en blanco con puntos que corresponde al lector unir para componer el cuadro. Nuestros «superiores» nos lo cuentan todo: a nosotros nos corresponde unir los hechos y las palabras.

Ya en la década de 1950, en los albores de la revolución tecnológica, Günther Anders escribió que el hombre estaba anticuado. Su inteligencia ya no estaba a la altura de las innovaciones tecnológicas, de los descubrimientos frente a los que se revelaba la insuficiencia del homo ya no tan sapiens. Anders denominó al creciente abismo entre el hombre y la máquina la «brecha prometeica». Décadas más tarde, el designio de trascender al hombre hasta sustituirlo por el aparato artificial es evidente. Los robots, la nanotecnología, el auge de la Inteligencia Artificial, el hombre cibernético hibridado con la máquina, son realidades. Difícil, para muchos, comprender el significado de una reconfiguración tan gigantesca, el mayor y definitivo reseteo.

La ideología de las élites no es sólo el liberalismo globalista tendente a la privatización del mundo y a la unificación planetaria bajo el dominio de una oligarquía dueña de todos los medios. El verdadero objetivo es el transhumanismo, es decir, la voluntad de superar al hombre criatura cambiando irrevocablemente su naturaleza biológica. El escritor ha analizado todo esto en un libro, L'uomo transumano —publicado recientemente por Arianna Editrice— cuyo subtítulo, La fine dell'umanità (El fin de la humanidad), fue objeto de un desacuerdo con el editor. Habríamos preferido que el signo de interrogación diera esperanza, que indicara una posibilidad, que dejara la puerta abierta a la refutación. Tenemos que estar de acuerdo con la comercialización: efectivamente, el fin del hombre —el homo sapiens, la especie a la que pertenecemos— está cerca. Los portavoces de los amos universales nos lo dicen claramente. El anticuado hombre de Anders es ahora «inútil», en palabras de Yuval Harari, destacado intelectual y portavoz del Foro de Davos, transhumanista, autor del best-seller Homo Deus, cuyo título es un programa ideológico preciso.

Harari es él mismo un producto transhumano: hombre de confianza de los señores del mundo, israelí-estadounidense, ateo, homosexual (humanidad invertida, estéril...). Es uno de aquellos a los que la cúpula nombra para elaborar ideas y difundir la palabra de los superiores al hombre chapado a la antigua en pequeñas dosis selectivas. Tenemos que acostumbrarnos. Peor para nosotros si no lo entendemos: nos han puesto al día. El homo deus, que rehace la creación imperfecta y se pone en el lugar de Dios, de la naturaleza o de la evolución —vieja utopía gnóstica resurgente— no somos nosotros. Son «ellos», los illuminati, que se arrogan no sólo la dirección de la humanidad, sino incluso la propiedad de los humanos.

En una entrevista reciente con el medio suizo Uncut-news.ch, Harari soltó la bomba definitiva, si es que aún tenemos las herramientas cognitivas para reconocerla: el hombre común —una gran parte de la humanidad— es «inútil». Por lo tanto, es necesario deshacerse de él. La imagen que utiliza es bíblica: «cuando llegue el diluvio, la élite construirá el Arca de Noé y la clase inútil (yo, usted, amigos, hijos y nietos) nos ahogaremos». ¿Paranoia, indicio de problemas psiquiátricos? No, si la voz es la de uno de los grillos parlantes de Davos, traducida a todos los idiomas para educar a la futura transhumanidad.

Así habla Harari, el tecno-Zaratustra. «El mundo está experimentando un cambio profundo: la inteligencia artificial desempeña un papel cada vez más importante. ¿Qué impacto tiene esto? Se acabó la idea de que los seres humanos tienen alma o espíritu y libre albedrío». No conocemos un materialismo más absoluto, gélido e inhumano que el que destilan los ventrílocuos de lorsignori. Predicen (o saben...) que la humanidad se dividirá en castas biológicas. En lugar de una humanidad, habrá varias. El resultado es que la mayoría de la gente se volverá 'económicamente inútil' y 'políticamente impotente'.

Nuestros amos nos llaman 'inútiles', es decir, no útiles; no servimos a sus fines, los únicos fines que merece la pena perseguir. La utilidad disminuyó en un sentido puramente económico: brazos para explotar, cerebros para exprimir.

Fin: tienen robots, chatbots de Inteligencia Artificial. ¿Para qué sirve el ser humano obsoleto, enfermizo, quejumbroso, titular de «derechos» proclamados por ellos? Sólo para contaminar Gaia, un planeta que les pertenece. «Ya estamos viendo los primeros signos de una nueva clase de personas, la clase inútil, los que no tienen habilidades que utilizar en la nueva economía». Sólo queda deshacerse de ellos suprimiéndolos. «Ahora comienza la revolución de la inteligencia artificial, que creará una clase sin utilidad militar ni económica y, por tanto, sin poder político».

Puesto que nuestros brazos y cerebros —los míos, los suyos— no son necesarios, según Harari debemos mantenernos felices con drogas y juegos de ordenador. No, gracias, a la incultura del despilfarro.

La profecía es precisa. Cuando llegue el diluvio, los científicos construirán un arca de Noé para la élite y el resto se ahogará. El diluvio podría ser una guerra nuclear —las premisas están ahí— o una nueva pandemia. Las pruebas han funcionado muy bien y la Organización Mundial de la Salud pronto tendrá poderes directos sobre los anticuados Estados nacionales. O una hambruna, que el Occidente suicida prepara prohibiendo los cultivos y la cría de ganado con la coartada del cambio climático. La región de Emilia-Romaña está pagando a los agricultores para que no trabajen sus tierras. El diluvio tiene forma de llovizna constante: la apelación a la sexualidad compulsiva pero estéril (homosexualidad, ideología de género), la difusión de modelos de vida de los que se excluye a los niños, es decir, la transmisión de la vida. En estos días, la «fluida» secretaria del PD, portavoz de los magníficos destinos y de los progresistas, se ha pronunciado contra el deseo de maternidad.

Con gran énfasis, se celebra un futuro en el que los seres humanos (supervivientes) ya no serán concebidos ni darán a luz de forma natural. El tránsito más allá de lo humano se presenta como una liberación para la mujer. Para el hombre, más inútil que anticuada, llega la píldora que esteriliza. Más progreso: he aquí una forma de vivir las relaciones sexuales y sentimentales de un modo nuevo. La lluvia se convierte en diluvio en las partes más avanzadas del mundo. Avanzadas hacia el final...

Se impone un nuevo derecho invertido: ya no el derecho a la vida, sino a la muerte estatal, para los enfermos, los ancianos, los deprimidos, los pobres. El ejército de los inútiles debe avanzar serenamente hacia su aniquilación, tranquilo, sereno: es por su «mayor interés». Si nuestro interés está determinado por otra persona, no somos libres y hemos perdido la propiedad de nosotros mismos, en cuerpo y alma.

Eso es lo que quieren los bailarines de Harari. Reflexionemos sobre ello. Sobre todo, deshagámonos de los dispositivos mentales que hacen hegemónica la aceptación prejuiciosa de todo cambio, el determinismo positivista-idealista según el cual la historia giraría inevitablemente hacia el progreso y toda transformación sería una evolución positiva. Cómo puede conciliarse todo esto con la inutilidad de la mayoría de la humanidad, llamada a la extinción por ser inútil en el sistema «trans e inhumano» deseado desde arriba, escapa a nuestra comprensión. Pensamiento mágico creído por repetición y abolición del juicio crítico.

Para Harari y el Dominio, la humanidad es un «algoritmo obsoleto». Después de todo, ¿cuál es la superioridad de los humanos sobre las gallinas, dice el teórico de los humanos inútiles, si no que la información fluye en patrones más complejos en nosotros? Las gallinas procesan más información visual que nosotros los humanos, pero nunca pintarán la Capilla Sixtina. La deriva antihumana de las tendencias y creencias, cuyas consecuencias son el nihilismo y el mecanicismo, es inquietante. Todo orden, verdad, belleza, es una construcción social, la persona humana no es más que una serie de algoritmos contenidos en una masa bioquímica.

Así, la vida se vuelve disponible, modificable. De manipulación en manipulación, de alteración en alteración, el hombre se convierte en otro que él mismo en un viaje en constante progreso: lo transhumano desemboca en lo posthumano y lo antihumano. Según la vulgata transhumanista dentro de cincuenta años, los humanos «formarán todos parte de una red con un sistema inmunitario central». A esto le sigue la amenaza: «No podrás sobrevivir si no estás conectado». La oligarquía será una especie de Dios y el homo sapiens perderá el control de su vida.

¿QUÉ TIENE QUE VER EL LIBERALISMO CON LA LIBERTAD?

 

Es muy común ver a los liberales tratar su teoría política y la «libertad» como valor y principio como si fueran sinónimos y como si hubiera una correlación directamente proporcional entre ellos.

De hecho, para el liberalismo, la libertad es el valor supremo y el eje en torno al cual se leen todos los fenómenos sociales, políticos, económicos y culturales. Esto es más que evidente. Lo que es menos obvio es, ¿a qué clase de libertad se refieren?

El problema es que los liberales tratan la «libertad» como si fuera algo que existe en la naturaleza, o algo cuyo contenido es obvio y está dado de antemano, y no una construcción social y cultural. Como es común en toda falsa conciencia, lo que es ideológico, relativo, construido y reciente se trata como científico, absoluto, natural y perenne.

¿Qué sorpresa se llevaría al descubrir que su concepto de libertad sólo tiene tres siglos de antigüedad? Porque si definimos la «libertad» como la ausencia de obstáculos, impedimentos o prohibiciones a la acción individual, como el derecho a «hacer lo que uno quiera», entonces hasta los tiempos modernos este concepto de libertad era fundamentalmente desconocido para la humanidad.

Por extraño que pueda parecer, lo que casi todo el mundo entiende de forma «evidente» como la definición y el significado mismo de «libertad» (¡algunos llegan a considerarlo un «derecho natural»!) no es más que una construcción histórica ligada al triunfo histórico de la burguesía.

El tema es ampliamente tratado por Benjamin Constant, Isaiah Berlin y Alain de Benoist.

Lo que los «antiguos», como Constant se refería a griegos y romanos, definían como libertad era la participación activa y constante en la comunidad como medio de ejercer directamente una parte de soberanía. La libertad sería, por tanto, un principio político y una prerrogativa colectiva.

Sólo se es libre en la medida en que se participa en el ejercicio de la soberanía a través de la política. La libertad no concierne a la esfera privada, sino a la esfera pública. Por eso las decisiones soberanas del cuerpo político rara vez se consideran delitos contra la «libertad». La libertad es algo que también implica obediencia a la autoridad.

Isaiah Berlin aborda el tema de forma diferente, pero en la misma dirección. Frente a lo que él denomina «libertad negativa» (es decir, la posibilidad de hacer lo que uno desee, sin tener que preocuparse por prohibiciones o limitaciones), Berlin habla de «libertad positiva», que sería la acción autodeterminada dirigida a la realización de los propios propósitos fundamentales.

En este sentido, según Berlin, un hombre adicto nunca es libre, ya que sus decisiones se ven fácilmente influidas por impulsos que escapan a su control. Según esta concepción, es incluso posible recurrir a la intervención y la coerción del Estado en favor de la expansión de la libertad, por ejemplo, reforzando los mecanismos de autocontrol y autodisciplina de los hombres.

Si pensamos conjuntamente en las definiciones de Constant y Berlin, obtenemos una visión razonablemente precisa de la concepción tradicional de la libertad, tal y como la defendía Platón, o tal y como se valoraba en las sociedades tradicionales (aunque no siempre consiguieran acercarse a ella).

En síntesis platónica, la libertad preliberal sería así la coparticipación en el cuerpo político en la búsqueda del Bien, lo que implica necesariamente el gobierno de los mejores y la investigación de las vocaciones fundamentales de cada persona, con el empoderamiento de cada ciudadano para que pueda autorrealizarse autónomamente (como célula del cuerpo político).

La imagen final da como resultado algo radicalmente distinto del concepto de libertad inventado por los vendedores ambulantes, usureros y parásitos que componían la burguesía naciente a finales de la Edad Media y que consiguieron, durante mucho tiempo, dictar el rumbo del mundo.

El liberalismo (y sus derivados como el libertarismo y el anarcocapitalismo), por tanto, no sólo no tiene el monopolio de la defensa de la libertad, sino que puede interpretarse como contrario a la libertad a la luz de la Tradición.