LAS GUERRAS DE GRANADA

El Gran Capitán en el asalto a Montefrío. Obra de José de Madrazo

La guerra de Granada fue el conjunto de campañas militares que tuvieron lugar entre 1482 y 1492, emprendidas por la reina Isabel I de Castilla y su esposo el rey Fernando II de Aragón en el interior del reino nazarí de Granada, que culminaron con la Capitulaciones de Granada del rey Boabdil, quien había oscilado entre la alianza, el doble juego, la contemporización y el enfrentamiento abierto con ambos bandos y que tuvo como consecuencias la integración en la Corona de Castilla del último reino musulmán de la península ibérica finalizándose el proceso histórico de la Reconquista que los reinos cristianos habían comenzado en el siglo VIII y por el cual el papa Alejandro VI reconoció a Isabel y Fernando con el título de Reyes Católicos en 1496.

Los diez años de guerra no fueron un esfuerzo continuo: solía marcar un ritmo estacional de campañas iniciadas en primavera y detenidas en el invierno.

Además, el conflicto estuvo sujeto a numerosas vicisitudes bélicas y civiles. En el bando cristiano fue decisiva la capacidad de integración en una misión común que emprendió principalmente la Corona de Castilla apoyada por la nobleza castellana y el imprescindible impulso del clero bajo la autoridad de la emergente Monarquía Católica. La participación de la Corona de Aragón fue de menor importancia: aparte de la presencia del propio rey Fernando, consistió en la colaboración naval, la aportación de expertos artilleros y el empréstito financiero. En el bando musulmán fueron notables los enfrentamientos internos que favorecieron el éxito de sus contrarios.

La protocolaria entrega de las llaves de la ciudad y la fortaleza-palacio de la Alhambra, el 2 de enero de 1492 se sigue conmemorando todos los años en esa fecha con un tremolar de banderas desde el Ayuntamiento de la Ciudad de Granada.

SIGNIFICADO
Modernidad
La Guerra de Granada, a pesar de mantener muchos rasgos de la Edad Media, fue una de las primeras guerras de la Edad Moderna, por el armamento y tácticas empleadas (más que batallas en campo abierto, fueron decisivos los asedios resueltos con artillería, y las maquiavélicas maniobras políticas, aunque no faltaron ejemplos de heroísmo caballeresco, también propios de la época). Significó una etapa intermedia clave en la evolución bélica de Occidente entre la Guerra de los Cien Años y las Guerras de Italia.​ También era moderna la condición del ejército vencedor, al que, a pesar de su heterogénea composición, o precisamente por ella (acudieron todo tipo de fuerzas, desde las tradicionales, reunidas por los nobles, los concejos, las órdenes militares, los señoríos eclesiásticos; hasta otras como la recientemente organizada Santa Hermandad y auténticos mercenarios profesionales provenientes de toda Europa incluyendo un grupo de arqueros ingleses dirigidos por Lord Scale​) se suele considerar como un precoz ejemplo de ejército moderno, permanente y profesional (para la historiografía más tradicionalista, con rasgos de ejército nacional, probablemente con abuso del término), en un momento en que se estaban definiendo las monarquías autoritarias que conformarán los estados-nación de Europa Occidental.

España, en trance de formar su unidad territorial, fue uno de los principales ejemplos tras el matrimonio de los Reyes Católicos (1469) y su victoria en la Guerra de Sucesión Castellana (1479).

La Guerra de Granada fue utilizada para asociar al Reino de Castilla y al Reino de Aragón en un proyecto común, ofreciendo a la aristocracia una actividad al mismo tiempo lucrativa para ella y útil a la monarquía, que puede ser exhibida al mismo tiempo como empresa religiosa en conformidad con la nueva forma de identidad social más combativa: el espíritu del cristiano viejo.

El fin de la Reconquista y el comienzo del Imperio
La Guerra de Granada, al ser la última posibilidad de expansión territorial de los reinos cristianos frente a los musulmanes en la península ibérica significó el fin de la Reconquista, proceso histórico de larga duración que había comenzado en el siglo VIII.

La «Reconquista» es un término ideológico dotado de una carga semántica poco neutral, y debe entenderse en sus justos términos: no había significado una continuidad de hostilidades en todo el periodo; y de hecho, desde la crisis del siglo XIV se había detenido (se han contabilizado 85 años de paz por 25 de guerra en el periodo 1350-1460), conformándose el Reino de Castilla, el único con frontera frente a los musulmanes, con el control del estrecho de Gibraltar y el mantenimiento del Reino de Granada como un estado vasallo y tributario en cuya política interior se intervenía en ocasiones. En momentos de debilidad castellana, ocurría al contrario, que los nazaríes ejercían sus propias iniciativas, suspendiendo los pagos, incendiando y saqueando localidades (algunas tan lejanas como Villarrobledo) o recuperando algún pequeño territorio (Cieza y Carrillo en 1477),​ a veces en connivencia con alguna de las facciones que dividían Castilla (las disputas entre el Marqués de Cádiz y el Duque de Medina Sidonia llevaron a este último a aliarse con los granadinos, que arrebataron el castillo de Cardela al primero con su ayuda).​ La permeabilidad de la frontera en ambas direcciones también produjo la existencia de categorías sociales mixtas: los elches, o cristianos (muchas veces ex-cautivos) que se convertían al Islam y los tornadizos que eran la categoría inversa. Transitaban sin ningún problema por el territorio fronterizo los ejeas, intermediarios dotados de salvoconductos que negociaban los rescates de prisioneros.

Territorio del reino nazarí durante el siglo XV. En verde claro, los territorios conquistados por los reinos cristianos desde el siglo XIII incluyen Ceuta, en la costa de África.

Aunque no faltaron operaciones militares más importantes, fueron puntuales y limitadas en extensión, como la toma de Antequera (1410), que sirvió fundamentalmente para prestigiar a Fernando I de Aragón de Trastámara, que añadió el nombre de la ciudad conquistada al suyo, como los generales romanos, siéndole muy útil para su elección como rey de Aragón en el compromiso de Caspe (1412); o la batalla de La Higueruela (1431), en el reinado Juan II de Castilla, que también en este caso fue objeto de un aparato propagandístico desproporcionado en beneficio del valido Álvaro de Luna.

La construcción de un estado moderno, en el concepto que de tal cosa tenían los Reyes católicos, no era compatible con el mantenimiento de esa singularidad en la Europa cristiana, que además quitaba libertad de movimientos a Castilla e impedía la explotación adecuada de una gran cantidad de tierras a lo largo de una extensa e insegura frontera.

La noticia de la Toma de Granada fue celebrada con festejos en toda Europa: en Roma se celebró una procesión de acción de gracias del colegio cardenalicio; en Nápoles se representaron dramas alegóricos de Jacopo Sannazaro, en los que Mahoma huía del león castellano; en la Catedral de San Pablo de Londres, Enrique VII de Inglaterra hizo leer una elogiosa proclama:
Este hecho acaba de ser consumado gracias a la valentía y a la devoción de Fernando e Isabel, soberanos de España que, para su eterna honra, han recuperado el grande y rico reino de Granada y tomado a los infieles la poderosa capital mora, de la cual los musulmanes eran dueños desde hacía siglos.
Este mapa corresponde a la situación de los cinco reinos peninsulares a comienzos del siglo XIV. El territorio del Reino de Granada en 1482 era ligeramente más reducido, sobre todo en su extremo occidental, habiendo cedido la zona del Estrecho y Antequera.

El enfrentamiento entre cristianismo e islam dotaba al conflicto de un rasgo inequívocamente religioso, que la implicación vigorosa del clero se encargó de remarcar, incluyendo la concesión por el papado de la Bula de Cruzada. Terminada la guerra, Isabel y Fernando recibieron el título de Católicos (1496) por el papa valenciano Alejandro VI, de la familia Borgia, en un reconocimiento del ascenso de España como potencia europea homologable, en lo que tampoco era ajena la política de «máximo religioso» de los Reyes, que había producido la expulsión de los judíos en 1492, poco después de la toma de Granada. La presión sobre los conversos, a través de la recién instaurada Inquisición española, estaba siendo particularmente dura desde el primer auto de fe (Sevilla, 1481). Por si esto fuera poco, el Papado también les concedió el Nuevo Mundo descubierto y por descubrir (de nuevo en ese mismo año) a cambio de su evangelización, todo ello en el conjunto de documentos conocido como Bulas Alejandrinas. Las referencias a la recuperación de Jerusalén no dejaron de estar presentes como un horizonte retórico.​

Desde una perspectiva más amplia, en el otro extremo del mar Mediterráneo se estaba formando el gigantesco Imperio otomano, musulmán, que había tomado la cristiana Constantinopla en 1453 y aumentaba sus dominios en los Balcanes y el Próximo Oriente, llegando incluso a ocupar temporalmente el puerto italiano de Otranto en 1480. No obstante, los granadinos debieron enfrentarse solos a los cristianos, puesto que sus posibles aliados, los sultanes de Fez, de Tremecén o de Egipto no se implicaron en la guerra.

Como proceso histórico, el avance territorial español no se detuvo con la toma de Granada y continuó de hecho durante el siglo siguiente, al seguir existiendo las fuerzas sociales que alimentaban esa necesidad expansiva. Esa expansión pudo verse en el exterior que, junto a los azares dinásticos que reunieron diversos territorios europeos, formó el Imperio español: la simultánea conquista de las Islas Canarias y la posterior Conquista de América (descubierta el 12 de octubre de 1492, en la expedición prevista en las Capitulaciones de Santa Fe firmadas por Colón y los Reyes frente a la Granada asediada); de la toma puntual de plazas del norte de África; además de la conquista del cristiano reino de Navarra en 1512.

El ejército
Durante la marcha hizo talar los campos y retó a combate al enemigo. El temor a las revueltas intestinas de los granadinos obligó al rey Albuhacén a rehusarle, no presentando nunca sus batallas ante las nuestras y limitándose a esconder entre los olivares multitud de peones y a colocar junto a los emboscados, prontos a acudir a la escaramuza, algunos jinetes sueltos, que en revuelto pelotón fingían caminar a la ventura; todo a fin de caer sobre los nuestros, si en su afán de pelear acometían incautamente a los moros en su marcha. Adivinó D. Fernando el ardid, y dio orden a los soldados de no empeñar combate a escondidas. 
Luego, a medida que se iban acercando a Granada, cuidaba más de la seguridad de los reales; no permitía a hombres de armas ni a peones romper el orden de las batallas, ni a los destinados a la tala de los campos que saliesen sin fuerte escolta; a todo proveyó con maduro consejo para evitar un descalabro como el ocurrido el año anterior junto a Loja. A ejemplo del Rey, los Grandes y el ejército entero observaban la más estricta disciplina, yendo a la aguada con la debida cautela, evitando con las patrullas las sorpresas del enemigo, procediendo, en fin, en todo cual cumplía a un ejército perfectamente disciplinado. Sólo fue obstáculo para continuar provocando a combate a la multitud enemiga, la insuficiencia de los víveres, porque, fuera de las mieses, todos los demás alimentos escaseaban, y no hubieran podido los soldados sufrir mucho tiempo sin quejarse la falta de víveres. 
Alfonso de Palencia, Guerra de Granada, libro III (1483)

Bandera utilizada por la infantería de los Reyes Católicos

Fue experimentada en las Guerras de Granada una nueva formación militar mixta de artillería e infantería dotada de armamento combinado (picas, espingardas, más tarde arcabuces...), con utilización menor de la caballería que en las guerras medievales, y con soldados mercenarios sometidos a una disciplina diferente a la del código de honor del vasallaje feudal, y sin olvidar contingentes no combatientes, en ocasiones numerosísimos: hasta 30.000 «obreros» en 1483, encargados de recoger o quemar cosechas (las famosas talas para debilitar la economía enemiga) y realizar otras tareas con valor táctico y estratégico.​

Esta innovadora unidad militar fue conocida posteriormente como tercios. A los pocos años se utilizaron con éxito en las guerras italianas al mando de un militar experimentado en las campañas andaluzas: Gonzalo Fernández de Córdoba o el Gran Capitán.

De todos modos, aunque se ha insistido en ello abundantemente por la historiografía, no conviene exagerar el precedente: las entrenadas tropas de choque castellanas de las Guerras de Granada seguían siendo esencialmente la caballería real y señorial, y las milicias a pie, en su mayor parte eran de reclutamiento concejil, en gran parte no combatiente, y su rendimiento fue mediocre.

Para Ladero Quesada fue la última hueste medieval de Castilla, claramente diferente de los cuerpos profesionales del siglo siguiente. Lo que sí puede considerarse una clara muestra de la forma moderna de hacer la guerra es el volumen de medios empleados: hasta 10.000 caballeros y 50.000 infantes, y más de 200 piezas de artillería construidas en Écija con ayuda de técnicos franceses y bretones. Los artilleros pasaron de ser cuatro en 1479 a 75 en 1482 y 91 en 1485, muchos de los cuales proceden de Aragón, Borgoña o Bretaña. La cantidad de animales de tiro y carga también se contaba por decenas de miles (hasta 80.000 mulas requisadas en un año).

La guerra fue casi completamente terrestre. Aunque hubo una considerable presencia naval de buques castellanos (del atlántico andaluz, vascos y de otros puertos cantábricos) y aragoneses, no pasaron de realizar una eficaz función de bloqueo, vigilancia y corso, dificultando la relación de los granadinos con sus posibles aliados del otro lado del Estrecho, que tampoco demostraron mucho interés por intervenir.

En cuanto a los costes financieros, fueron inmensos. Ladero Quesada aventura una cifra de mil millones de maravedíes para la Corona y otro tanto para los demás agentes que intervinieron. Se consiguió recaudar, además de los ingresos ordinarios (siempre en maravedíes): 650 millones con la Bula de Cruzada, 160 millones con subsidios o décimas del clero (habitualmente exento) y 50 millones de las juderías y comunidades mudéjares. Sólo los esclavos vendidos tras la toma de Málaga significaron más de 56 millones. Siendo insuficientes, se recurrió al crédito tanto en Castilla (de forma obligatoria a concejos, a la Mesta, a las colonias de mercaderes extranjeros y a algunos nobles) como fuera de ella (16 millones en Valencia) y la emisión de juros con un interés entre el 7 y el 10%.

PROTAGONISTAS
Los cristianos
Durante las Guerras de Granada la dirección de la conquista correspondió a la monarquía. Isabel I de Castilla no dejaba de estar presente en lugares no demasiado seguros (acudió a algunos asedios, e incluso estuvo presente en el campamento real durante un terrible incendio). La famosa promesa de no cambiarse de camisa hasta no tomar la ciudad (que quizá no fuera Granada, sino Baza) es un mito de imposible verificación, que también se ha relacionado con el cierre de los baños moros, por cuestiones morales. La implicación personal de Fernando fue constante.

También correspondió a la nobleza un papel protagonista, sin minusvalorar la presencia fundamental del clero (como la del confesor real, Hernando de Talavera) y la más oscura de las clases medias (como la del secretario real Fernando de Zafra).

Los Reyes Católicos conquistadores de Granada

Los caballeros castellanos
Ciertas familias de la aristocracia castellana destacaron por su participación en estas guerras, aunque al contrario que en las anteriores Guerras civiles castellanas, en este caso sometidas a una fuerte autoridad real.

Descolló la familia de Mendoza en la persona de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, I marqués de Mondéjar y II conde de Tendilla, conocido como El Gran Tendilla, que recibió el cargo hereditario de Alcaide de la Alhambra y los de Capitán General y Virrey de Granada.

La frontera, al comienzo de la guerra, quedó militarmente a cargo de tres altos nobles: Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago, en el oeste, con base en Écija; Pedro Manrique III de Lara, I duque de Nájera, en el norte, con base en Jaén; y Pedro Fajardo y Chacón, adelantado de Murcia, con base en Lorca.

El ya nombrado Gonzalo Fernández de Córdoba alcanzó un protagonismo especial y un futuro mucho más importante que el que parecía reservarle su posición de nacimiento, que si bien era en la alta nobleza (la casa de Aguilar y Córdoba) no era más que una posición más bien discreta. La capacidad de ascenso social no era imposible, pero estaban bien delimitadas las formas de acceder a ella: Gonzalo fue un ejemplo de cómo era necesaria una buena combinación de cuna, buena suerte, capacidad y esfuerzo personal para destacar en aquella turbulenta ocasión. Su ocasión llegó como consecuencia de su especial habilidad para contactar con los musulmanes, especialmente con el rey Boabdil que le consideraba amigo personal desde que éste estuvo preso en el castillo de Lopera. Tras demostrar su ingenio y capacidad militar y organizativa, logró la alcaldía de una fortaleza importante (Íllora) y sus buenos oficios fueron trascendentales en el fin de la guerra.

También se produjeron ennoblecimientos de soldados de valor destacado, la última oportunidad de tal ascenso social, tanto por acabarse el territorio peninsular a reconquistar como por la mutación fundamental que se estaba produciendo en el concepto mismo de la guerra y de la función militar de la nobleza.

En cuanto a la consecución de gloria individual, puede citarse a Hernán Pérez del Pulgar, el alcaide de las Hazañas, que terminó luciendo en su escudo once castillos por las plazas tomadas (destacando Málaga y Baza) y uno más por un temerario golpe de mano nocturno en que clavó a las puertas de la Mezquita Mayor de Granada un Ave María e incendió la Alcaicería (1490).

Si la búsqueda de la fama póstuma era uno de los principios que más animaba al hombre del Renacimiento, también lo consiguieron los menos afortunados Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza y Juan de Padilla, el Doncel de Fresdeval, con su tempranas muertes en batalla y sus extraordinarias tumbas, respectivamente, en la Catedral de Sigüenza y el Real monasterio de Nuestra Señora de Fresdelval.

En el Privilegio rodado de Asiento y Capitulación para la entrega de la ciudad de Granada, de 30 de diciembre de 1491, figuran un total de 48 confirmantes: los más altos nobles laicos y eclesiásticos que tomaron parte en la guerra de Granada hasta su rendición.

Tumba del Doncel de Sigüenza
Los sultanes nazaríes
La guerra tuvo mucho que ver con el hecho de que, al mismo tiempo que los reinos cristianos se habían pacificado y reorganizado, el reino de Granada se enfrentaba a la crisis dinástica de los últimos sultanes nazaríes (habitualmente referidos como «reyes» en las fuentes cristianas), concretada por la lucha de poder entre estos tres personajes emparentados (entre paréntesis se indican sus periodos de gobierno efectivo):
Cid Hiaya el-Nayyar (o Sidi Yahya), primo de Boabdil y cuñado de El Zagal, que actuaba como virrey o walí en Almería, Guadix y Baza, era partidario de la alianza con los castellanos, y terminó por entregar Baza y bautizarse con el nombre de Pedro de Granada (1489), iniciando la poderosa familia de los Granada Venegas.

Aparte de los enfrentamientos dentro de la familia real, la aristocracia granadina presentaba otras divisiones, como la rivalidad que adquirió tintes legendarios entre la familia de los zegríes (fronterizos o defensores de la frontera) y la de los abencerrajes (Banu Sarray, o sea, hijos del talabartero). También se registraron enfrentamientos entre los Alamines, los Venegas y los Abencerrajes en 1412. Estos últimos se sublevaron en Málaga en 1473 y fueron duramente reprimidos por Muley Hacén (incluyendo, según la leyenda, una matanza a traición en un salón de la Alhambra). Muchos huyeron a Castilla.

El sultán Boabdil, fue el último rey nazarí de Granada


DESARROLLO
Se distinguieron tres etapas en la guerra de Granada.

Primera etapa de 1482 a 1487
Una primera etapa se desarrolló en la conquista de la parte occidental del reino (actual provincia de Málaga, Loja y la Vega de Granada), aunque las conquistas territoriales se hicieron esperar hasta 1485, tras unos primeros años de improvisación.

Hasta entonces, las treguas entre Castilla y Granada se habían renovado regularmente (en 1475, 1476 y 1478). No obstante, los incidentes fronterizos no eran extraños, y la inestabilidad del reino musulmán empujó a una acción poco meditada: a finales del año 1481, como represalia por hostigamientos puntuales de parte cristiana, los musulmanes tomaron Zahara. Eso dio una excusa plausible para una operación de más envergadura el 28 de febrero de 1482: la toma de Alhama, a cargo de Rodrigo Ponce de León, II marqués de Cádiz, autorizado por Diego de Merlo, representante real en Sevilla. Enrique de Guzmán, II duque de Medina Sidonia, aristócrata enemigo del de Cádiz (en un ejemplo de sumisión a las órdenes reales y coordinación en un proyecto común) acudió a reforzar las posiciones recién ganadas. En abril fue el mismo Fernando el que llegó a Alhama. Esta plaza fue objeto de una especial atención durante el resto de la guerra, y confiada como un honor a personajes importantes (desde 1483 al conde de Tendilla).​ Si bien mantener una plaza avanzada y aislada era un disparate desde el punto de vista estratégico, se hicieron todos los esfuerzos necesarios para mantenerla abastecida y relevadas periódicamente las tropas de su guarnición, funcionando como uno de los elementos propagandísticos movilizadores de la guerra.​ No es extraño que algunas piezas del romancero, destacadamente el Romance de la pérdida de Alhama, eligiendo este episodio ejercieran a esa función:

Paseábase el rey moro
por la ciudad de Granada,
desde la puerta de Elvira
hasta la de Vivarambla
—¡Ay de mi Alhama!

Cartas le fueron venidas
que Alhama era ganada.
Las cartas echó en el fuego,
y al mensajero matara.
—¡Ay de mi Alhama!

Descabalga de una mula
y en un caballo cabalga,
por el Zacatín arriba
subido se había al Alhambra.

—Habéis de saber, amigos,
una nueva desdichada:
que cristianos de braveza
ya nos han ganado Alhama.
—¡Ay de mi Alhama!

Allí habló un alfaquí,
de barba crecida y cana:
—Bien se te emplea, buen rey,
buen rey, bien se te empleara
—¡Ay de mi Alhama!

—Mataste los Bencerrajes,
que eran la flor de Granada;
cogiste los tornadizos
de Córdoba la nombrada.
—¡Ay de mi Alhama!

Por eso mereces, rey,
una pena muy doblada:
que te pierdas tú y el reino,
y aquí se pierda Granada.

Techo de la Sala de los Abencerrajes de la Alhambra, donde cuenta la leyenda que fueron asesinados por orden del sultán treinta y seis caballeros principales de la familia Banu Sarray o abencerrajes.

Las siguientes operaciones significaron un fracaso para los cristianos: en el fallido ataque a Loja (julio de 1482) murió el maestre de la Orden de Calatrava, Rodrigo Téllez Girón, y en la primavera siguiente tampoco se consiguió tomar Málaga ni Vélez Málaga, cayendo prisioneros importantes nobles, como Juan de Silva, III conde de Cifuentes.

En abril de 1483, en medio de las disensiones internas, y con el fin de adquirir prestigio, Boabdil intentó sin éxito tomar Lucena con 700 jinetes y 9.000 soldados, pero fue derrotado por el conde de Cabra, cayendo prisionero. El destino del Rey Chico fue debatido en un consejo celebrado en Córdoba. El marqués de Cádiz era consciente de las implicaciones en la política interior granadina.

La alcazaba de Málaga, fortaleza musulmana en el monte Gibralfaro, sobre el antiguo teatro romano

Los Reyes Católicos emprendieron una jugada que demostró ser decisiva: lo liberaron tras asegurarse su alianza, incluyendo el pago de tributos. Desde Almería, hizo la guerra a su padre el sultán Muley Hacén.​ Al poco tiempo (en otoño), Zahara, la plaza que había originado el conflicto, volvió a manos cristianas.​ También tuvo importancia la toma de Tájara durante una vasta expedición de aprovisionamiento a Alhama y de tala de la vega granadina dirigida por el propio Fernando. Su situación frente a Loja la hizo clave en la fase siguiente.

El resentimiento contra Boabdil repuso a su padre en el trono de Granada y le valió una fatwa o condena por un tribunal compuesto de los más prestigiosos cadíes, muftíes, imanes y profesores el 17 de octubre de 1483, que a pesar de citar gravísimas consecuencias fundamentadas en el Corán, también dejó prudentemente un margen para la reconciliación:
De esto dijo el Enviado de Alá —Alá lo bendiga y salve— «No es otra cosa que la muerte», por lo que significa: destrucción de los musulmanes, incitación al enemigo a extirpar de raíz la flor y nata de los creyentes y violar sus cosas más sagradas, todo lo cual está declarado ilícito en el Libro de Alá, en la sunna de su Enviado —Alá lo bendiga y salve—, y en la opinión unánime de los ulemas, aparte otros peligros evidentes, ya que apoyarse en los infieles y pedirles ayuda cae con toda evidencia bajo la amenaza contenida en las palabras de Alá Altísimo: «¡Oh, creyentes! No toméis por amigos a los judíos y a los cristianos, porque unos son amigos de los otros. Aquel de entre vosotros que los tome por amigos se convertirá en uno de ellos. Alá no es guía de la gente injusta». Y en estas otras palabras: «Aquel de vosotros que lo hiciere, se apartaría del camino llano». 
Haber prestado juramento de fidelidad al príncipe prisionero es obstinarse en los errores y hechos ilícitos a que nos hemos referido e insistir en los crímenes y maldades que ya han perpetrado. Todo aquel que les dé amparo o les ayude de palabra o de obra, presta ayuda a la rebeldía contra Alá Altísimo y se pone en contra de la sunna de su Profeta. Y todo aquel que se complazca en lo que hacen, o desee su victoria, tiene el deseo de rebelarse contra Alá en la tierra de Alá con la más grave de las rebeldías. Esta es la cualificación en tanto persistan en tal conducta. 
Ahora bien, si vuelven a Alá y renuncian a la disensión y a la rebeldía en que se encuentran, los musulmanes tienen el deber de aceptarlos, porque Alá Altísimo dice: «Quien después de haber cometido injusticia vuelve a Alá y se enmienda, también Alá se vuelve a él». A Alá pedimos para que nos inspire el recto camino que debemos seguir, nos libre de la maldad de nuestras almas y afiance con bien nuestra concordia. Él, que puede hacerlo, nos valga en ello.
Autores de la fatwa 
Punto de inflexión: 1485
Si hasta entonces, los dos primeros años de la guerra de Granada habían sido no muy distintos a la forma medieval de la guerra, en adelante, el ataque cristiano adquirió una intensidad y continuidad que demostraban la voluntad de suprimir definitivamente la existencia independiente del Reino de Granada.​ A partir de entonces y sucesivamente, cayeron Ronda (mayo de 1485), Marbella (sin combatir), Loja (mayo de 1486, con un uso decisivo de la artillería pesada), gran parte de la Vega de Granada (fortalezas de Íllora, Moclín, Montefrío y Colomera), y en la costa Vélez Málaga y la propia Málaga (19 de agosto de 1487). Esta plaza era especialmente significativa por ser el principal puerto y por la reducción a esclavitud de la mayoría de sus 8.000 habitantes (los que no reunieron un rescate de 20 doblas) y de los 3.000 gomeres de su guarnición, de procedencia norteafricana, dirigidos por Hamet el Zegrí.

En el aspecto interior de la política granadina, las luchas intestinas eran no menos violentas e incluso más decisivas para la suerte final de la guerra. En 1485 el Zagal parecía haber derrotado a sus parientes, destronando a su hermano Muley Hacén (que murió poco después) y expulsando a su sobrino de las zonas que ocupaba. Boabdil se vio forzado a recuperar la imagen de guerrero islámico con una nueva ofensiva contra los cristianos, aunque en el transcurso de esta volvió a caer prisionero de Castilla. No obstante, el hecho no le fue desfavorable, ya que fue excusa suficiente para sellar un nuevo trato con los Reyes Católicos, poniéndose al frente de un ejército cristiano-musulmán que tomó Granada para Boabdil en 1487. Quedaba para el Zagal buena parte del resto del territorio, incluyendo ciudades asediadas, como Baza.

Castillo de Benzalema, en Baza

Segunda fase, de 1488 a 1490
Esta fase de la guerra de Granada consistió en la conquista de la parte oriental del reino (actual provincia de Almería) y el resto del territorio, excepto la capital.

Las campañas militares se vieron frenadas en 1488 como consecuencia de varios factores: una epidemia de peste por toda Andalucía, la convocatoria de Cortes de Aragón en los reinos de la Corona de Aragón, que requería la atención de Fernando y el cansancio propio de los años transcurridos de guerra.​ También existieron razones de política exterior, pues la cuestión sucesoria de Bretaña, que involucraba al Reino de Navarra, proporcionaba una oportunidad que no podía desaprovecharse. Aunque la campaña dirigida contra el rey de Francia fue un fracaso militar, la jugada supuso un éxito diplomático y proporcionó la base de la futura invasión de Navarra e incluso de la alianza con Maximiliano I de Habsburgo, al que apoyaron en una coyuntura apurada.

Trasladada la base de operaciones a Murcia, se produjeron unas primeras conquistas relativamente sencillas (Vera, Vélez Blanco y Vélez Rubio). No obstante, localidades mejor defendidas, como Baza y Almería, se resistieron firmemente, en lo que significó la campaña más dura de toda la guerra (1489). La toma de Baza, asediada de junio a diciembre de 1489, llevó en poco tiempo a la capitulación de Almería, Guadix, Almuñécar y Salobreña, mientras el Zagal se rendía a los Reyes Católicos, pasando a su servicio desde su señorío de Andarax. Granada quedaba totalmente aislada. Más tarde (1491) se retiró a África, donde el sultán de Fez, por sugerencia de su sobrino Boabdil, le encarceló y cegó.

Castillo de Lanjarón, en las Alpujarras

Tercera fase, de 1490 a 1492
En la última fase de la guerra de Granada las operaciones se limitaron al asedio de la ciudad, dirigido desde el campamento-ciudad de Santa Fe. Con más intrigas que acontecimientos militares, los Reyes Católicos exigieron a Boabdil la entrega de la ciudad en cumplimiento de sus tantas veces renovados pactos.

El desenlace se demoró no tanto por resistencia de Boabdil, sino por su falta de control interno efectivo, que los cristianos tampoco deseaban erosionar en exceso. Las últimas negociaciones secretas incluyeron el respeto a la religión islámica de los que decidieran quedarse, la posibilidad de emigrar, una exención fiscal por tres años y un perdón general por los delitos cometidos durante la guerra. Se negociaron tres documentos entre los emisarios de los Reyes Católicos, Gonzalo Fernández de Córdoba y el secretario real Fernando de Zafra y el emisario de Boabdil.
El de Zafra, portador de la propuesta definitiva de los Reyes de Castilla, se retrasaba aquel día en el interior de la plaza. Había caído ya la noche, y en el cuartel de los Reyes su tardanza infundía sospechas... Hernando de Zafra, que allá tarda, se cree le hayan muerto o preso... al quarto de la modorra, con ánimo enhiesto, sin que ningún peligro le apasionase, salió [Gonzalo de Córdoba] del real, hurtándose de las guardas; antes de la luz primera llegó a la Alhambra, donde halló con el Rey y los alfaquíes Corrud y Pequeni, al Alcaide Muley y al secretario Fernando de Zafra. Se discutían aún las garantías y certidumbre que los Reyes daban a Boabdil por su dominio de las Alpujarras. Y el recién llegado fue quien zanjó la discusión que ponía fin a lo tratado: El debdo y tierras, señor alcaide, durará cuanto durare su señoría en el servicio de sus altezas. 
Hernán Pérez del Pulgar, citado y glosado por Luis María Lojendio​
El 25 de noviembre de 1491 fueron firmadas las Capitulaciones de Granada, que concedieron además un plazo de dos meses para la rendición. No hubo necesidad de agotarlo, porque los rumores difundidos entre el pueblo granadino de lo pactado causaron tumultos, sofocados tanto por los cristianos como por los fieles a Boabdil, que acabó por entregar Granada el 2 de enero de 1492.​

El destino de los mudéjares convertidos en moriscos
Boabdil comenzó retirándose a las tierras alpujarreñas que le garantizaban los Reyes, pero finalmente (noviembre de 1493, tras una fuerte indemnización),​ optó por cruzar el Estrecho, como la mayor parte de la élite andalusí. Otros, como la familia Abén Humeya, se convirtieron al cristianismo y fueron recompensados con la conservación e incluso el incremento de su estatus social (señorío de Válor). No obstante, las conversiones fueron muy minoritarias entre la población musulmana, que quedó sometida al dominio cristiano —categoría social que durante la Edad Media venían recibiendo el nombre de mudéjares—. Dicha población estaba constituida fundamentalmente por campesinos sometidos a un duro régimen señorial, ahora con señores cristianos. Se calcula en casi mil el número de mercedes, que en este caso eran transferencias de propiedad a grandes señores, militares destacados o clérigos importantes, e incluso musulmanes aliados. Algunas serán incluso devoluciones parciales de tierras confiscadas durante la guerra, como la Merced a Fernando Enríquez Pequeñí (converso cuyo nombre árabe era Mohamed el Pequeñí), regidor de Granada, de parte de la hacienda de su yerno Mohamed Alhaje Yuçef, muerto en el combate de Andarax cuando luchaba contra las tropas reales.​ En la práctica totalidad eran señoríos de pequeñas dimensiones, con la excepción del marquesado del Cenete, que se formará con la concesión hecha al Cardenal Mendoza. Se puede decir que desde antes de acabar la conquista se está diseñando una colonización, planificada en buena parte por Fernando de Zafra, no exenta de contradicciones.
Si aquí se han de cumplir todas las mercedes, ni si es menester que se pueble de cristianos ni menos de moros. No entiendan vuestras altezas que esto se puede hacer todo junto, conplir con las mercedes y poblar los pueblos
Fernando de Zafra
Grabado de la novela Los Monfíes de las Alpujarras (1859) de Manuel Fernández y González que muestra al rey Boabdil junto a su madre contemplando Granada tras la derrota.

La población mudéjar pasó en poco tiempo de ser tratada con una inicial política de apaciguamiento, como correspondía a las condiciones de la capitulación, dirigida en lo religioso por fray Hernando de Talavera, confesor de la reina y primer arzobispo de la ciudad; a otra de mayor firmeza a partir de la visita del nuevo confesor, el cardenal Cisneros (1499). Como resultado, se obtiene un incremento de las conversiones, pero también un motín en el Albaicín (arrabal granadino que había pasado a ser el gueto islámico de la ciudad, mientras la antigua medina pasaba a ser remodelada y ocupada por repobladores cristianos)​ y una sublevación en las Alpujarras. Tales desórdenes fueron considerados como una ruptura de las condiciones de la capitulación por la parte islámica, con lo que, libres de toda cortapisa, los reyes emitieron la Pragmática de 11 de febrero de 1502, que obligaba al bautismo o al exilio de los musulmanes. En la práctica los bautismos fueron masivos, con una coerción poco disimulada. Más que un remedio, se originó un problema de integración, incluyendo la rebelión de las Alpujarras (1568-1571), considerada una nueva Guerra de Granada, su dispersión por los territorios castellanos del interior (siendo sustituidos por colonos cristianos viejos, en perjuicio de una agricultura tradicional extraordinariamente adaptada a un entorno natural muy delicado) y, con el tiempo, su expulsión (1609), junto con los moriscos de la Corona de Aragón.

Visiones literarias
La guerra y conquista de Granada dio tema a numerosas composiciones literarias en español y otros idiomas. Fue asunto de una gran parte del Romancero nuevo, en especial de los llamados romances fronterizos y noticieros e inspiró además la maurofilia de los romances moriscos, la novela morisca y no pocos poemas heroicos y comedias de moros y cristianos.​ Asimismo hubo un importante eco europeo; baste mencionar Almahide Ou L'esclave Reine (1660) o a John Dryden y su The Conquest of Granada («La conquista de Granada», 1670); más de un siglo después aparece la obra de Jean Pierre Claris de Florian Gonzalve de Cordoue (1791), que influiría en el romanticismo posterior durante casi medio siglo en obras parecidas del resto de Europa.​ En EE.UU., por ejemplo, cabe mencionar a Washington Irving y su Crónica de la Conquista de Granada junto a sus Cuentos de la Alhambra y a William H. Prescott y su History of the Reign of Ferdinand and Isabella, the Catholic (1837).

Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Granada

Allá van leyes do quieren reyes: la seguridad jurídica...

Para echarse a temblar: ése es en efecto el camino del absolutismo y de la arbitrariedad. Lo que nos proporciona seguridad jurídica es que haya leyes seguras, que no dependan del capricho de los que mandan: sean reyes, Papas o pueblos (es decir democracias), que la democracia, por la fuerza de los números nos puede asegurar algunas cosas: pero no la equidad, la sensatez, la verdad, la bondad… la democracia no es garantía ni de equidad, ni de sensatez, ni de bondad. Hitler se hizo con el poder de la manera más democrática; por consiguiente todo su régimen fue un infausto parto de la democracia. Como tampoco nos puede asegurar nada de eso, el hecho de que sea el papa o el mejor de los reyes quien decida torcer las leyes a su voluntad.

Pero bueno, si hasta Dios, que es por sí mismo la Bondad, la Santidad, la Equidad, la Justicia, ha preferido darnos leyes para no obligarnos a depender sólo de su libre arbitrio por más dotado que esté de Sabiduría infinita, de Santidad, de Bondad y de Justicia; si hasta el mismo Dios nos dio sus Diez Mandamientos, la ley más inamovible de todas las que han existido en la historia del hombre, porque el hombre necesita tener la seguridad de que se está comportando conforme a la voluntad de Dios y por tanto, conforme a la bondad, a la verdad y a la equidad, ¿qué tendremos que decir de las leyes de los hombres? La ley está para dar seguridad, para blindarnos contra caprichos y veleidades del poder… incluso si fuese el caso, para defendernos de los posibles caprichos y veleidades de Dios. No es el caso del Dios de Jesucristo, ciertamente. Pero sí el de Alá que, por decirse omnipotente, puede hacerlo todo ¡hasta el mal! ¿Qué decir por tanto de la seguridad jurídica que están obligados a darles todos los gobernadores a sus gobernados?

Pero he aquí que la sacralización de la democracia nos ha llevado a concederle a ésta, privilegios de los que sólo gozaron los tiranos. El poder, por ser poder (sea del mónos, sea de los oligoi, sea de los aristoi, sea del demos, sea de la plebe plebiscitaria, sea del déspota), es insaciable, y por eso tiende a ser totalitario y despótico. No tenemos más que ver cómo crece el poder en nuestra sociedad, y cómo se esmera en asumir a toda costa la responsabilidad de nuestra manutención (se ha reservado las áreas de la salud y la educación en la inmensa mayoría de dominios): y no para de crecer ese afán, que sólo es sostenible con el crecimiento en paralelo de los impuestos, es decir de la esclavización a tiempo parcial.

Pero fíjense que, en Europa, el poder político mantiene hasta a la Iglesia: a costa de los impuestos, claro, es decir a costa de cotas cada vez más altas de esclavización. Es que, ¡mira por dónde!, sus ansias de mantenimiento no tienen límite. Es su peculiar sentido de la bondad: y como no podía ser de otro modo, la principal ley anual, es la de la manutención con los respectivos impuestos: es la del reparto de cuotas de esclavización y manutención. Eso es así porque el modus vivendi del Estado, sea cual sea su forma política, es nuestra manutención.

Una vez establecido que lo óptimo es que cada vez gasten más en nuestra manutención, lo obvio es que cada vez sea mayor el peso de los impuestos. Admitamos pues que, por oneroso que sea, cualquier sistema de poder, del despótico al democrático, tiene todo el derecho a «legislar» sobre capítulos de manutención (cada vez más, entre ellos también la seguridad) y capítulos de impuestos (también al alza). Evidente, porque es así como funciona todo sistema de poder: mediante imposición, es decir mediante impuestos.

Pero lo que está fuera de todo orden y de toda sensatez es que las ansias de dominación de nuestros políticos les hayan llevado a legislar sobre las leyes físicas y biológicas, sobre historia y religión, sobre moral y prosodia. Sobre cualquier cosa: como si el poder otorgase conocimiento. Allá van leyes do quieren reyes, en un ejercicio de fatua ostentación de poder de los que mandan, y de servil adulación de los que obedecen. Comprensible en los que obedecen a sueldo; pero alucinante en los que les regalan su adhesión y asentimiento a esos adictos del poder.

Un Estado de Derecho (e incluso los que no merecen esa digna calificación) se sostiene sobre un entramado de leyes estables (conditio sine que non para merecer la calificación de leyes), a las que están sujetos todos los miembros de la Nación, ya sean soberanos, ya sean vasallos. Porque si el soberano, llámese como se llame, no respeta las leyes o prescinde de ellas a su conveniencia, coloca a su Estado en una situación lastimosa tanto para él mismo como para sus súbditos.

Y lo que vale para un Estado, vale para cualquier institución, llámese asociación, club, empresa o iglesia.

El grado de cumplimiento de las leyes que cada institución se ha dado, es el termómetro de su nivel de salud. Un Estado o una institución en que allá van leyes do quieren reyes, es una institución muy enferma. Y a menudo se trata de enfermedades que anuncian la muerte. Por eso es vital que haya en ellas personas y equipos (especie de organismos de defensa) cuya función sea vigilar que nadie pueda irrogarse ningún género de soberanía sobre las leyes. Las leyes son sagradas: y no están hechas para defender a las personas concretas, por alto que sea su rango (lo cual sería una forma de privilegio, es decir de ley privada), sino para defender a la institución, que es patrimonio de todas las personas que la forman; no de sus dirigentes.

Uno de los elementos a los que debe su prolongadísima duración en el tiempo una institución bimilenaria como la Iglesia, son sus normas de funcionamiento interno, que en este caso se llama Derecho Canónico. Constituye por tanto un grave atentado contra la integridad de la Iglesia todo desgaste y laminación de ese Derecho, trasvasando a la arbitrariedad de la jerarquía de turno, lo que era derecho de la institución, y por tanto de todos sus miembros por igual, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos: sin que los haya que tengan el privilegio (ley privada de ellos solos) de dejar las leyes en suspenso cuando así lo consideren o les convenga. Y si esas transgresiones se permiten con las leyes de menor rango, en las que se defiende la igualdad de derechos y deberes de todos sus miembros, tarde o temprano alcanzan a los revestidos del máximo poder. Eso, exactamente fue lo que ocurrió repetidamente en el gran Cisma de Occidente: los que tiraban de los hilos del poder, tanto dignatarios de la Iglesia como príncipes de este mundo, se saltaron las barreras de la ley de la Iglesia, del Derecho Canónico, cada vez que la transgresión les favorecía. Convirtiendo así el Derecho en algo que pone límites sólo a quien no tiene la fuerza o la audacia necesarias para saltárselos.

En efecto, en la Iglesia, el tema de la elección (y el pretendido derecho de deposición) del papa, ha sido quizá la más decisiva piedra de toque de la supremacía de la legalidad instituida, sobre cualquier interés (por legítimo que fuese) que chocase con ella. Y ahí fue donde se produjo la gran mascarada. ¿Qué tenemos pues? Un papa pusilánime que cede al capricho del rey de Francia de que la sede del Obispo de Roma esté en Aviñón. Y que se pliega a la voluntad del rey para conformar un colegio cardenalicio a su medida: a la del rey. Unos habitantes de Roma que al ver que la ciudad se ha arruinado por la ausencia del papa, montan un violento motín para exigir —bajo amenaza de muerte— a los cardenales reunidos en cónclave la elección de un papa romano o al menos italiano, decían. Tras la desastrosa elección, todos los cardenales la declaran nula y eligen un nuevo papa que acabará de nuevo confinado en Aviñón. Un concilio en Pisa que declara ilegítimos a los dos papas —al romano y al aviñonés— y elige un tercero. Otro concilio, el de Constanza, convocado por el príncipe Segismundo de Luxemburgo, luego emperador del Sacro Imperio Germánico (ojo, que no es un miembro de la jerarquía eclesiástica) y avalado luego por un tal papa Juan XXIII —el de Pisa— en el que, saltándose todos los protocolos y leyes de los concilios, se pone fin al enredo.

Crónica del Concilio de Constanza de Ulrich Richental

Y es ahí donde aparece nuestro Benedicto XIII, el aragonés Pedro de Luna, como voz que clama en el desierto (en el largo cautiverio de Aviñón y en el exilio de Peñíscola), defendiendo el principio de legalidad canónica como el principal bien de la Iglesia a proteger en ese momento.

Y es que en ese momento los príncipes del mundo se conformaban con poner y quitar papas y llevarlos de aquí para allá. Hoy no les basta: poner y quitar papas. Les sobraba Benedicto XVI y no pararon de acosarle con campañas de desprestigio en el exterior e insidias en el interior.

Ahora, sin embargo, pretenden cambiar la doctrina y hasta la teología de la Iglesia. Y en ello andan algunos empleados bien a fondo. Sólo así podrían convertir a la Iglesia en una inofensiva ONG, dedicada exclusivamente a atender a la marginación social que generan las corruptelas de un sistema podrido que, obsequioso, otorgaría la subvención. Menos mal que el poder de la muerte no la podrá destruir… (cf. Mateo 16,18) a pesar de todo lo que la maltratamos. ¡Dios sea bendito!

EN LA GUERRA CIVIL SÍ HUBO BUENOS Y MALOS

Pío Moa, único y tan irrepetible como necesario

VOX ha presentado una propuesta en Castilla-León contra la Ley de Memoria Histórica diciendo que no hay que mantener una historia de buenos y malos.
Creo que ha cometido un grave error. Si va en plan neutral de «ni buenos ni malos» cae enseguida en la trampa. La cuestión no debe plantearse en esos términos sentimentales y seudomoralistas, sino como una ley totalitaria, inadmisible en democracia, que dice a los españoles lo que deben pensar sobre su historia. Obviamente quienes defienden esa ley no son demócratas, y ese es el segundo punto a denunciar. Si no quieren ir más allá, pueden señalar que hay mucha gente que tiene una visión de la guerra civil muy diferente de la que señala dicha ley y sus antidemócratas defensores. Y que harían bien en leer a un tal Pío Moa, en vez de evitar citarme porque la izquierda y los separatistas quieren declarar mi muerte civil y la derecha les obedece. Por lo demás, sí fue una historia de buenos y malos. Muy malos, precisamente.

Pero reconocerá la dificultad de cambiar de pronto una visión que se ha impuesto, que la han impuesto todos los partidos.
Precisamente porque es difícil, el esfuerzo debe ser mayor. No tiene VOX por qué decir ahora mismo que los malos y principales asesinos fueron los perdedores, pero debe ir preparando la idea. Y el primer paso es señalar que se trata de una ley antidemocrática hecha por enemigos de la democracia.

Pero saldrán con lo de las cunetas y los represaliados por pensar de otra forma.
Hay que decir dos cosas: que el Frente Popular asesinó y torturó a mansalva, incluso entre ellos mismos, y que lo de las cunetas exagera enormemente el asunto. Incluso decir que se ha convertido en un negocio sucio. Precisamente mi libro sobre el Frente Popular debería ser promocionado masivamente por VOX y por cualquier persona preocupada por las derivas actuales. Hay que combatir la ignorancia y la falsificación de la historia por todos los medios, pues de ello depende el rumbo que sigan las políticas actuales. En cuanto a que pensaban de otra forma es cierto: pensaban y actuaban para disgregar España e implantar regímenes totalitarios. Es lógico que los antidemócratas autores de la ley se identifiquen con ellos.

He leído algunas reseñas de su novela Sonaron gritos y golpes a la puerta, y coinciden en que no es un relato de buenos y malos.
Una novela trata de destinos personales. Indudablemente hubo personas buenas, malas y regulares en los dos campos, y una novela debe tenerlo en cuenta para no convertirse en un panfletillo de propaganda. Pero la historia tiene otro carácter, es un hecho colectivo en el que se dilucidan objetivos políticos e ideológicos generales. El Frente Popular se componía, como ahora mismo, de separatistas y totalitarios, más algunos liberales que les servían de disfraz. Por consiguiente, un bando libró la guerra para disgregar España e imponer uno o varios estados totalitarios, erradicar la cultura cristiana, la propiedad privada y la familia tradicional. Y el bando contrario luchó para impedir tales cosas. Claro está,  para quienes prefieren una España disgregada y totalitaria, los buenos solo pueden ser los del Frente Popular, pero como no lo pueden decir abiertamente, aseguran que ellos era simplemente demócratas. Cómo puede tener  algún crédito una patraña tan gigantesca es algo que asombraría si no tuviéramos en cuenta el ínfimo nivel intelectual de las élites españolas actuales. A ver si mi libro contribuye un poco a cambiar las cosas.

Pero los franquistas tampoco eran demócratas.
Al analizar la guerra debemos olvidar la falsa cuestión de si eran demócratas unos u otros y menos aún la de si unos y otros cometieron atrocidades. En las guerras muere mucha gente, de un bando y de otro. y, si se quiere ir por ahí, las atrocidades peores, más sádicas, las cometió el Frente Popular. No estaba en cuestión la democracia porque precisamente el Frente Popular la arruinó, la hizo imposible y la desacreditó para muchos años. Estaban en cuestión los asuntos mencionados, mucho más básicos. No puede haber convivencia en paz y en libertad, que eso es lo que significa la democracia, si se intenta disolver la nación, que es el suelo en que se asientan los regímenes, y por supuesto la democracia. Se luchó por cuestiones más básicas, como digo: la unidad nacional, la cultura cristiana y la libertad personal, aunque se restringieran las libertades políticas. Y ahora vuelven a plantearse las mismas cosas con el régimen zapaterista, un nuevo frente popular informal pero real, impuesto como por descuido. Descuido culpable, delictivo, del PP, si se quiere ver así. No podemos andarnos con paños calientes, porque ni la izquierda ni los separatistas ni el PP han aprendido nada de la historia, con lo que vuelven a plantearse problemas que debían estar completamente superados. Hay que defender la verdad, con habilidad pero sin miramientos. Y para eso hay que empezar por enterarse un poco y valorar de lo que pasó realmente.

VOX defiende que nuestros abuelos de los dos bandos se abrazaron y reconciliaron, y que esa ley vuelve a crear divisiones.
Los sentimentalismos en estas cuestiones son muy perjudiciales. Los abuelos no se abrazaron, simplemente hubo una reconciliación de hecho, sin necesidad de abrazos y lágrimas, ya en los años 40, como he demostrado. Y esa reconciliación se demostró radicalmente en el inmediato posfranquismo, cuando los partidos de la ruptura querían impedir esa reconciliación y volver a las andadas. Según ellos, el pueblo español sufría lo indecible bajo el franquismo y añoraba la república. El pueblo español les demostró radicalmente lo contrario y eligió evolucionar a la democracia pero desde la legitimidad franquista, de la ley a la ley. Esa gente ha tenido que volver a levantar, empecinada y estúpidamente, un Himalaya de mentiras sobre la guerra y el franquismo para llegar a la situación actual, con leyes totalitarias golpe de estado permanente y amenazas muy serias de disgregación, como hace 83 años.

¿Debería VOX, entonces, apoyar abiertamente al franquismo?
Mire, eso es una cuestión de estrategia y de táctica. Tácticamente debe evitar ese debate, porque hoy por hoy la ignorancia y el fanatismo están demasiado extendidos. Lo que debe hacer es denunciar el carácter totalitario de la ley y defender el derecho de los españoles a pensar sobre su pasado de modo distinto a como pretenden los antidemócratas. Al mismo tiempo debe facilitar que la gente se vaya enterando de la realidad histórica, tal como el PSOE y los separatistas han estado bregando durante decenios para implantar su falsedad histórica. Derogar la ley es posible a corto plazo denunciando su carácter totalitario: es política de ocasión. Combatir la ignorancia y falsificación entre la gente va a requerir más tiempo, es política estratégica, de fondo. Un partido que olvide la política de fondo cae inevitablemente en el oportunismo y se condena a medio, incluso a corto plazo. Solo hay que ver el caso de Ciudadanos.

Pero no puede negarse que el franquismo fue una dictadura.
Lo fue, pero la historia demuestra que las dictaduras son a veces necesarias. Y que quienes las hacen necesarias son los demagogos y fanáticos, que fue lo que pasó con el Frente Popular. Una dictadura puede ser estéril o fructífera, y la de Franco fue  fructífera en grado sumo. Y una democracia no garantiza ni siquiera la estabilidad si está gobernada por «la estupidez y la canallería», que decía el liberal Gregorio Marañón. El Frente Popular destruyó lo que tenía de demócrata la república, y el nuevo frente popular actual está haciendo lo mismo con la democracia decidida de la ley a la ley en 1976. Un análisis político que carezca de perspectiva histórica puede ser muy inteligente pero termina reduciéndose a mero chismorreo político. Es lo que hoy predomina entre lo analistas y en los medios. Mi libro sobre el Frente popular no es «de ocasión». Va directamente a clarificar estas cuestiones, porque la democracia no puede construirse sobre el fraude historiográfico que tanto predomina hoy.

Fuente: Pío Moa/El Correo de Madrid

ESPAÑOLES, FRANCO HA RESUCITADO

La reciente sentencia del Tribunal Supremo, por la que se autoriza la remoción de los restos fúnebres de Franco, nos permite reflexionar sobre la desintegración del Derecho. La sentencia, desde el punto de vista de la racionalidad jurídica, es un atropello despepitado de la inviolabilidad de los lugares de culto, el derecho que asiste a las familias sobre las sepulturas de sus antepasados y el respeto debido a los muertos. No sólo se salta alegremente principios básicos de cualquier ordenamiento jurídico, sino que pisotea (digámoslo así) los fundamentos mismos de la civilización. Pues el elemento común a cualquier civilización que merezca tal nombre es el respeto a los muertos, incluso a quienes en vida fueron viles, pues los muertos nos recuerdan que somos frágiles y mortales; y todo afán justiciero se aplaca ante la gravedad definitiva de un cadáver. Por mucho que se disfrace con piruetas leguleyas y coartadas democráticas, el desenterramiento y traslado de los restos fúnebres de Franco es un ejercicio macabro de barbarie y resentimiento que nos devuelve a la selva.

En las épocas más oscuras de la Historia estas bestialidades se hacían por las bravas, porque los demonios del resentimiento vagaban libres y en porreta; ahora estas bestialidades se han vuelto atildaditas y asépticas, incluso con apariencia «respetuosa», porque los demonios del resentimiento se visten con toga y puñetas. Pero esta sentencia del Tribunal Supremo —como tantas otras evacuadas por este y otros órganos judiciales— nos prueba que el Derecho ha dejado de ser determinación de la justicia, para convertirse en un barrizal positivista nacido del arbitrio humano; o, dicho más exactamente, nacido del arbitrio del poderoso de turno, que utiliza las leyes y las sentencias judiciales para enmascarar sus pasiones.

Positivismo es la ideología del demonio, y viene de antiguo

Si el Derecho todavía fuese, siquiera remotamente, determinación de la justicia, la mera posibilidad de desenterrar cadáveres causaría honda repugnancia moral; y no habría juez que se aviniese a dar cobertura legal a tal desafuero. Pero la justicia ha dejado de ser el fundamento del derecho positivo, y el poderoso de turno se convierte así en creador de un derecho que, por supuesto, ya no es expresión de la racionalidad jurídica, sino puro ejercicio del poder, acto de voluntad desenfrenada del Estado Leviatán; o, utilizando la escalofriante expresión hegeliana, «libertad del querer», puro nihilismo jurídico apoyado en conveniencias políticas cambiantes, cuando no en pulsiones y pasiones convenientemente disfrazadas de espantajos políticamente correctos. Porque nuestra época, tan atildadita, ya no puede permitir que los demonios vaguen libres y en porreta.

Contra quienes convierten la justicia en la decisión coyuntural e interesada del más fuerte ya nos advertía Platón en el libro IX de su diálogo Las leyes: «De cualquiera que esclavizase las leyes poniéndolas bajo el imperio de los hombres, sometiere la ciudad a una facción y despertase la discordia civil, hay que pensar que es el peor enemigo de la polis». Esta sentencia, que atropella la inviolabilidad de los lugares de culto, el derecho de las familias sobre las sepulturas de sus antepasados y el respeto debido a los muertos, es también el acta de resurrección de Franco, que nunca en los últimos años había estado tan vivo como hoy. Han resucitado a Franco, a la vez que han enterrado el Derecho. Y todo por resentimiento, el resentimiento de los hijos de papá cuyas familias medraron con Franco y que ahora, encaramados en las altas instituciones del Estado, necesitan inventarse una mitología antifranquista que sepulte la terrible verdad de sus vidas.

Fuente: FNFF/Juan Manuel de Prada

LA CULPA DE TODO LA TIENE FRANCO

Algunos pueden preguntarse cómo es posible que, ante la decisión de un gobierno de profanar el cadáver de un católico en un acto groseramente totalitario, la postura oficial de la Conferencia Episcopal Española (que no de la Iglesia) sea la de «no oponerse». Vaya, nadie imaginaba a un prelado encadenado a la lápida que reposa junto al altar de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, pero no que la respuesta fuera tan poco comprometida como si se les hubiera preguntado por su opinión acerca del uso del cardo borriquero como planta ornamental. Vamos, hubiera bastado con que se recordara el punto 2300 del Catecismo de la Iglesia Católica, que dice que «los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección». O que se recordara que, como dice el mismo punto a continuación, lo de enterrar a los muertos (y por tanto, no desenterrarlos caprichosamente) es una obra de misericordia.

Pero, les voy a ser sincero, a mí no me sorprende en absoluto, porque estoy firmemente convencido de que la culpa de todo la tiene Franco.

Por supuesto que sí. ¿Quién le mandaba liderar una «cruzada» contra el exterminio sistemático de la Iglesia en España? ¿Cómo se le ocurrió gobernar un país destruido por una guerra provocada y alargada por el mismo partido político que ahora quiere profanar sus restos mortales? ¿En qué cabeza cabe que siguiera con exquisita fidelidad la doctrina de la Iglesia a la hora de dirigir los designios de España, incluso cuando la Iglesia cambió por completo y comenzó a defender cosas que había negado hasta un minuto antes?

Miren lo que sucede en los países donde triunfó el comunismo soviético, como Polonia o Hungría: que, una vez experimentada la bota comunista, han quedado inmunizados contra todo buenismo políticamente correcto (y, por supuesto, contra cualquier tufillo a marxismo, incluso cultural). Y décadas después el pueblo y sus gobernantes se atreven a desafiar con valor las aberrantes políticas de los organismos internacionales, impidiendo que se les dicte la agenda contraria a la vida y a la familia con la que se pretende acabar con la civilización cristiana.

El Parlamento polaco da el primer paso para ilegalizar el aborto eugenésico en el país, uno de los cuatro supuestos bajo los que se permite. ¡¡¡Previamente se había intentado aprobar una proposición de ley pro aborto que negaba la humanidad a los niños no nacidos!!!

Claro, es normal que al episcopado español no se le ocurra contrariar en nada los deseos de los gobernantes, cuando han tenido durante tantas décadas un gobierno que muchas veces defendía la doctrina de la Iglesia mejor que la misma jerarquía. Es lógico que, habiendo Franco devuelto a la Iglesia el protagonismo en la educación en una nación católica como España, después de que los liberales del XIX trataran de erradicar toda enseñanza religiosa, los cristianos no recuerden que la libertad de enseñanza hay que defenderla con uñas y dientes contra gobiernos tiránicos.

He oído comentar con sorna que después de que Franco salvara los templos católicos de ser destruidos en los años 30 ahora, 44 años después de su muerte, vuelve a rescatar a la Iglesia española de la bancarrota económica que le supondría renunciar a la financiación por el IRPF, a los conciertos públicos y a la exención del IBI.

Si Franco no hubiera salvado a la Iglesia y hubiera sido un cristiano ejemplar, tal vez hoy muchos eclesiásticos no se sonrojarían al recordar los elogios que los más altos jerarcas de la Iglesia le dedicaron al fallecer. Como, por ejemplo, el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que decía del Generalísimo:
«Quien tanto amó y tanto luchó hasta extinguirse por nuestra Patria presentará hoy en las manos de Dios este esfuerzo que habrá sido su manera de amar, con limitaciones humanas, como la de todos, pero esforzada y generosa siempre… El ha muerto uniendo los nombres de Dios y de España, como acabamos de oír en el último mensaje. Gozoso porque moría en el seno de la Iglesia de la que siempre ha sido hijo fiel… Si todos cumplimos nuestro deber con la entrega que lo cumplió Francisco Franco, nuestro país no debe temer por su futuro».
O lo que aseguraba, en primera persona, el Cardenal Narcís Jubany:
«Nosotros somos testigos de las múltiples manifestaciones de los sentimientos religiosos del ilustre difunto; hemos constatado su gran espíritu patriótico y hemos admirado su total dedicación al servicio de España» (ambos textos citados en M. GARRIDO, Francisco Franco cristiano ejemplar, Madrid 2003, p. 144).
En efecto, la culpa de todo la tiene Franco. Si él no hubiera puesto su vida en juego, como tantos otros, para combatir la barbarie comunista, y no hubiera hecho de España el único país en resistir la expansión soviética, tal vez hoy los cristianos (si es que hubiera quedado entonces alguno en España) sabríamos resistir convenientemente el ultraje que se quiere cometer contra un buen católico.

Y es que, como bien advierte un excelente sacerdote cubano, gran comunicador y buen amigo, nadie escarmienta en comunismo ajeno.

Y, fuera ya del tono de sátira que he utilizado en este artículo, quiero recordar las palabras de los obispos españoles publicadas el 1 de julio de 1937 y firmadas por casi todos los obispos supervivientes de la persecución marxista, incluso por uno que recibiría la palma del martirio poco después: «Dios sabe que amamos en las entrañas de Cristo y perdonamos de todo corazón a cuantos, sin saber lo que hacían, han inferido daño gravísimo a la Iglesia y a la Patria. Son hijos nuestros. Invocamos ante Dios y a favor de ellos los méritos de nuestros mártires, de los diez obispos y de los miles de sacerdotes y católicos que murieron perdonándoles, así como el dolor, como de mar profundo, que sufre nuestra España. Rogad para que en nuestra patria se extingan los odios, se acerquen las almas y volvamos a ser todos unos en los vínculos de la caridad. Acordaos de nuestros obispos asesinados, de tantos millares de sacerdotes, religiosos y seglares selectos que sucumbieron sólo porque eran las milicias escogidas de Cristo; y pedid al Señor que dé fecundidad a su sangre generosa. De ninguno de ellos se sabe que claudicara en la hora del martirio; por millares dieron altísimos ejemplos de heroísmo. Es gloria inmarcesible de nuestra España. Ayudadnos a orar, y sobre nuestra tierra, regada hoy con sangre de hermanos, brillará otra vez el iris de la paz cristiana y se reconstruirán a la par nuestra Iglesia, tan gloriosa, y nuestra Patria, tan fecunda».

Fuente: InfoCatólica

FRANCISCO FRANCO, JEFE DEL ESTADO

Tal día como hoy 1 de octubre de 1961, con motivo del XXV Aniversario de la Exaltación de Francisco Franco a la Jefatura del Estado, el Jefe del Estado pronunció este discurso desde el balcón del Ayuntamiento de Burgos:


Españoles: Os habéis congregado en esta plaza Mayor de Burgos, cabeza de Castilla y Cuartel General de la reconquista de nuestra Patria, para celebrar el vigésimo quinto aniversario de mi exaltación a la Jefatura del Estado, de aquel primero de octubre de 1936, en que echaron sobre mis hombros la pesada carga de libertar y dirigir a España, objetivo que he venido sirviendo con mi firme voluntad y esfuerzos en estos cinco lustros transcurridos desde entonces.

El hecho de que durante estos veinticinco años me hayan acompañado el amor y la confianza de los españoles premia pródigamente los desvelos que haya puesto en serviros.

En aquellas horas en que se conmovían las entrañas de la nación entera y las comarcas se alzaban en armas para defender su fe y las esencias de una Patria en ruinas; cuando riadas de jóvenes, con boinas rojas o camisas azules, afluían a los cuarteles a enrolarse en las filas de la Cruzada y muchos sucumbían en los baluartes heroicos de Madrid, Barcelona, Gijón y de tantas provincias españolas; en los momentos en que las iglesias y conventos ardían en llamas y nuestros sacerdotes y religiosos pedían a Dios la protección para que la Patria se salvase, y una ola de crímenes, estimulados desde el Poder, arrasaba los centros de espiritualidad y de cultura; en la misma hora crítica en la que España se perdía a pedazos, recibía en mis manos el cuerpo exangüe de la Patria para salvarla y crear un Estado.

¡Cuánto sacrificio y heroísmo se acusaban en aquellos primeros meses de los albores de nuestra Cruzada, cuando madres y esposas, con decisión numantina, animaban a sus deudos para la lucha! ¡Cuántos heroísmos silenciosos en cárceles y checas bajo el terror comunista! ¡Cuántas ansias de libertad y de esperanza de que llegaran los ejércitos de liberación, y cuántos incluso de nuestros adversarios esperaban que nuestra victoria los liberase del yugo de sus tiranos y explotadores!

Cuando se mira a distancia lo que parece un sueño de pesadilla y se tiene delante esta otra realidad viva de los hombres y de las tierras de España encuadrados en sus organizaciones naturales, orgullosos del resurgir de la nación, se siente la íntima satisfacción de poseer las bases seguras del futuro de nuestra Patria.

Dos problemas se presentaban en aquellas primeras horas a mi examen y resolución: el militar y el político. Ambos se mostraban como solidarios. De poco nos hubiera servido el ganar la guerra si dejamos abandonada la solución del hondo problema político que la había causado: al mismo tiempo que para ganar la guerra, nos era indispensable el forjar la unidad perfecta de nuestra retaguardia, decidir claramente el ideario por el que se combatía y llenar de contenido político el Movimiento liberador.

Todos aquellos movimientos espontáneos iban a fundirse así en el crisol de nuestra Cruzada, que con la victoria nos había de permitir asentar nuestro Movimiento político.

Desde el primer momento me apercibí de la carga que se arrojaba sobre mis hombros. En el orden militar, la situación no podía ser más comprometida. Habíamos tomado Toledo y marchábamos sobre Madrid, pero al mismo tiempo una riada de voluntarios comunistas internacionales atravesaba nuestra frontera de Cataluña, que acusaba la decisión de intervención del comunismo soviético en nuestra lucha. Sin oro y sin divisas, con la capital de la nación y las principales poblaciones y zonas industriales en poder de nuestros adversarios, teníamos que armar y sostener nuestro Ejército, ganar la guerra y levantar a España. En estas condiciones, el mando no podía ser apetitoso. Sólo un alto concepto del deber y la confianza en Dios y en la razón de nuestra causa hacía más grato el cumplimiento de mi deber.

No era lo más importante la situación militar, con ser tan básica y trascendente, pues constituía la especialidad de mi profesión militar. Lo que se me presentaba como más grave era el de acometer la gran empresa política. No bastaba la acción negativa de destruir un orden oprobioso que nos arrastraba al caos, sino que era necesaria la acción constructiva y, al tiempo que se combatía, concebir y crear un Estado, devolviéndole la unidad, la paz y la convivencia a una nación escindida y en trance de disgregación; el lograr que nuestra victoria fuese beneficiosa para todos. España no podría salvarse sin que renaciesen la fe y la confianza en el futuro, sin despertarla a una nueva ilusión.

En el fondo, no era muy distinto el sentir de la gran mayoría de los españoles que formaban en los dos bandos.

El divorcio de la mayoría de los españoles hacia la política y los partidos era general. El sentido católico de la vida, pese a las propagandas y coacciones, seguía predominando en la mayoría de los hogares. La grandeza de la nación a todos atraía y a nadie estorbaba. Los anhelos de una mejora de nivel de vida y de una más justa distribución de la renta habían sido un día ilusión general. El progreso económico de la nación, en que entonces tan pocos creían, a todos había de beneficiar. Lo que de tantos sentimientos buenos hacia una obra mala era el sistema político de los partidos en lucha, más atentos a sus pasiones y ambiciones que al bien público que pretendían servir. Había venido dominando el área nacional la explotación política de los politicastros, que convertían a los hombres en carne de cañón de sus sectarismos.

Tres puntos aparecían claros en nuestro horizonte: el espiritual, de la defensa de nuestra fe y del predominio de los valores del espíritu; el nacional, de salvar a la Patria en trance de disgregación y hacerla grande y rica en beneficio de sus hijos, y el social, de difundir  la cultura y alcanzar una progresiva elevación del nivel de vida y una más justa distribución de la renta. Estas tres bases tan sencillas unieron a los españoles y dieron en los primeros momentos vida y rigor al Movimiento liberador.

Desde los primeros momentos, la ordenación política de la nación marchó paralela a la de las operaciones militares. En plena contienda se sentaron las bases de nuestro movimiento político con el Decreto de Unificación, la proclamación del Fuero de los Españoles y las leyes sucesivas que configuraron al Estado. Del acierto que nos acompañó es muestra el fervor nacional que, invadiendo a España, nos había de traer como fruto la victoria.

En esta gran obra constituyente que emprendimos había que extirpar las causas de nuestra decadencia política, acertar en una nueva forma que nos liberase de los partidismos políticos, recogiendo del pasado lo que merecía salvarse y devolverle al pueblo español la ilusión y la esperanza de una nueva política. Satisfacer los anhelos legítimos del pueblo, poner los valores espirituales por encima de los materiales, pero asegurando a aquél, en la más alta medida, el progreso material y la justicia distributiva. Arrinconar para siempre a los explotadores políticos; hacer la política más leal y sincera, haciéndola discurrir por los cauces naturales en que el hombre voluntariamente se encuadra. Sólo con la ayuda de Dios podía esto realizarse.

Que el comunismo internacional haya considerado nuestra guerra como campo propicio para apoderarse del reducto español, y el que al elevarse el problema al ámbito internacional hiciese que muchas naciones tomasen partido, no resta la más mínima autenticidad española a nuestro Movimiento. Si en el campo rojo fueron necesarios los internacionales para encuadrar y sostener un ejército que sin ellos se hubiera derrumbado, en el campo nacional nos sobraban hombres, y los extranjeros sólo representaron la presencia simbólica a nuestro lado de los países anticomunistas. El que al final de nuestra contienda tuviéramos sobre las armas en el Ejército nacional un millón doscientos mí! soldados españoles, y que el que las nueve décimas partes de su armamento haya sido español o apresado a nuestros adversarios en el bloqueo marítimo y en los campos de batalla, es una prueba elocuente de lo limitado de la aportación extranjera.

Las diferencias internas europeas se reflejaban en los juicios que de nuestra guerra se hacían en el exterior. No éramos el primero ni el único país que, amenazado de descomposición, abría nuevos derroteros a su política, y muchos son hoy los que posteriormente se debaten en la misma angustia de alumbrar nuevas formas políticas más sinceras, eficaces y justas.

Esta afinidad en los propósitos y la coincidencia en la condenación de lo viejo por caduco e ineficaz movió la malicia de los eternos enemigos de nuestra Patria, para pretender identificamos con otros países que, al haber alcanzado el cenit de su poder, habían producido, un gran impacto en el concierto europeo. El que en aquella hora hubiera varios países que nos comprendieran y nos ayudasen fue la disculpa para que en el río revuelto de las posguerra universal se pretendiese identificamos con los países vencidos, sin tener en cuenta nuestras características propias. Con las mismas razones podríamos nosotros tachar de comunistas a los países de Occidente, que en la pasada contienda se aliaron con los soviets y contribuyeron grandemente a su poderío. Ni nuestra confesionalidad al constituir un Estado católico incompatible con totalitarismos materialistas nos salvó de la malicia ajena.

Por otra parte, no es extraño que no hubiéramos sido comprendidos desde el momento en que en España estábamos realizando una revolución de gran trascendencia para el orden político futuro, tan distinto de lo que en Europa se llevaba; que aún es hoy, en medio de nuestro resurgimiento y de una ejecutoria de veinticinco años, cuando todavía cuesta trabajo el comprendernos.

Cabría decir que buena parte de los males que ahora aquejan al mundo son los mismos que hicieron presa en España con anterioridad, poniéndola al borde de su ruina y destrucción. Para nosotros eran experiencias agotadas lo que para los demás países eran cosas inéditas y por venir. Nos encontrábamos en la fila de vanguardia de las transformaciones históricas, dentro del mundo occidental, abriendo nuevas rutas y caminos.

¡Qué gran camino el hecho por España desde los días en que el comunismo contaba con dominar en nuestra Patria, desconociendo los recursos de heroísmo y de abnegación de nuestro pueblo!

Hay que recordar los términos estrictos de nuestra situación a la terminación de la Cruzada. De la victoria había surgido un poder nuevo e incontestable, que tenía el futuro ante sí, pero que no disponía ni de un solo antecedente válido para la organización del Estado de derecho y de la vida pública. Las soluciones democráticas inorgánicas habían sido entre nosotros la causa misma de la tragedia que acabábamos de atravesar en forma indiscutible para, todos los españoles y para cuantos conocieron mínimamente su historia y nuestros asuntos. Las alternativas políticas que entonces nos ofrecía el mundo chocaban sustancialmente con las exigencias espirituales y de carácter de nuestro pueblo. Habíamos, pues, de prescindir de antecedentes y buscar en nuestras propias tradiciones las bases firmes para constituir un Estado moderno.

Ha sido en nosotros una imperiosa necesidad la que nos empujaba a la crítica y al análisis de los puntos débiles de la filosofía política dominante entre los pueblos occidentales en que nos encontramos. A la democracia inorgánica que ellos practican, España opone la orgánica y representativa, entre los que la diferencia principal estriba en que si en las primeras la representación se obtiene a través de las organizaciones artificiales de los partidos políticos, en la segunda lo es a través de los organismos naturales en que el hombre se encuadra. Y así como en la primera el candidato, una vez elegido, deja rota la comunicación con los electores, en la orgánica se mantiene el nexo durante todo el tiempo del mandato, Y mientras que en la inorgánica es fácil la conjura y el predominio de los intereses políticos sobre los generales de la nación y los representados, en la orgánica la relación directa de dependencia que mantienen no lo permite. y si la libertad acaba fácilmente en el comunismo, en la otra se salvan los principios de la libertad sin caer en aquel peligro.

El que entre los dos sistemas que en el mundo se llevan, el capitalismo liberal y el materialismo marxista, nosotros hayamos elegido un tercer camino, no es razón para que se nos hostilice, Si el Estado liberal respondió un día a un ansia de libertad y de libre iniciativa frente a los Estados absolutistas anteriores, ha llenado ya su misión, y otras ansias y problemas lo desplazan. Frente a él vemos surgir los nuevos movimientos políticos sociales posteriores, muchos de los cuales propugnan otro extremismo estatificador. No son los que gritan los que tienen razón, y hoy se pretende con los gritos apagar las razones. Es muy seria la situación del mundo para que por egoísmos y la defensa de posiciones bastardas cerremos el paso a las soluciones posibles. Ni el capitalismo liberal es solución para la eficacia y resolución de los problemas modernos de los pueblos, ni la estatificación socialista de las producciones, que niega el principio de la libre iniciativa y anula el progreso. Pero existe una tercera solución: el Estado moderno que España ha alumbrado, el que estimula la libre iniciativa y defiende la libertad y la dignidad de la persona humana, pero que se siente también propulsor y creador de todo aquello que, por beneficiar al bien común, deba realizarse.

Nuestro caso es tan aleccionador, que bien merece que nos detengamos un momento en él. Bajo el régimen capitalista liberal, fuese éste republicano o monárquico, el estancamiento de nuestra nación vino a ser casi completo; lo fue tanto más cuantos más alardes de libertad se producían. En orden a su progreso, sólo se acometía lo que a la codicia de los intereses particulares convenía, desapareciendo cada vez más la acción directiva del Estado que señalase las grandes líneas y estimulase a la libre iniciativa y que en su caso realzase por sí lo básico que el progreso económico o social exigiese.

Bajo nuestro Régimen, por el contrario, la nación renace en todos sus órdenes, y establecidas las grandes líneas políticas, el avance se acusa en lo espiritual, lo cultural, lo sanitario, lo agrícola, lo naval y lo industrial. Las realizaciones en todos los órdenes se multiplican, llegándose solamente en el campo industrial a registrarse en estos veinte años —fijaos bien— en la cifra de 210.676 nuevas industrias autorizadas debidas a la iniciativa privada y que fueron posibles por la acción del Estado sobre las industrias base y por los estímulos recibidos, al tiempo que el número de las creaciones estatales o mixtas han quedado por debajo del centenar.

Estos datos son bien elocuentes y demuestran la gran fecundidad de la libre iniciativa cuando, estimulada por el Estado, éste no se inhibe de los grandes problemas económicos e industriales básicos para su desarrollo.

Pero no son sólo los bienes materiales los que se juegan en esta partida. No podemos desconocer la influencia que los avances del comunismo y el paso por una parte importante de la población del mundo han de ejercer sobre las futuras estructuras políticas. Si queremos defender nuestros valores espirituales y los bienes morales que la civilización occidental nos ofrece, hemos de perfeccionar nuestro sistema, haciendo que satisfagan a los anhelos de la población, que conquisten y atraigan, dotándolos de eficacia.

Al igual que nos vimos forzados a hacer nosotros, es seguro que el mundo, en un futuro próximo, se vea obligado a prevenirse y poner en revisión los viejos procedimientos y expedientes democráticos en servicio de la eficacia y de las afirmaciones sustantivas de la misma democracia. Nuestra experiencia nos dice que si esos expedientes y procedimientos tienen todavía viabilidad y eficacia en algunos países por sus particulares características, no sirven para su implantación en cualquier parte, y en manera alguna merecen hacer de ellos el núcleo y esencia de la vida política libre y de la filosofía política de la vida moderna.

Las dificultades con que tropieza ahora el desenvolvimiento de la comunidad internacional ilustran bien a aquellas con las que tropezamos nosotros en nuestra empresa de creación institucional y política. El enemigo que acecha ahora para explotar cualquier ingenuidad, cualquier coincidencia favorable para él, cualquier debilidad o torpeza, es el mismo que nos llevó a nosotros a huir de las soluciones triviales, de simplicidad y facilidad engañosa. Nosotros sentimos la necesidad de aceptar las nuevas bases del sistema político al servicio del ideal occidental de vida, pero con una renovación y mejora de sus instrumentos, a la manera que hemos encontrado en el Sindicato y que utilizamos en el Sindicalismo Nacional. Cuando hoy podemos considerar resueltas todas las dificultades de esta obra ingente, ¿cómo no sentir la satisfacción ante la naturaleza y la magnitud de la obra cumplida?

Ningún pueblo occidental, hasta ahora, se ha visto en la forma en que se vio España ante la necesidad fundacional y de creación política ineludible de esta profundidad. Nosotros hemos sabido atenderla gracias al concurso de circunstancias y de aportaciones cuya coincidencia no se puede provocar voluntariamente.

Nuestro sistema de Estado católico y de vida política libre no creemos que esté a merced de los vientos y de las pasiones, de las predilecciones momentáneas, ni que esté sujeto a convención ni quede a merced de las insidias y de los asaltos del enemigo, sino que se afirma por su propia voluntad de ser y se mantiene por la propia virtud de sus recursos.

El fundamento de la vida política libre no está en la indiferenciación entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, sino en la necesidad de una esfera de autonomía tan amplia como sea posible para la realización de las vocaciones y de los valores de la persona humana.

Esta satisfacción nuestra, bien legítima por otra parte, no ha de entenderse, sin embargo, como sentimiento o convicción de que la obra está terminada, pero sí de que podemos considerar resueltas las incógnitas y escollos más importantes de nuestra hora y de que tenemos ante nosotros un horizonte despejado de evolución y de desenvolvimiento sucesivo.

La ejecutoria de la España nacional es la que abona nuestros programas y nuestras aspiraciones para lo sucesivo, hasta ver realizado el sueño de resurgimiento nacional y de ideales para los que hemos luchado y por los que tantos españoles han dado generosamente y con heroísmo sus vidas. Una labor inmensa nos espera aún para dar cuerpo a las realizaciones sociales que echamos de menos, para llevar nuestro desarrollo económico hasta su más alto grado y para que nuestros propios hallazgos en materia política alcancen sus formas más depuradas y dejen ver todo su valor e importancia. Mas, ¿no es cierto que con la ayuda de Dios podemos alimentar plena seguridad y confianza en alcanzar esos objetivos después de haber cubierto una trayectoria tan áspera y difícil? La unidad, la disciplina y la fe lo pueden todo. Yo pido a los españoles que abran los ojos a lo inestimable y prometedor de la oportunidad histórica nacional que vivimos, que recuerden la pasada postración y decaimiento de nuestra Patria, de que salimos, y que se resuelvan y dispongan a cumplir de nuevo misiones universales en todos los campos de la actividad humana.

Hoy está el mundo lleno con el antagonismo entre Oriente y Occidente, que hace acto de presencia en mil choques e incidencias todos los días. Rusia hace alarde de su propia eficacia y de la obra que ha realizado en su interior, aun cuando sea a costa de crímenes espantosos y de sacrificios inimaginables impuestos a su pueblo. Las grandes potencias occidentales se enorgullecen, a su vez, de su propia prosperidad y de sus tradiciones y fuerza. Pero es cosa de preguntarse si no están envejeciendo o han envejecido ya las posiciones polémicas rivales, sobre todo si la defensa de los valores del cristianismo y de la tradición occidental no precisa de planteamientos nuevos donde aparezca toda su superioridad incuestionable. ¿Es que no habría modo de que el Estado, no con la anticipación. de la persona y de los valores individuales, sino en servicio de ellos multiplique su acción y pueda hacer surgir las realidades sociales de liberación y de justicia que se echan de menos en todo el mundo?

Nunca tuvo la Humanidad tal cúmulo de posibilidades y de recursos a su alcance. Jamás se ha dado en la Historia un complejo de poder como el que está al alcance de las potencias del mundo occidental para cumplir hazañas incomparables de civilización y de cultura y para traducir de manera convincente toda la superioridad de su espíritu. No falta sino encontrar los procedimientos de aplicación acertada, provechosa y directa de esos inmensos recursos. y cabe pensar que si acertaron a salvarse convenientemente los límites que nuestra tradición de pensamiento político atribuye a la acción del Estado, se abriría ante todos una perspectiva inmensa de realizaciones espléndidas.

En cuanto a nosotros, tened la seguridad de que ningún prejuicio será capaz de detenernos en la aspiración de esas posibilidades que adivinamos y que desearíamos ver confirmadas. Mantenemos abierto el espíritu a todas las innovaciones y a todos los problemas en materia social preferentemente, porque tenemos la evidencia de que el espíritu cristiano aplicado a las cuestiones de la convivencia y de la vida política no puede agotarse en este orden social de tantas grietas, de tantos privilegios solapados y de tantas necesidades satisfechas. ¡Que sean otros los que se avengan tranquilamente a semejante estado de cosas! ¡Que sean otros los que encubran su tranquilidad o su malevolencia escudándose en las imposibilidades físicas. Si los hubiéramos escuchado y atendido desde el primer día, hubiera de detenemos en una semiparálisis que nos hubiera esterilizado. Si alguna prevención está justificada en este tiempo nuestro, es contra todo aquello que, bajo capa de imposibilidad, pretende restringir el horizonte de las ambiciones sociales legítimas.

Y para terminar, en este aniversario, en que siento mi fe acrecentada, proclamemos la gloria para los héroes, mártires de la Cruzada; el honor para cuantos forjaron la victoria y la gratitud perpetua de la Patria para esta generación, que ha de entregar a las que le sucedan una Patria grande, en paz y redimida.

¡Arriba España!

Fuente: FNFF