Aunque todos los expertos concuerdan en que los acontecimientos en Venezuela siguen el mismo modelo que los de Siria, hay quienes cuestionan el anterior artículo de Thierry Meyssan sobre las interpretaciones divergentes de esos hechos en el campo antiimperialista. Este artículo responde a esas dudas. Pero no se trata aquí de una simple querella entre especialistas sino de un debate de fondo sobre el viraje histórico que estamos viviendo desde el 11 de septiembre de 2001 y que afecta las vidas de todos los que habitamos este planeta.
Este artículo es la segunda parte de: «Interpretaciones divergentes en el campo antiimperialista», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 15 de agosto de 2017.
En la primera parte de este artículo subrayé que el presidente sirio Bashar al-Asad es en este momento la única personalidad que ha sabido adaptarse a la nueva «gran estrategia estadounidense», mientras que las demás siguen pensando como si los conflictos que hoy se desarrollan fuesen similares a los que ya vimos desde el final de la 2GM. Siguen interpretando los acontecimientos como intentos de Estados Unidos para derrocar gobiernos como medio de acaparar los recursos naturales para sí mismo.
Pienso, y voy a explicarlo aquí, que esa interpretación es errónea y que ese error puede sumir la humanidad en un verdadero infierno.
Hace 70 años que los estrategas estadounidenses sufren una obsesión que no tiene nada que ver con la defensa de su pueblo. Lo que les obsesiona es mantener la superioridad militar de Estados Unidos sobre el resto del mundo. Durante el decenio transcurrido entre la disolución de la URSS y los atentados del 11 de septiembre de 2001, estuvieron buscando diferentes maneras de intimidar a todo el que se resistía a la dominación estadounidense.
Harlan K. Ullman desarrollaba la idea de aterrorizar a los pueblos asestándoles golpes brutales (Shock and awe o «shock y pavor»). Se trataba, idealmente, de algo como el uso de la bomba atómica contra los japoneses. Eso se concretó, en la práctica, bombardeando Bagdad con una lluvia de misiles crucero.
Los discípulos del filósofo Leo Strauss soñaban con librar y ganar varias guerras a la vez (Full-spectrum dominance o «dominio en todos los sentidos»). Vimos entonces las guerras contra Afganistán e Iraq, que se desarrollaron bajo un mando común.
El almirante Arthur K. Cebrowski predicaba que había que reorganizar los ejércitos de Estados Unidos de manera tal que fuese posible procesar y compartir una multitud de datos de forma simultánea. Eso haría posible algún día el uso de robots capaces de indicar instantáneamente las mejores tácticas. Como veremos más adelante, las profundas reformas que el almirante Cebrowski inició no tardaron en producir frutos… venenosos.
Esas ideas y obsesiones primeramente llevaron al presidente George W. Bush y la US Navy a organizar el más extenso sistema internacional de secuestro y tortura, que contó 80.000 víctimas. Posteriormente, llevaron al presidente Obama a poner en marcha todo un aparato para perpetrar asesinatos, principalmente mediante el uso de drones pero también recurriendo a comandos armados. Ese sistema opera en 80 países y dispone de un presupuesto anual de 14.000 millones de dólares.
A partir de los hechos del 11 de septiembre de 2001, el asistente del almirante Cebrowski, Thomas P.M. Barnett, impartió en el Pentágono y en las academias militares estadounidenses numerosas conferencias anunciando lo que sería el nuevo mapa del mundo según el Pentágono. Ese proyecto se ha hecho posible debido a las reformas estructurales realizadas en los ejércitos estadounidenses, reformas en las que se percibe una nueva visión del mundo. El proyecto en sí parecía tan descabellado que los observadores extranjeros lo consideraron, apresuradamente, sólo una forma de retórica más entre tantas otras tendientes a sembrar el miedo en los pueblos que Estados Unidos pretende dominar.
Barnett afirmaba que, para mantener su hegemonía mundial, Estados Unidos tendría que dividir el mundo en dos partes. Quedarían de un lado los Estados estables (los miembros del G8 y sus aliados) y del otro lado estaría el resto del mundo, considerado simplemente como un «almacén» de recursos naturales. Barnett se diferenciaba de sus predecesores en un punto fundamental: ya no consideraba que el acceso a esos recursos fuese crucial para Washington sino que afirmaba que los Estados estables sólo tendrían acceso a esos recursos recurriendo a los ejércitos estadounidenses. Para eso habría que destruir sistemáticamente toda la estructura estatal en los países que serían parte de ese «almacén» de recursos, de manera que nadie pudiese oponerse en ellos a la voluntad de Washington, ni tampoco tratar directamente con los Estados estables.
En su discurso de enero de 1980 sobre el Estado de la Unión, el presidente Carter enunció su doctrina: Washington consideraba el acceso al petróleo del Golfo para garantizar el abastecimiento de su propia economía como una cuestión de seguridad nacional. El Pentágono creó entonces el CentCom para controlar esa región. Sin embargo, Washington está sacando actualmente menos petróleo de Iraq y de Libia que antes de las guerras contra esos países… ¡pero no le importa!
La destrucción de las estructuras estatales equivale a regresar a los tiempos del caos, concepto ya enunciado por Leo Strauss pero al que Barnett confiere un sentido nuevo. Para el filósofo judío Leo Strauss, después del fracaso de la República de Weimar y el Holocausto, el pueblo judío no puede seguir confiando en las democracias, así que la única vía que le queda para protegerse de un nuevo nazismo es instaurar su propia dictadura mundial: claro, ¡en aras del Bien! Para eso tendrá que destruir algunos Estados que oponen resistencia, hacerlos retroceder a la era del Caos y reconstruirlos según nuevas leyes.
Eso corresponde con lo que decía Condoleezza Rice durante los primeros días de la agresión de 2006 contra el Líbano, cuando aún parecía que Israel saldría victorioso:
La influencia de los seguidores de Leo Strauss ha disminuido en el Pentágono después del fallecimiento de Andrew Marshall, creador del «giro hacia Asia».
Una de las grandes rupturas entre el pensamiento de Barnett y lo que pensaban sus predecesores reside en que Barnett piensa que no hay que desatar guerras contra tal o cual país por razones políticas sino contra regiones enteras del mundo porque no están integradas al sistema económico global. Por supuesto, siempre habrá que empezar por un país en particular, pero se hará favoreciendo la extensión del conflicto, hasta destruirlo todo… como en el Medio Oriente ampliado (o Gran Medio Oriente). En este momento sigue la guerra, incluso con despliegue de blindados, tanto en Túnez, Libia, Egipto (en el Sinaí), Palestina, Líbano (en Ein el-Jilue y Ras Baalbek), como en Siria, Iraq, Arabia Saudita (en la ciudad de Qatif), Baréin, Yemen, Turquía (en Diyarbakır) y Afganistán.
Es por eso que la estrategia neoimperialista de Barnett tendrá que apoyarse obligatoriamente en ciertos elementos de la retórica de Bernard Lewis y de Samuel Huntington, la «guerra de civilizaciones». Pero como será imposible justificar que permanezcamos indiferentes ante las desgracias de los pueblos de los países condenados a ser parte del «almacén» de recursos naturales, habrá que convencernos de que nuestras civilizaciones son incompatibles.
En la primera parte de este artículo subrayé que el presidente sirio Bashar al-Asad es en este momento la única personalidad que ha sabido adaptarse a la nueva «gran estrategia estadounidense», mientras que las demás siguen pensando como si los conflictos que hoy se desarrollan fuesen similares a los que ya vimos desde el final de la 2GM. Siguen interpretando los acontecimientos como intentos de Estados Unidos para derrocar gobiernos como medio de acaparar los recursos naturales para sí mismo.
Pienso, y voy a explicarlo aquí, que esa interpretación es errónea y que ese error puede sumir la humanidad en un verdadero infierno.
El pensamiento estratégico estadounidense
Hace 70 años que los estrategas estadounidenses sufren una obsesión que no tiene nada que ver con la defensa de su pueblo. Lo que les obsesiona es mantener la superioridad militar de Estados Unidos sobre el resto del mundo. Durante el decenio transcurrido entre la disolución de la URSS y los atentados del 11 de septiembre de 2001, estuvieron buscando diferentes maneras de intimidar a todo el que se resistía a la dominación estadounidense.
Harlan K. Ullman desarrollaba la idea de aterrorizar a los pueblos asestándoles golpes brutales (Shock and awe o «shock y pavor»). Se trataba, idealmente, de algo como el uso de la bomba atómica contra los japoneses. Eso se concretó, en la práctica, bombardeando Bagdad con una lluvia de misiles crucero.
Los discípulos del filósofo Leo Strauss soñaban con librar y ganar varias guerras a la vez (Full-spectrum dominance o «dominio en todos los sentidos»). Vimos entonces las guerras contra Afganistán e Iraq, que se desarrollaron bajo un mando común.
El almirante Arthur K. Cebrowski predicaba que había que reorganizar los ejércitos de Estados Unidos de manera tal que fuese posible procesar y compartir una multitud de datos de forma simultánea. Eso haría posible algún día el uso de robots capaces de indicar instantáneamente las mejores tácticas. Como veremos más adelante, las profundas reformas que el almirante Cebrowski inició no tardaron en producir frutos… venenosos.
El pensamiento neo-imperialista estadounidense
Esas ideas y obsesiones primeramente llevaron al presidente George W. Bush y la US Navy a organizar el más extenso sistema internacional de secuestro y tortura, que contó 80.000 víctimas. Posteriormente, llevaron al presidente Obama a poner en marcha todo un aparato para perpetrar asesinatos, principalmente mediante el uso de drones pero también recurriendo a comandos armados. Ese sistema opera en 80 países y dispone de un presupuesto anual de 14.000 millones de dólares.
A partir de los hechos del 11 de septiembre de 2001, el asistente del almirante Cebrowski, Thomas P.M. Barnett, impartió en el Pentágono y en las academias militares estadounidenses numerosas conferencias anunciando lo que sería el nuevo mapa del mundo según el Pentágono. Ese proyecto se ha hecho posible debido a las reformas estructurales realizadas en los ejércitos estadounidenses, reformas en las que se percibe una nueva visión del mundo. El proyecto en sí parecía tan descabellado que los observadores extranjeros lo consideraron, apresuradamente, sólo una forma de retórica más entre tantas otras tendientes a sembrar el miedo en los pueblos que Estados Unidos pretende dominar.
Barnett afirmaba que, para mantener su hegemonía mundial, Estados Unidos tendría que dividir el mundo en dos partes. Quedarían de un lado los Estados estables (los miembros del G8 y sus aliados) y del otro lado estaría el resto del mundo, considerado simplemente como un «almacén» de recursos naturales. Barnett se diferenciaba de sus predecesores en un punto fundamental: ya no consideraba que el acceso a esos recursos fuese crucial para Washington sino que afirmaba que los Estados estables sólo tendrían acceso a esos recursos recurriendo a los ejércitos estadounidenses. Para eso habría que destruir sistemáticamente toda la estructura estatal en los países que serían parte de ese «almacén» de recursos, de manera que nadie pudiese oponerse en ellos a la voluntad de Washington, ni tampoco tratar directamente con los Estados estables.
En su discurso de enero de 1980 sobre el Estado de la Unión, el presidente Carter enunció su doctrina: Washington consideraba el acceso al petróleo del Golfo para garantizar el abastecimiento de su propia economía como una cuestión de seguridad nacional. El Pentágono creó entonces el CentCom para controlar esa región. Sin embargo, Washington está sacando actualmente menos petróleo de Iraq y de Libia que antes de las guerras contra esos países… ¡pero no le importa!
La destrucción de las estructuras estatales equivale a regresar a los tiempos del caos, concepto ya enunciado por Leo Strauss pero al que Barnett confiere un sentido nuevo. Para el filósofo judío Leo Strauss, después del fracaso de la República de Weimar y el Holocausto, el pueblo judío no puede seguir confiando en las democracias, así que la única vía que le queda para protegerse de un nuevo nazismo es instaurar su propia dictadura mundial: claro, ¡en aras del Bien! Para eso tendrá que destruir algunos Estados que oponen resistencia, hacerlos retroceder a la era del Caos y reconstruirlos según nuevas leyes.
Eso corresponde con lo que decía Condoleezza Rice durante los primeros días de la agresión de 2006 contra el Líbano, cuando aún parecía que Israel saldría victorioso:
«No veo el interés de la diplomacia si es para volver al estatus quo anterior entre Israel y el Líbano. Creo que sería un error. Lo que aquí vemos es, en cierta forma, el comienzo, las contracciones del nacimiento de un nuevo Medio Oriente y, hagamos lo que hagamos, tenemos que estar seguros de que avanzamos hacia el nuevo Medio Oriente y de que no volvemos al antiguo».Para Barnett, sin embargo, habría que hacer retroceder a la era del Caos no sólo a los pueblos que oponen resistencia sino a todos los países que no han alcanzado cierto nivel de vida. Y cuando estén sumidos en el Caos… habrá que mantenerlos en él.
La influencia de los seguidores de Leo Strauss ha disminuido en el Pentágono después del fallecimiento de Andrew Marshall, creador del «giro hacia Asia».
Una de las grandes rupturas entre el pensamiento de Barnett y lo que pensaban sus predecesores reside en que Barnett piensa que no hay que desatar guerras contra tal o cual país por razones políticas sino contra regiones enteras del mundo porque no están integradas al sistema económico global. Por supuesto, siempre habrá que empezar por un país en particular, pero se hará favoreciendo la extensión del conflicto, hasta destruirlo todo… como en el Medio Oriente ampliado (o Gran Medio Oriente). En este momento sigue la guerra, incluso con despliegue de blindados, tanto en Túnez, Libia, Egipto (en el Sinaí), Palestina, Líbano (en Ein el-Jilue y Ras Baalbek), como en Siria, Iraq, Arabia Saudita (en la ciudad de Qatif), Baréin, Yemen, Turquía (en Diyarbakır) y Afganistán.
Es por eso que la estrategia neoimperialista de Barnett tendrá que apoyarse obligatoriamente en ciertos elementos de la retórica de Bernard Lewis y de Samuel Huntington, la «guerra de civilizaciones». Pero como será imposible justificar que permanezcamos indiferentes ante las desgracias de los pueblos de los países condenados a ser parte del «almacén» de recursos naturales, habrá que convencernos de que nuestras civilizaciones son incompatibles.
Según este mapa, extraído de un Powerpoint que Thomas P. M. Barnett presentó en 2003 durante una conferencia impartida en el Pentágono, los Estados de todos los países incluidos en la zona más oscura deben ser destruidos. Ese proyecto no tiene nada que ver con la lucha de clases en el plano nacional, ni con la explotación de los recursos naturales. Después de destruir el Medio Oriente ampliado, los estrategas estadounidenses se preparan para acabar con los Estados en los países del noroeste de Latinoamérica.
Esa exactamente es la política que ha venido aplicándose desde el 11 de septiembre de 2001. No se ha terminado ninguna de las guerras desatadas desde entonces. Desde hace 16 años, las condiciones de vida de los afganos son cada día más terribles y peligrosas. La reconstrucción del Estado que alguna vez tuvieron, reconstrucción que supuestamente seguiría el modelo aplicado en Alemania o Japón al término de la 2GM, nunca llegó concretarse. La presencia de las tropas de la OTAN no mejoró la vida de los afganos que, por el contrario, se deterioró aún más. Todo indica que esa presencia militar de la OTAN es actualmente la causa del problema. A pesar de todos los discursos que alaban la ayuda internacional, las tropas de la OTAN sólo están en Afganistán para mantener y agravar el caos.
No hay un solo caso de intervención de la OTAN en que los motivos oficiales de la guerra hayan resultado ciertos. No fue cierta la justificación oficial de la guerra contra Afganistán (motivo invocado: una supuesta responsabilidad de los talibanes en los atentados del 11 de septiembre de 2001), como tampoco lo fue en la guerra contra Iraq (motivo invocado: un supuesto respaldo del presidente Sadam Husein a los terroristas del 11 de septiembre y la preparación de armas de destrucción masiva que planeaba utilizar contra Estados Unidos), ni en Libia (supuesto bombardeo del ejército libio contra su propio pueblo), ni en Siria (dictadura del presidente Asad y de la secta de los alauitas). Y en ningún caso el derrocamiento de un gobierno ha puesto fin a la guerra. Todas esas guerras se mantienen hoy en día, sin importar la tendencia o el grado de sumisión de los dirigentes en el poder.
Las «primaveras árabes», si bien son fruto de una idea del MI6 que sigue el modelo de la «revuelta árabe» de 1916 y de las hazañas de Lawrence de Arabia, fueron incorporadas a la misma estrategia de Estados Unidos. Túnez se ha convertido en un país ingobernable. En Egipto, donde el ejército nacional logró recuperar el control de la situación, el país está tratando poco a poco de levantar cabeza. Libia se ha convertido en un campo de batalla, no desde que el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó su resolución llamando a proteger la población libia sino después del asesinato de Muamar el Gadafi y la victoria de la OTAN.
Siria es un caso excepcional ya que el Estado nunca pasó a manos de la Hermandad Musulmana y que esta no ha logrado imponer el caos en todo el país. Pero numerosos grupos yijadistas, vinculados precisamente a esa cofradía, lograron controlar —y todavía controlan— partes del territorio nacional, instaurando en ellas el caos. Ni el califato del Emirato Islámico (Daesh), ni Idlib bajo al-Qaeda, constituyen Estados donde el islam pueda florecer. Son sólo zonas de terror sin escuelas ni hospitales.
Es probable que gracias a su pueblo, a su ejército y a sus aliados rusos, libaneses e iraníes, Siria logre escapar al destino que Washington había diseñado para ella. Pero el Medio Oriente ampliado seguirá siendo pasto del fuego hasta que los pueblos entiendan los planes de sus enemigos.
Ahora vemos como el mismo proceso de destrucción se inicia en el noroeste de Latinoamérica. Los medios de difusión occidentales hablan con desdén de los desórdenes en Venezuela, pero la guerra que así comienza no habrá de limitarse a ese país. Se extenderá a toda esa región, a pesar de que son muy diferentes las condiciones económicas y políticas de sus países.
A los estrategas estadounidenses les gusta comparar el poder de Estados Unidos al del Imperio romano. Pero los romanos aportaban seguridad y opulencia a los pueblos que conquistaban y los incorporaban a su imperio. El Imperio romano construía monumentos y racionalizaba las sociedades de esos pueblos. El neo-imperialismo estadounidense no tiene intenciones de aportar nada, ni a los pueblos de los Estados estables, ni a los de los países incluidos en el «almacén» de recursos naturales. Lo que tiene previsto es extorsionar a los primeros y destruir los vínculos sociales en los que se sustenta la unión nacional de los segundos. Ni siquiera le interesa exterminar a estos últimos sino hacerlos sufrir para que el caos en el que viven convenza a los Estados estables de que para ir a buscar los recursos que necesitan tienen que contar con la protección de los ejércitos estadounidenses.
El proyecto imperialista consideraba hasta ahora que «no se puede hacer la tortilla sin romper los huevos», o sea, admitía que tiene que cometer masacres colaterales para extender su dominación. En lo adelante, lo que planifica son masacres generalizadas para imponer definitivamente su autoridad.
El neo-imperialismo estadounidense implica que los demás Estados del G8 y sus aliados acepten que la «protección» de sus intereses en el extranjero quede en manos de los ejércitos de Estados Unidos. Ese condicionamiento no constituye un problema para la Unión Europea, ya sometida desde hace mucho a la voluntad del amo estadounidense, pero plantea una dura discusión con el Reino Unido y será imposible que Rusia y China la acepten.
Recordando su «relación especial» con Washington, Londres ya exigió participar como socio en el proyecto estadounidense para gobernar el mundo. Fue ese el sentido del viaje de Theresa May a Estados Unidos, en enero de 2017, pero quedó sin respuesta.
Es además inconcebible que los ejércitos de Estados Unidos garanticen la seguridad de las «rutas de la seda», como hoy lo hacen —junto a las fuerzas británicas— con las vías marítimas y aéreas que utiliza Occidente. Es también inimaginable que Rusia acepte ahora ponerse de rodillas, después de su exclusión del G8, debido a su implicación en Siria y en Crimea.
Fuente: http://www.voltairenet.org/article197560.html
La aplicación del neo-imperialismo estadounidense
Esa exactamente es la política que ha venido aplicándose desde el 11 de septiembre de 2001. No se ha terminado ninguna de las guerras desatadas desde entonces. Desde hace 16 años, las condiciones de vida de los afganos son cada día más terribles y peligrosas. La reconstrucción del Estado que alguna vez tuvieron, reconstrucción que supuestamente seguiría el modelo aplicado en Alemania o Japón al término de la 2GM, nunca llegó concretarse. La presencia de las tropas de la OTAN no mejoró la vida de los afganos que, por el contrario, se deterioró aún más. Todo indica que esa presencia militar de la OTAN es actualmente la causa del problema. A pesar de todos los discursos que alaban la ayuda internacional, las tropas de la OTAN sólo están en Afganistán para mantener y agravar el caos.
No hay un solo caso de intervención de la OTAN en que los motivos oficiales de la guerra hayan resultado ciertos. No fue cierta la justificación oficial de la guerra contra Afganistán (motivo invocado: una supuesta responsabilidad de los talibanes en los atentados del 11 de septiembre de 2001), como tampoco lo fue en la guerra contra Iraq (motivo invocado: un supuesto respaldo del presidente Sadam Husein a los terroristas del 11 de septiembre y la preparación de armas de destrucción masiva que planeaba utilizar contra Estados Unidos), ni en Libia (supuesto bombardeo del ejército libio contra su propio pueblo), ni en Siria (dictadura del presidente Asad y de la secta de los alauitas). Y en ningún caso el derrocamiento de un gobierno ha puesto fin a la guerra. Todas esas guerras se mantienen hoy en día, sin importar la tendencia o el grado de sumisión de los dirigentes en el poder.
Las «primaveras árabes», si bien son fruto de una idea del MI6 que sigue el modelo de la «revuelta árabe» de 1916 y de las hazañas de Lawrence de Arabia, fueron incorporadas a la misma estrategia de Estados Unidos. Túnez se ha convertido en un país ingobernable. En Egipto, donde el ejército nacional logró recuperar el control de la situación, el país está tratando poco a poco de levantar cabeza. Libia se ha convertido en un campo de batalla, no desde que el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó su resolución llamando a proteger la población libia sino después del asesinato de Muamar el Gadafi y la victoria de la OTAN.
Siria es un caso excepcional ya que el Estado nunca pasó a manos de la Hermandad Musulmana y que esta no ha logrado imponer el caos en todo el país. Pero numerosos grupos yijadistas, vinculados precisamente a esa cofradía, lograron controlar —y todavía controlan— partes del territorio nacional, instaurando en ellas el caos. Ni el califato del Emirato Islámico (Daesh), ni Idlib bajo al-Qaeda, constituyen Estados donde el islam pueda florecer. Son sólo zonas de terror sin escuelas ni hospitales.
Es probable que gracias a su pueblo, a su ejército y a sus aliados rusos, libaneses e iraníes, Siria logre escapar al destino que Washington había diseñado para ella. Pero el Medio Oriente ampliado seguirá siendo pasto del fuego hasta que los pueblos entiendan los planes de sus enemigos.
Ahora vemos como el mismo proceso de destrucción se inicia en el noroeste de Latinoamérica. Los medios de difusión occidentales hablan con desdén de los desórdenes en Venezuela, pero la guerra que así comienza no habrá de limitarse a ese país. Se extenderá a toda esa región, a pesar de que son muy diferentes las condiciones económicas y políticas de sus países.
Los límites del neo-imperialismo estadounidense
A los estrategas estadounidenses les gusta comparar el poder de Estados Unidos al del Imperio romano. Pero los romanos aportaban seguridad y opulencia a los pueblos que conquistaban y los incorporaban a su imperio. El Imperio romano construía monumentos y racionalizaba las sociedades de esos pueblos. El neo-imperialismo estadounidense no tiene intenciones de aportar nada, ni a los pueblos de los Estados estables, ni a los de los países incluidos en el «almacén» de recursos naturales. Lo que tiene previsto es extorsionar a los primeros y destruir los vínculos sociales en los que se sustenta la unión nacional de los segundos. Ni siquiera le interesa exterminar a estos últimos sino hacerlos sufrir para que el caos en el que viven convenza a los Estados estables de que para ir a buscar los recursos que necesitan tienen que contar con la protección de los ejércitos estadounidenses.
El Imperio romano, y sus límites
El proyecto imperialista consideraba hasta ahora que «no se puede hacer la tortilla sin romper los huevos», o sea, admitía que tiene que cometer masacres colaterales para extender su dominación. En lo adelante, lo que planifica son masacres generalizadas para imponer definitivamente su autoridad.
El neo-imperialismo estadounidense implica que los demás Estados del G8 y sus aliados acepten que la «protección» de sus intereses en el extranjero quede en manos de los ejércitos de Estados Unidos. Ese condicionamiento no constituye un problema para la Unión Europea, ya sometida desde hace mucho a la voluntad del amo estadounidense, pero plantea una dura discusión con el Reino Unido y será imposible que Rusia y China la acepten.
Recordando su «relación especial» con Washington, Londres ya exigió participar como socio en el proyecto estadounidense para gobernar el mundo. Fue ese el sentido del viaje de Theresa May a Estados Unidos, en enero de 2017, pero quedó sin respuesta.
Es además inconcebible que los ejércitos de Estados Unidos garanticen la seguridad de las «rutas de la seda», como hoy lo hacen —junto a las fuerzas británicas— con las vías marítimas y aéreas que utiliza Occidente. Es también inimaginable que Rusia acepte ahora ponerse de rodillas, después de su exclusión del G8, debido a su implicación en Siria y en Crimea.
Fuente: http://www.voltairenet.org/article197560.html
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