Este macabro episodio del traslado de los restos de Francisco Franco merece recordarse como una de las expresiones más repulsivas del resentimiento patrio. Sobre Francisco Franco se pueden hacer, desde luego, muchos juicios ideológicos e históricos. Nadie podrá negar, sin embargo, que se mantuvo en el poder durante casi cuarenta años sin tener que enfrentarse a ninguna oposición reseñable, ni interior ni exterior. Mientras Franco gobernaba pacíficamente en España, entre aclamaciones y muestras de afecto colectivo, fueron muchas las dictaduras coetáneas derrocadas: podemos recordar, por ejemplo, lo ocurrido en Cuba con Batista; podemos recordar lo ocurrido con Somoza en Nicaragua; podemos recordar la portuguesa Revolución de los Claveles. Y, desde luego, podemos recordar lo ocurrido en países de la órbita comunista como Hungría, Checoslovaquia o Polonia. En todos estos lugares, la insatisfacción popular hizo saltar en mil añicos el poder dictatorial. Entretanto, en España, la mayoría de los españoles estaban encantadísimos con su Caudillo; y la oposición comunista languidecía sin apoyos entre la población, como antes le había sucedido al maquis. Alguien podría aducir aquí que en muchos de los países mencionados hubo revueltas populares porque las potencias extranjeras las alimentaron desde fuera. ¡Y tendría razón, en efecto! En cambio, las grandes democracias occidentales no tardaron en «bendecir» a Franco; y aunque siguieron cultivando una retórica antifranquista para consumo de exaltados e ilusos, se apresuraron a entablar relaciones diplomáticas y a sellar tratos comerciales con el régimen franquista. La España de Franco fue pronto aceptada en todos los organismos internacionales; y mantuvo una relación especialmente privilegiada con Estados Unidos.
Políticamente, a medida que la guerra quedaba atrás, el régimen de Franco fue adquiriendo contornos cada vez más democristianos. En el ámbito laboral, sin embargo, mantuvo una legislación protectora del obrero que luego ha sido minuciosamente desmantelada por los sucesivos gobiernos de la etapa democrática. Fue tanta la falta de respuesta política a su régimen, que Franco pudo dedicar especial atención al bienestar material de sus gobernados. Así se explica, por ejemplo, que desde 1960 a 1970, la renta per cápita de los españoles pasase de 290 a 900 dólares, y que la economía nacional creciese a una media del 8 por ciento anual, hasta convertir a España en la novena potencia industrial del mundo. A la muerte de Franco, la distribución de la población activa era la propia de una economía sana y pujante (mucho más sana y pujante que la actual): un tercio dedicado a la agricultura y ganadería, un tercio a la industria y un tercio a los servicios.
Franco logró la formación de unas nuevas clases medias con trabajos estables y bien remunerados. Y pensó que este «franquismo sociológico» sería su mejor aval ante la Historia. Si se hubiese preocupado de estudiar un poco de psicología de masas, habría advertido que siempre los beneficiados acaban desarrollando resentimiento contra su benefactor. Aquellas generaciones del franquismo sociológico quisieron seguir medrando con la democracia; y, como no soportaban reconocer su adhesión servil a Franco, como no soportaban reconocer que sus patrimonios habían sido asegurados y acrecentados por Franco, se inventaron una mitología antifranquista, que sus hijos mamaron desde la cuna, hasta desarrollar ese resentimiento baboso y nauseabundo, tan peculiar de los hijos de papá que no quieren que se sepa cómo sus familias salieron del agujero. Porque no es el resentimiento de los perdedores el que desentierra los huesos de Franco; es el resentimiento de los hijos de papá del franquismo sociológico.
Fuente: Juan Manuel de Prada
Políticamente, a medida que la guerra quedaba atrás, el régimen de Franco fue adquiriendo contornos cada vez más democristianos. En el ámbito laboral, sin embargo, mantuvo una legislación protectora del obrero que luego ha sido minuciosamente desmantelada por los sucesivos gobiernos de la etapa democrática. Fue tanta la falta de respuesta política a su régimen, que Franco pudo dedicar especial atención al bienestar material de sus gobernados. Así se explica, por ejemplo, que desde 1960 a 1970, la renta per cápita de los españoles pasase de 290 a 900 dólares, y que la economía nacional creciese a una media del 8 por ciento anual, hasta convertir a España en la novena potencia industrial del mundo. A la muerte de Franco, la distribución de la población activa era la propia de una economía sana y pujante (mucho más sana y pujante que la actual): un tercio dedicado a la agricultura y ganadería, un tercio a la industria y un tercio a los servicios.
Franco logró la formación de unas nuevas clases medias con trabajos estables y bien remunerados. Y pensó que este «franquismo sociológico» sería su mejor aval ante la Historia. Si se hubiese preocupado de estudiar un poco de psicología de masas, habría advertido que siempre los beneficiados acaban desarrollando resentimiento contra su benefactor. Aquellas generaciones del franquismo sociológico quisieron seguir medrando con la democracia; y, como no soportaban reconocer su adhesión servil a Franco, como no soportaban reconocer que sus patrimonios habían sido asegurados y acrecentados por Franco, se inventaron una mitología antifranquista, que sus hijos mamaron desde la cuna, hasta desarrollar ese resentimiento baboso y nauseabundo, tan peculiar de los hijos de papá que no quieren que se sepa cómo sus familias salieron del agujero. Porque no es el resentimiento de los perdedores el que desentierra los huesos de Franco; es el resentimiento de los hijos de papá del franquismo sociológico.
Fuente: Juan Manuel de Prada
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