Fue publicada por el rotativo francés LE FIGARO el 12 de junio de 1958. Formaba parte de una serie «Chez ceux qui mènent le monde: Franco» (¡¡¡Líderes del mundo!!!). Tenía el Caudillo 65 años.
Entrevista a Franco por Serge Groussard
¿Ha recibido usted influencias ideológicas en su formación de hombre de Estado?
No.
¿Ni siquiera la de Mussolini?
Ni siquiera Mussolini ha resuelto como italiano los problemas de Italia. Ha moldeado una ideología original y poderosa. Pero para nosotros, los españoles, ninguna ética extranjera hubiese podido convenir. Durante la República nuestro país ha querido imitar a algunos regímenes extranjeros. El resultado fue un duro período de caos.
Hemos buscado una solución en la cooperación de las clases sociales, y no en su divorcio; en su progresivo acercamiento mediante una existencia continuamente mejorada para todos, y no en la desproporcionada supremacía de una falsa minoría. Hemos rechazado la farsa de los partidos y el reinado del materialismo. Somos un pueblo que se deja guiar por el espíritu. Lo hemos demostrado en nuestra guerra civil, en que, a la postre, muchos españoles han muerto por sus ideas. Nuestro Régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la Historia española, en nuestras tradiciones, nuestras instituciones, nuestra alma. Son estas fuentes, que habían sido perdidas o contaminadas por el liberalismo. La consecuencia del liberalismo fue el ocaso de España. El olvido de las necesidades del alma española, que nos fue minando durante el siglo diecinueve y una parte demasiado grande del veinte, nos ha costado la pérdida de nuestro imperio y un desastroso ocaso. Mientras las demás potencias mundiales de aquellos tiempos lograban forjar sus fuerzas, nos hemos sepultado en un sueño de más de cien años.
¿No es más bien la falta de todas las materias primas fundamentales, la pobreza de su industria y la escasez de su población las que frenaban entonces la expansión española?
De ninguna manera. Una buena política nos hubiese permitido luchar con armas iguales, pues todo se crea o todo se reemplaza. No había más que un problema político desde el año mil ochocientos treinta hasta la restauración de la Monarquía en el año mil ochocientos setenta, por causa de las guerras civiles, que nos apartaron de Europa y de la revolución industrial. Cuando la Restauración intentó recuperar el tiempo perdido, cincuenta años habían transcurrido ya, y poco después, en el momento de la pérdida de los últimos vestigios del Imperio, nuestra economía se basaba en la agricultura y en los intercambios comerciales importantes con lo que nos quedaba aún de nuestras colonias. La pérdida de dichas colonias ha tenido consecuencias económicas de una incalculable importancia. Nuestra neutralidad durante la primera guerra mundial contribuyó para mejorar la situación —España tenía entonces menos habitantes—, pero una agravación se produjo entre las dos guerras por causa del desequilibrio permanente de nuestros intercambios comerciales, lo que trajo consigo la desvalorización progresiva de nuestra moneda.
Los hombres de la República se mostraron incapaces de considerar objetivamente estos problemas; sus sectarismos les empujaban a dar al problema político, enfocado según criterios de clases, más importancia que a los intereses nacionales.
Nuestra victoria hizo posible la unificación del poder, necesaria para la renovación económica urgente y para el progreso social de la nación.
A la generación llamada del año noventa y ocho —pensadores y «diletantes»— se ha opuesto la generación de los hombres de acción surgidos desde mil novecientos treinta y cinco, cuyas realizaciones se han traducido en el desarrollo económico de España.
¿Entre los hombres de Estado españoles de los tiempos modernos hay algunos que usted admira?
En general, el conjunto de los hombres políticos españoles que han gobernado y que yo he conocido, directa o indirectamente, antes del Movimiento Nacional, no supo colocarse a la altura de las circunstancias. No se trata de que haya habido hombres extraordinarios en España; lo que ocurría era que el sistema político les destruía o les condenaba al ostracismo. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con Antonio Maura, apartado por las conspiraciones de los partidos. Canalejas y Dato, ambos presidentes del Consejo de Ministros y prestigiosos estadistas, fueron asesinados. Lo mismo ocurrió, en mil novecientos treinta y seis, con Calvo Sotelo, el principal colaborador de la obra de Primo de Rivera, «suprimido» por la Policía del Gobierno de la República porque era el jefe de la oposición monárquica. Es de todos conocido que esta afrenta provocó el Levantamiento liberador. Ya durante el transcurso de la guerra civil, figuras como las de José Antonio Primo de Rivera y Víctor Pradera, tan ricas en promesas, fueron fusiladas por los rojos.
Y, fuera de España, ¿los estadistas más notables, en su opinión?
Para que un hombre de Estado sea ejemplar tiene que ser humano. Y esto es una cualidad bastante más escasa de lo que yo hubiese creído antes de verme obligado, por deber, a ocuparme de los problemas y de los hombres políticos. Esta observación no se refiere sólo a España.
Excelencia, ¿qué piensa usted de Hitler?
Hombre afectado. Carecía de naturalidad. Representaba la comedia; pero de un modo discutible, puesto que ello se percibía continuamente. ¿Ve usted? Si yo me pregunto cuál es el hombre de Estado más cabal y más respetable entre todos los hombres de Estado que yo he conocido, diría: Salazar. He aquí un personaje extraordinario. Por la inteligencia, por el sentido político, por la humanidad. Su único defecto es, acaso, la modestia.
¿Usted no ha visto a Hitler más que una sola vez, en octubre de 1940?
Sí, el 23 de octubre de 1940, en Hendaya. Mi tren había llegado con retraso, y la espera había puesto nervioso al Führer.
¿Estaba usted también nervioso?
No.
Excelencia, ¿le pidió a usted Hitler que entrara en la guerra del lado suyo?
Sí. Intentó persuadirme de que ya, y definitivamente, estaba ganada la guerra por el Eje, y que. por lo tanto, apremiaba que España entrara, a su vez, en la guerra, porque para nosotros era una ocasión única de satisfacer las reivindicaciones a que tenía derecho nuestra Patria. Respondí que, a juicio mío, la guerra no estaba terminada, y que faltaba todavía mucho, porque los británicos lucharían hasta que se agotaran sus fuerzas. Y que, si la Gran Bretaña fuese invadida, los británicos continuarían luchando en sus colonias, en el Canadá, en todas partes. Además, añadí, no había que olvidar que detrás de Inglaterra estaban, a pesar de su neutralidad en aquellos momentos, los Estados Unidos, con su formidable potencial de guerra. Le recordé que, en cuanto a España, después de su terrible guerra civil, tenía, por encima de todo, necesidad de paz. Enumeré, finalmente, con todo detalle, la cantidad de productos vitales y de primeras materias de que nosotros carecíamos.
¿Quedó Hitler decepcionado?
Terriblemente. Sus «buenos días» habían sido calurosos. Su «adiós» fue glacial.
¿ Conoció usted mejor a Mussolini que a Hitler?
Sí.
¿Se sentía usted más próximo al Duce?
Infinitamente más. Mussolini era humano por excelencia. Tenía inteligencia y corazón. Sentía yo hacia él un afecto verdadero, y su destino cruel es tanto más patético cuanto que, antes de la guerra, había hecho mucho bien a su país.
¿Cómo pudo lanzarse en junio de 1940 a semejante aventura, cuando asestó a Francia un golpe por la espalda?
Esto fue, efectivamente, un error terrible. El signo del destino. Hacía muchos meses que Mussolini era objeto de apremiantes solicitaciones de Hitler. Es muy difícil sustraerse mucho tiempo a las presiones de un aliado, sobre todo de un aliado como la Alemania nazi. El Duce veía que los alemanes iban a acabar con Francia, sin que él pudiera sacar la espada para ayudarlos. Y... la derrota francesa la desconcertaba. Estaba, desde aquel momento, persuadido de la supremacía militar alemana. Creía que el interés de Italia era participar en la segunda fase del conflicto, es decir, en el asalto, forzosamente victorioso, contra la Gran Bretaña.
Hubo otra razón que impulsó a Mussolini a ayudar militarmente a Hitler. Fue su sentido del honor y de la fidelidad. Había firmado un Pacto con Alemania: debía por tanto, pronto o tarde, ir a su, lado. Como entre el Duce y yo existía una gran estimación recíproca, se cuidó de prevenirme de sus propósitos. Y me escribió. Me pedía, toda la comprensión y toda la buena voluntad de España. Pero sin más. Le respondí en seguida para aconsejarle la neutralidad. Recuerdo que le cité el viejo refrán: «Se sabe cómo empiezan las cosas; pero nunca cómo terminan». Procuré argumentar, razonar, en. torno a los problemas estratégicos que: tendría él que afrontar. ¿Estaba realmente preparada Italia? Y aún cuando lo estuviese, ¿no necesitaría dispersar sus fuerzas entre teatros de operaciones distintos y separados por el mar? El teatro de África estaba a su vez escindido en dos sectores: de un lado Libia y Tripolitania, de otro Abisinia.
Me contestó que, a su juicio, no había más que un solo teatro de operaciones que era Europa. «Si Europa es conquistada, todo se ha ganado. Si Europa se pierde, poco importa el África del Norte»; me dijo. Añadió que me agradecía mi amistosa franqueza, pero que había muchos barcos italianos que estaban detenidos en Gibraltar por el control inglés, lo que hería la dignidad de su nación. Además, añadía, ya se había jugado la suerte de Europa, y él jugaba por el partido que iba, sin duda alguna, a triunfar.
Al año siguiente, Excelencia, os entrevistabais con Mussolini en la costa italiana, en Bordighera.
¡Y tanta satisfacción me produjo este encuentro en Italia, que hubiera debido celebrarse mucho tiempo antes! Mussolini, durante la guerra civil española, me había hecho prometerle que el primer país que yo visitaría después de la victoria del Movimiento, sería Italia, pero, surgieron los problemas primeros de urgencia. Luego comenzó la guerra mundial. Las circunstancias no se prestaban ya a una visita oficial amistosa. El Duce, sin embargo, estaba empeñado en que nos viéramos. Recibí de él un mensaje. Recordándome la promesa que le había hecho; me proponía que fuese yo a verle a Bordighera. Acepté con placer, y nos entrevistamos el 12 de febrero de 1941.
¿Estaba todavía tan seguro como antes de la victoria?
Sí. Continuaba convencido de que Alemania, gracias al valor de sus tropas y a su armamento, y gracias, sobre todo, a sus nuevas armas, que entonces eran todavía secretas, ganaría la guerra. Pero ya comprendía que el precio de la victoria sería terrible y que, por otra parte, en la guerra como en la paz, Alemania era una cosa e Italia otra. Italia acababa de sufrir serios reveses frente a Grecia. No había sido totalmente un desastre; pero el Duce había tenido que aceptar el socorro alemán, y la moral de la población se había resentido de ello, tanto más cuanto que los bombardeos ingleses se intensificaban. Y tan era así, que la víspera de mi llegada, Genova había recibido una lluvia de bombas que sembraron destrozos y pánico. El pueblo tenía un humor pesimista y acerbo. Aumentaban las dificultades. El escaso entusiasmo por la alianza bélica con los nazis hacía que los italianos se deslizaran por la pendiente de una moral de vencidos. He aquí por qué, aun cuando me decía que los nazis finalmente triunfarían, Mussolini no me daba en Bordighera la impresión de alegría. Estaba cansado; sus rasgos, demacrados; la frente, preocupada.
¿Cree usted que se sinceró con usted?
Sí, naturalmente. Ya le he dicho que era extremadamente humano y espontáneo. Además, creo que yo puedo decir que sentía mucha amistad hacia mí; una amistad que fue recíproca hasta el último momento. Hablamos con toda libertad de lo que pasaba. Nunca trató de persuadirme para que yo entrara en la guerra. Comprendía que España debía únicamente pensar en cicatrizar sus heridas. Le hice una pregunta. Le dije: «Duce, si usted pudiera irse ahora de la guerra, ¿lo haría?» Se echó a reír levantando los brazos al cielo y exclamó en español: «Claro que sí, hombre: claro que sí».
¿No es más bien la falta de todas las materias primas fundamentales, la pobreza de su industria y la escasez de su población las que frenaban entonces la expansión española?
De ninguna manera. Una buena política nos hubiese permitido luchar con armas iguales, pues todo se crea o todo se reemplaza. No había más que un problema político desde el año mil ochocientos treinta hasta la restauración de la Monarquía en el año mil ochocientos setenta, por causa de las guerras civiles, que nos apartaron de Europa y de la revolución industrial. Cuando la Restauración intentó recuperar el tiempo perdido, cincuenta años habían transcurrido ya, y poco después, en el momento de la pérdida de los últimos vestigios del Imperio, nuestra economía se basaba en la agricultura y en los intercambios comerciales importantes con lo que nos quedaba aún de nuestras colonias. La pérdida de dichas colonias ha tenido consecuencias económicas de una incalculable importancia. Nuestra neutralidad durante la primera guerra mundial contribuyó para mejorar la situación —España tenía entonces menos habitantes—, pero una agravación se produjo entre las dos guerras por causa del desequilibrio permanente de nuestros intercambios comerciales, lo que trajo consigo la desvalorización progresiva de nuestra moneda.
Los hombres de la República se mostraron incapaces de considerar objetivamente estos problemas; sus sectarismos les empujaban a dar al problema político, enfocado según criterios de clases, más importancia que a los intereses nacionales.
Nuestra victoria hizo posible la unificación del poder, necesaria para la renovación económica urgente y para el progreso social de la nación.
A la generación llamada del año noventa y ocho —pensadores y «diletantes»— se ha opuesto la generación de los hombres de acción surgidos desde mil novecientos treinta y cinco, cuyas realizaciones se han traducido en el desarrollo económico de España.
¿Entre los hombres de Estado españoles de los tiempos modernos hay algunos que usted admira?
En general, el conjunto de los hombres políticos españoles que han gobernado y que yo he conocido, directa o indirectamente, antes del Movimiento Nacional, no supo colocarse a la altura de las circunstancias. No se trata de que haya habido hombres extraordinarios en España; lo que ocurría era que el sistema político les destruía o les condenaba al ostracismo. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con Antonio Maura, apartado por las conspiraciones de los partidos. Canalejas y Dato, ambos presidentes del Consejo de Ministros y prestigiosos estadistas, fueron asesinados. Lo mismo ocurrió, en mil novecientos treinta y seis, con Calvo Sotelo, el principal colaborador de la obra de Primo de Rivera, «suprimido» por la Policía del Gobierno de la República porque era el jefe de la oposición monárquica. Es de todos conocido que esta afrenta provocó el Levantamiento liberador. Ya durante el transcurso de la guerra civil, figuras como las de José Antonio Primo de Rivera y Víctor Pradera, tan ricas en promesas, fueron fusiladas por los rojos.
Y, fuera de España, ¿los estadistas más notables, en su opinión?
Para que un hombre de Estado sea ejemplar tiene que ser humano. Y esto es una cualidad bastante más escasa de lo que yo hubiese creído antes de verme obligado, por deber, a ocuparme de los problemas y de los hombres políticos. Esta observación no se refiere sólo a España.
Excelencia, ¿qué piensa usted de Hitler?
Hombre afectado. Carecía de naturalidad. Representaba la comedia; pero de un modo discutible, puesto que ello se percibía continuamente. ¿Ve usted? Si yo me pregunto cuál es el hombre de Estado más cabal y más respetable entre todos los hombres de Estado que yo he conocido, diría: Salazar. He aquí un personaje extraordinario. Por la inteligencia, por el sentido político, por la humanidad. Su único defecto es, acaso, la modestia.
¿Usted no ha visto a Hitler más que una sola vez, en octubre de 1940?
Sí, el 23 de octubre de 1940, en Hendaya. Mi tren había llegado con retraso, y la espera había puesto nervioso al Führer.
¿Estaba usted también nervioso?
No.
Excelencia, ¿le pidió a usted Hitler que entrara en la guerra del lado suyo?
Sí. Intentó persuadirme de que ya, y definitivamente, estaba ganada la guerra por el Eje, y que. por lo tanto, apremiaba que España entrara, a su vez, en la guerra, porque para nosotros era una ocasión única de satisfacer las reivindicaciones a que tenía derecho nuestra Patria. Respondí que, a juicio mío, la guerra no estaba terminada, y que faltaba todavía mucho, porque los británicos lucharían hasta que se agotaran sus fuerzas. Y que, si la Gran Bretaña fuese invadida, los británicos continuarían luchando en sus colonias, en el Canadá, en todas partes. Además, añadí, no había que olvidar que detrás de Inglaterra estaban, a pesar de su neutralidad en aquellos momentos, los Estados Unidos, con su formidable potencial de guerra. Le recordé que, en cuanto a España, después de su terrible guerra civil, tenía, por encima de todo, necesidad de paz. Enumeré, finalmente, con todo detalle, la cantidad de productos vitales y de primeras materias de que nosotros carecíamos.
¿Quedó Hitler decepcionado?
Terriblemente. Sus «buenos días» habían sido calurosos. Su «adiós» fue glacial.
¿ Conoció usted mejor a Mussolini que a Hitler?
Sí.
¿Se sentía usted más próximo al Duce?
Infinitamente más. Mussolini era humano por excelencia. Tenía inteligencia y corazón. Sentía yo hacia él un afecto verdadero, y su destino cruel es tanto más patético cuanto que, antes de la guerra, había hecho mucho bien a su país.
¿Cómo pudo lanzarse en junio de 1940 a semejante aventura, cuando asestó a Francia un golpe por la espalda?
Esto fue, efectivamente, un error terrible. El signo del destino. Hacía muchos meses que Mussolini era objeto de apremiantes solicitaciones de Hitler. Es muy difícil sustraerse mucho tiempo a las presiones de un aliado, sobre todo de un aliado como la Alemania nazi. El Duce veía que los alemanes iban a acabar con Francia, sin que él pudiera sacar la espada para ayudarlos. Y... la derrota francesa la desconcertaba. Estaba, desde aquel momento, persuadido de la supremacía militar alemana. Creía que el interés de Italia era participar en la segunda fase del conflicto, es decir, en el asalto, forzosamente victorioso, contra la Gran Bretaña.
Hubo otra razón que impulsó a Mussolini a ayudar militarmente a Hitler. Fue su sentido del honor y de la fidelidad. Había firmado un Pacto con Alemania: debía por tanto, pronto o tarde, ir a su, lado. Como entre el Duce y yo existía una gran estimación recíproca, se cuidó de prevenirme de sus propósitos. Y me escribió. Me pedía, toda la comprensión y toda la buena voluntad de España. Pero sin más. Le respondí en seguida para aconsejarle la neutralidad. Recuerdo que le cité el viejo refrán: «Se sabe cómo empiezan las cosas; pero nunca cómo terminan». Procuré argumentar, razonar, en. torno a los problemas estratégicos que: tendría él que afrontar. ¿Estaba realmente preparada Italia? Y aún cuando lo estuviese, ¿no necesitaría dispersar sus fuerzas entre teatros de operaciones distintos y separados por el mar? El teatro de África estaba a su vez escindido en dos sectores: de un lado Libia y Tripolitania, de otro Abisinia.
Me contestó que, a su juicio, no había más que un solo teatro de operaciones que era Europa. «Si Europa es conquistada, todo se ha ganado. Si Europa se pierde, poco importa el África del Norte»; me dijo. Añadió que me agradecía mi amistosa franqueza, pero que había muchos barcos italianos que estaban detenidos en Gibraltar por el control inglés, lo que hería la dignidad de su nación. Además, añadía, ya se había jugado la suerte de Europa, y él jugaba por el partido que iba, sin duda alguna, a triunfar.
Franco, con Serrano Suñer (izquierda), habla con Mussolini en Bordighera
¡Y tanta satisfacción me produjo este encuentro en Italia, que hubiera debido celebrarse mucho tiempo antes! Mussolini, durante la guerra civil española, me había hecho prometerle que el primer país que yo visitaría después de la victoria del Movimiento, sería Italia, pero, surgieron los problemas primeros de urgencia. Luego comenzó la guerra mundial. Las circunstancias no se prestaban ya a una visita oficial amistosa. El Duce, sin embargo, estaba empeñado en que nos viéramos. Recibí de él un mensaje. Recordándome la promesa que le había hecho; me proponía que fuese yo a verle a Bordighera. Acepté con placer, y nos entrevistamos el 12 de febrero de 1941.
¿Estaba todavía tan seguro como antes de la victoria?
Sí. Continuaba convencido de que Alemania, gracias al valor de sus tropas y a su armamento, y gracias, sobre todo, a sus nuevas armas, que entonces eran todavía secretas, ganaría la guerra. Pero ya comprendía que el precio de la victoria sería terrible y que, por otra parte, en la guerra como en la paz, Alemania era una cosa e Italia otra. Italia acababa de sufrir serios reveses frente a Grecia. No había sido totalmente un desastre; pero el Duce había tenido que aceptar el socorro alemán, y la moral de la población se había resentido de ello, tanto más cuanto que los bombardeos ingleses se intensificaban. Y tan era así, que la víspera de mi llegada, Genova había recibido una lluvia de bombas que sembraron destrozos y pánico. El pueblo tenía un humor pesimista y acerbo. Aumentaban las dificultades. El escaso entusiasmo por la alianza bélica con los nazis hacía que los italianos se deslizaran por la pendiente de una moral de vencidos. He aquí por qué, aun cuando me decía que los nazis finalmente triunfarían, Mussolini no me daba en Bordighera la impresión de alegría. Estaba cansado; sus rasgos, demacrados; la frente, preocupada.
¿Cree usted que se sinceró con usted?
Sí, naturalmente. Ya le he dicho que era extremadamente humano y espontáneo. Además, creo que yo puedo decir que sentía mucha amistad hacia mí; una amistad que fue recíproca hasta el último momento. Hablamos con toda libertad de lo que pasaba. Nunca trató de persuadirme para que yo entrara en la guerra. Comprendía que España debía únicamente pensar en cicatrizar sus heridas. Le hice una pregunta. Le dije: «Duce, si usted pudiera irse ahora de la guerra, ¿lo haría?» Se echó a reír levantando los brazos al cielo y exclamó en español: «Claro que sí, hombre: claro que sí».
¿Y si Hitler perdió la guerra en España? Un error estratégico que pagaría demasiado caro. Cada vez son más los historiadores que ponen de relieve la importancia que nuestro país pudo haber tenido para controlar el Mediterráneo, el norte de África y el Atlántico Sur, al no aceptar las exigencias de Berlín.
¿No tuvo Hitler, hacia 1943, la tentación de invadir España para tomar de flanco Gibraltar y el África del Sur?
Abrigó, en efecto ese proyecto. Y me lo propuso. Pero como yo me negué, tuvo qué renunciar. Sabía que para invadir un país era necesario tener razones. Hitler no podía reprochar nada a los españoles, y, además, conocía muy bien el alma de nuestro pueblo y su historia.
Si exceptuamos el error inicial de haber provocado la 2GM, ¿cuáles fueron, a juicio de Su Excelencia, los errores que Hitler cometió durante el conflicto?
Ante todo, acometer la guerra con un espíritu de seguridad. Se olvidó de que toda guerra es una aventura sin garantías. Se olvidó de aquel conocimiento que desde tiempos inmemoriales nos ha enseñado que el hombre propone y Dios dispone. Se olvidó de que en cada batalla hay que contar con una gran parcela de azar; de tal suerte que sólo Dios puede saber cómo concluirán las cosas. ¡¡¡Hitler tenía alma de jugador...!!!
Y, además, desconocía totalmente la psicología de los pueblos. Nunca comprendió nada del alma inglesa. Nunca tuvo en cuenta esos milagros que provoca la necesidad. No tuvo tampoco la suficiente imaginación para concebir las posibilidades que a las naciones atacadas se ofrecen para agruparse y sobreponerse en una guerra por muy mortífera que esta sea. En fin, no creía que el conflicto podría extenderse hasta al punto de convertirse en un conflicto universal, Si lo hubiera pensado, quizá habría reflexionado en la desproporción de las fuerzas, a la que se enfrentaba. (...) Alemania se había preparado cuidadosamente; pero sólo para una guerra corta. No para un conflicto de seis años. Hitler no había tenido verdaderamente en cuenta las consecuencias de una guerra contra la URSS. Y el hecho de tener que batirse en dos frentes...
¿Tuvo Hitler hasta el final confianza en la victoria?
Por decirlo así, creo que sí. Siempre creyó en la superioridad de los soldados alemanes, en su propio genio militar, en las armas que los técnicos fraguaban con avidez. En torno suyo, los jefes militares tenían plena confianza en las armas atómicas. Yo tuve la ocasión de darme cuenta de ello. Los bombardeos angloamericanos rompieron a tiempo, justo a tiempo, la «puesta a punto» final de las bombas atómicas nazis... Hitler vivió con la certeza del triunfo.
¿No pensó usted en momento alguno de la guerra ponerse al lado del Eje?
Jamás. Entre nuestros países no existía compromiso alguno que pudiera obligar a España a participar en un conflicto armado.
Sin embargo, con su plena aprobación, y más todavía, con su constante apoyo, fue la famosa «División Azul» a luchar contra los rusos.
Hay que remontarse a los principios de nuestra guerra civil. La cual, pronto dejó der ser sólo una guerra entre españoles. Los «rojos» apelaron a la ayuda de los comunistas y de los socialistas de todos los países. Tuvieron la ventaja del apoyo, más o menos confesado, de muchas potencias. Las Brigadas Internacionales se convirtieron en un conglomerado de unidades, unidades numerosas, que estaban armadas por el extranjero y exclusivamente compuestas por extranjeros. De nuestro lado, recibimos voluntarios que nos llegaron del mundo entero, y entre los primeros en llegar, se distinguió un batallón de católicos irlandeses. Creamos nosotros nuevas unidades de la Legión, y, por último, aceptamos la ayuda de tropas voluntarias italianas y alemanas, cuyo sostén contribuyó a precipitar el fin de las angustias españolas. De este modo, al término de la guerra, tenía España contraída una deuda moral hacia esos voluntarios extranjeros. El «Movimiento» estimaba que hacia ellos tenía una deuda de sangre, y singularmente hacia italianos y alemanes. El pueblo español siempre ha liquidado esta clase de deudas.
Cuando el Eje entró en la guerra contra los aliados, no se trataba ya para nosotros de pagar esa deuda, pues ello nos hubiera obligado a combatir sin motivo a naciones que no se comportaban en nada como enemigas de España, naciones con las cuales manteníamos relaciones de cordialidad. Pero, cuando Alemania e Italia entraron en guerra contra la URSS, el problema fue diferente para nosotros. Los bolcheviques se habían conducido siempre como enemigos de los nacionales. Para muchos españoles, el combate emprendido por el Eje, en el Este, contra el comunismo, no tenía nada que ver con la lucha germano-italiana contra los aliados occidentales. En el Oeste, era una guerra discutible. En el Este, era una Cruzada. Y, desde muchos puntos de vista, una Cruzada semejante a la nuestra. Y por esto dimos nuestra conformidad a una leva de voluntarios destinados a combatir contra los bolcheviques. Al hacerlo, íbamos a pagar nuestra deuda de sangre. Esos voluntarios, reunidos en Alemania, en una División a la cual se bautizó con el nombre de «División Azul», fueron encuadrados y dirigidos hacia el frente ruso bajo la bandera alemana y con armamento alemán.
La División Azul pagó largamente la deuda nacional hacia nuestros amigos del tiempo de la gran prueba. Combatió heroicamente en los frentes del Lago Ilmen, Novgorod y Leningrado. Fueron muchos los que se cubrieron, en aquellas fitas, de gloria. Fueron muchos los muertos y los heridos.
Pero pasaba el tiempo... Los efectivos de la División disminuían, y a medida que se prolongaba el conflicto, era más grave el peligro para nuestros voluntarios; peligro de verse frente a frente con las fuerzas militares de los aliados, las cuales cada vez colaboraban más estrechamente con los rusos; peligro de tener, por lo tanto, que combatir, no solamente a los comunistas —fin exclusivo de su acción—, sino también a los angloamericanos. Y así fue como, en 1944, manifestamos el deseo de retirar la División Azul de los teatros de operaciones. Era una decisión lógica, teniendo en cuenta la evolución del conflicto.
Creo, Excelencia, que ha conocido usted muy bien al mariscal Pétain...
Sí, y nuestros encuentros se escalonaron en el curso de muchos años. El primero fue en 1925; colaboramos entonces en Marruecos. Más tarde, tuve por costumbre entrevistarme con él en mis visitas a París. Nos volvimos a encontrar en Madrid cuando el Gobierno francés, a principios de 1939, le envió como embajador. Teníamos las mejores relaciones. Cuando el mariscal fue requerido para participar en el Gobierno de Paul Reynaud, en 1940, yo le aconsejé que no aceptase. «Le van a obligar a hacer el papel de un portaestandarte —le dije—. Usted es el vencedor de Verdún, la gloria viva más alta de Francia. Usted es el símbolo de una Francia victoriosa y poderosa. Acaso se va usted a convertir en el rehén de la renuncia francesa. Parece que Francia se desliza hacia la catástrofe. Usted va al sacrificio. Sufrirá usted amarguras que no merece»...
¿Se volvieron ustedes a ver alguna vez después de entonces?
A mi regreso de Bordighera, me detuve en Montpellier, a instancias del mariscal. Almorzamos juntos. Yo estaba encantado de volver a verle. Fue una entrevista muy amistosa; muy útil también, porque nos dio ocasión de esclarecer algunos malentendidos.
¿No tuvo Hitler, hacia 1943, la tentación de invadir España para tomar de flanco Gibraltar y el África del Sur?
Abrigó, en efecto ese proyecto. Y me lo propuso. Pero como yo me negué, tuvo qué renunciar. Sabía que para invadir un país era necesario tener razones. Hitler no podía reprochar nada a los españoles, y, además, conocía muy bien el alma de nuestro pueblo y su historia.
Si exceptuamos el error inicial de haber provocado la 2GM, ¿cuáles fueron, a juicio de Su Excelencia, los errores que Hitler cometió durante el conflicto?
Ante todo, acometer la guerra con un espíritu de seguridad. Se olvidó de que toda guerra es una aventura sin garantías. Se olvidó de aquel conocimiento que desde tiempos inmemoriales nos ha enseñado que el hombre propone y Dios dispone. Se olvidó de que en cada batalla hay que contar con una gran parcela de azar; de tal suerte que sólo Dios puede saber cómo concluirán las cosas. ¡¡¡Hitler tenía alma de jugador...!!!
Y, además, desconocía totalmente la psicología de los pueblos. Nunca comprendió nada del alma inglesa. Nunca tuvo en cuenta esos milagros que provoca la necesidad. No tuvo tampoco la suficiente imaginación para concebir las posibilidades que a las naciones atacadas se ofrecen para agruparse y sobreponerse en una guerra por muy mortífera que esta sea. En fin, no creía que el conflicto podría extenderse hasta al punto de convertirse en un conflicto universal, Si lo hubiera pensado, quizá habría reflexionado en la desproporción de las fuerzas, a la que se enfrentaba. (...) Alemania se había preparado cuidadosamente; pero sólo para una guerra corta. No para un conflicto de seis años. Hitler no había tenido verdaderamente en cuenta las consecuencias de una guerra contra la URSS. Y el hecho de tener que batirse en dos frentes...
¿Tuvo Hitler hasta el final confianza en la victoria?
Por decirlo así, creo que sí. Siempre creyó en la superioridad de los soldados alemanes, en su propio genio militar, en las armas que los técnicos fraguaban con avidez. En torno suyo, los jefes militares tenían plena confianza en las armas atómicas. Yo tuve la ocasión de darme cuenta de ello. Los bombardeos angloamericanos rompieron a tiempo, justo a tiempo, la «puesta a punto» final de las bombas atómicas nazis... Hitler vivió con la certeza del triunfo.
¿No pensó usted en momento alguno de la guerra ponerse al lado del Eje?
Jamás. Entre nuestros países no existía compromiso alguno que pudiera obligar a España a participar en un conflicto armado.
Sin embargo, con su plena aprobación, y más todavía, con su constante apoyo, fue la famosa «División Azul» a luchar contra los rusos.
Hay que remontarse a los principios de nuestra guerra civil. La cual, pronto dejó der ser sólo una guerra entre españoles. Los «rojos» apelaron a la ayuda de los comunistas y de los socialistas de todos los países. Tuvieron la ventaja del apoyo, más o menos confesado, de muchas potencias. Las Brigadas Internacionales se convirtieron en un conglomerado de unidades, unidades numerosas, que estaban armadas por el extranjero y exclusivamente compuestas por extranjeros. De nuestro lado, recibimos voluntarios que nos llegaron del mundo entero, y entre los primeros en llegar, se distinguió un batallón de católicos irlandeses. Creamos nosotros nuevas unidades de la Legión, y, por último, aceptamos la ayuda de tropas voluntarias italianas y alemanas, cuyo sostén contribuyó a precipitar el fin de las angustias españolas. De este modo, al término de la guerra, tenía España contraída una deuda moral hacia esos voluntarios extranjeros. El «Movimiento» estimaba que hacia ellos tenía una deuda de sangre, y singularmente hacia italianos y alemanes. El pueblo español siempre ha liquidado esta clase de deudas.
Cuando el Eje entró en la guerra contra los aliados, no se trataba ya para nosotros de pagar esa deuda, pues ello nos hubiera obligado a combatir sin motivo a naciones que no se comportaban en nada como enemigas de España, naciones con las cuales manteníamos relaciones de cordialidad. Pero, cuando Alemania e Italia entraron en guerra contra la URSS, el problema fue diferente para nosotros. Los bolcheviques se habían conducido siempre como enemigos de los nacionales. Para muchos españoles, el combate emprendido por el Eje, en el Este, contra el comunismo, no tenía nada que ver con la lucha germano-italiana contra los aliados occidentales. En el Oeste, era una guerra discutible. En el Este, era una Cruzada. Y, desde muchos puntos de vista, una Cruzada semejante a la nuestra. Y por esto dimos nuestra conformidad a una leva de voluntarios destinados a combatir contra los bolcheviques. Al hacerlo, íbamos a pagar nuestra deuda de sangre. Esos voluntarios, reunidos en Alemania, en una División a la cual se bautizó con el nombre de «División Azul», fueron encuadrados y dirigidos hacia el frente ruso bajo la bandera alemana y con armamento alemán.
La División Azul pagó largamente la deuda nacional hacia nuestros amigos del tiempo de la gran prueba. Combatió heroicamente en los frentes del Lago Ilmen, Novgorod y Leningrado. Fueron muchos los que se cubrieron, en aquellas fitas, de gloria. Fueron muchos los muertos y los heridos.
El 10 de enero de 1942 la compañía de esquiadores de la División Azul al mando del capitán José Manuel Ordás Rodríguez, partiendo de la localidad de Spasspiskopez, cruza el lago para socorrer a la guarnición alemana de Vsvad en la desembocadura del río Lovat, el día 21 de enero, en la batalla conocida como «Acción del lago Ilmen».
Pero pasaba el tiempo... Los efectivos de la División disminuían, y a medida que se prolongaba el conflicto, era más grave el peligro para nuestros voluntarios; peligro de verse frente a frente con las fuerzas militares de los aliados, las cuales cada vez colaboraban más estrechamente con los rusos; peligro de tener, por lo tanto, que combatir, no solamente a los comunistas —fin exclusivo de su acción—, sino también a los angloamericanos. Y así fue como, en 1944, manifestamos el deseo de retirar la División Azul de los teatros de operaciones. Era una decisión lógica, teniendo en cuenta la evolución del conflicto.
Creo, Excelencia, que ha conocido usted muy bien al mariscal Pétain...
Sí, y nuestros encuentros se escalonaron en el curso de muchos años. El primero fue en 1925; colaboramos entonces en Marruecos. Más tarde, tuve por costumbre entrevistarme con él en mis visitas a París. Nos volvimos a encontrar en Madrid cuando el Gobierno francés, a principios de 1939, le envió como embajador. Teníamos las mejores relaciones. Cuando el mariscal fue requerido para participar en el Gobierno de Paul Reynaud, en 1940, yo le aconsejé que no aceptase. «Le van a obligar a hacer el papel de un portaestandarte —le dije—. Usted es el vencedor de Verdún, la gloria viva más alta de Francia. Usted es el símbolo de una Francia victoriosa y poderosa. Acaso se va usted a convertir en el rehén de la renuncia francesa. Parece que Francia se desliza hacia la catástrofe. Usted va al sacrificio. Sufrirá usted amarguras que no merece»...
¿Se volvieron ustedes a ver alguna vez después de entonces?
A mi regreso de Bordighera, me detuve en Montpellier, a instancias del mariscal. Almorzamos juntos. Yo estaba encantado de volver a verle. Fue una entrevista muy amistosa; muy útil también, porque nos dio ocasión de esclarecer algunos malentendidos.
Philippe Petain, general y futuro mariscal, además de presidente del Gobierno de Vichy
¿Cómo encontró usted en Montpellier al mariscal?
Igual a sí mismo, en admirable forma física, con el espíritu claro. Siempre lúcido y sereno. Pero carecía de conocimientos políticos, y, como vivía del recuerdo de la gloria francesa, no se daba cuenta de la situación de su país en aquellos momentos. Me hablaba sin cesar del porvenir, del resurgimiento nacional, y hacía proyectos, y decía: «Emprenderé esto y aquello...». Yo pensaba en el presente de Francia, en su trágica subordinación, en su ruptura de la metrópoli. Concluí exclamando: «Pero, señor mariscal, es, ante todo, necesario que se preocupe usted de los dramas de la hora». Se echó a reír, aprobó, y me dijo varias veces: «Es verdad. Es verdad».
El mariscal Pétain fue un gran soldado, un gran francés de trágico destino.
Hay algo de misterioso en la estancia de Pierre Laval en España después de la «debacle» y su repentino retorno a Francia. ¿Se rindió Pierre Laval voluntariamente a las autoridades francesas?
Cuando yo me enteré de que Pierre Laval había aterrizado en Barcelona, no supuse ni por un momento que pensaba permanecer en España como refugiado político. Era hombre de Estado de sólida experiencia. Poseía, por lo tanto, una clara noción de aquellos problemas a los cuales tenía que hacer cara un país como España. Cuando salimos de nuestra guerra civil, supimos nosotros permanecer neutrales durante todo el conflicto mundial de 1939 a 1945, y ello al precio de preocupaciones que fueron a veces importantes. Una vez sellada la derrota del Eje, nosotros estábamos, a pesar de todo, obligados a tener en cuenta la hostilidad sin fundamento que desde muchos frentes extremistas se nos manifestaba. Conocimos enormes dificultades con Francia. No podíamos soñar en aumentarlas sin razones imperiosas, es decir, nacionales. Y así fue cómo la presencia de Pierre Laval en nuestro suelo pareció como un desafío. Pierre Laval comprendió muy bien todo esto. Tenía medios para ir fácilmente a otras naciones, a naciones menos expuestas que la nuestra a dificultades. Hubo amigos que le ofrecieron que se embarcara hacia América del Sur. El barco estaba preparado. Pero Laval dijo que quería volver a Francia. A pesar de las insistencias de sus amigos, persistió en su voluntad, y allá se fue, libremente, hacia su destino.
Hay algo de misterioso en la estancia de Pierre Laval en España después de la «debacle» y su repentino retorno a Francia. ¿Se rindió Pierre Laval voluntariamente a las autoridades francesas?
Cuando yo me enteré de que Pierre Laval había aterrizado en Barcelona, no supuse ni por un momento que pensaba permanecer en España como refugiado político. Era hombre de Estado de sólida experiencia. Poseía, por lo tanto, una clara noción de aquellos problemas a los cuales tenía que hacer cara un país como España. Cuando salimos de nuestra guerra civil, supimos nosotros permanecer neutrales durante todo el conflicto mundial de 1939 a 1945, y ello al precio de preocupaciones que fueron a veces importantes. Una vez sellada la derrota del Eje, nosotros estábamos, a pesar de todo, obligados a tener en cuenta la hostilidad sin fundamento que desde muchos frentes extremistas se nos manifestaba. Conocimos enormes dificultades con Francia. No podíamos soñar en aumentarlas sin razones imperiosas, es decir, nacionales. Y así fue cómo la presencia de Pierre Laval en nuestro suelo pareció como un desafío. Pierre Laval comprendió muy bien todo esto. Tenía medios para ir fácilmente a otras naciones, a naciones menos expuestas que la nuestra a dificultades. Hubo amigos que le ofrecieron que se embarcara hacia América del Sur. El barco estaba preparado. Pero Laval dijo que quería volver a Francia. A pesar de las insistencias de sus amigos, persistió en su voluntad, y allá se fue, libremente, hacia su destino.
Laval en 1931
¿Pensó usted verdaderamente que después de la capitulación corría España graves peligros?
Totalmente. Creímos en el peligro, y teníamos razón para creer en él. Pero España estaba dispuesta a defenderse. Y yo sabía que la voluntad del pueblo español era unánime. Existía el riesgo de excitaciones y de provocaciones; el riesgo de una tentativa de invasión. España, España entera, se hubiera instantáneamente reagrupado como luego lo hizo, al final del año siguiente, cuando las Naciones Unidas decidieron tomar sanciones contra nosotros y cuando sus embajadores se marcharon.
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