La ideología de género se basa en la facultad humana de la libertad,
que no tiene origen genético.
En estas últimas semanas han sucedido algunas cosas que muestran el grado al que hemos llegado en Occidente —esto ya sucede a escala planetaria— con respecto a la imposición de la ideología de género, convertida en doctrina oficial casi universalmente aceptada.
Notable episodio el del linchamiento de Ian McEwan, conocido y exitoso escritor británico, que ha tenido la osadía de afirmar que «cuando veo a una persona con pene tiendo a pensar que se trata de un hombre». Imperdonable reflexión que le ha valido la condena universal y su definitiva clasificación de neanderthal y fascista, tirando por lo bajo.
Mientras, en su cuenta oficial de twitter, la Guardia Civil ha homenajeado al recientemente fallecido activista homosexual Shangay Lily, conocido, entre otras hazañas, por el acoso al que sometió a unas niñas durante la Jornada Mundial de la Juventud que se celebró en Madrid en el verano de 2011.
Sin olvidarnos de que una cadena de televisión —carnaza para consumo de audiencias hastiadas de novedades— promueve, en fin, de forma abierta el incesto; en España, la aberración se ha convertido en costumbrismo.
El mensaje es claro: el hombre y la mujer no nacen, sino que se hacen. En su proceso de deconstrucción social, la ideología de género propugna que no existen ni el sexo ni la diferencia sexual como realidades innatas del ser humano; y que sólo hay «géneros», es decir, roles arbitrariamente conferidos por un determinado ordenamiento social (heteropatriarcal, en este caso).
La afirmación de que la distinción entre hombres y mujeres es, pues, puramente social conduce a rechazar la idea de que el ser humano es una construcción cultural que se erige sobre una realidad natural que le precede. La evidencia de una sexualidad previa a la construcción cultural y a la asignación de roles sociales no les disuade en absoluto de sus apriorismos y prejuicios.
Para cambiar tales roles, la ideología de género ha declarado batalla sin cuartel a la institución familiar, que considera el último bastión de resistencia a su programa de ingeniería social. Para el progresismo la familia es, desde Engels, el origen de todas las taras del ser humano. La aspiración primordial de la ideología de género es completar ese proyecto de ingeniería social; esto es, disolver los vínculos naturales que forman el tejido social, como primera providencia.
El ataque al varón —figura que representaría el sentido de la autoridad, de la que emanarían los conceptos de Dios o Patria, o la heterosexualidad— es, en realidad, el tema central de todos los discursos, desde los malos tratos hasta el derecho al aborto. La destrucción del varón, real o arquetípica, es la destrucción de la familia. Ese indisimulado ataque al varón que estamos viviendo —asunto del que apenas nadie quiere hablar aunque todo el mundo percibe— se ha constituido en uno de los temas tabú de nuestro tiempo.
La ideología de género establece unos principios de origen nietzscheano que impregnan toda la concepción de la vida. La afirmación de que es la sola voluntad la que nos define frente a toda realidad, no se agota, claro está, en el plano sexual. De modo que hemos visto a una joven noruega que dice ser un gato y a un sudamericano que asegura ser un dragón (dragón transexual, eso sí, pues se ha operado primeramente a tal fin); en otra época con más amor por la razón habrían ido a parar al manicomio pero… ¿qué hacer cuando la locura ha sido abolida, cuando la anti-psiquiatría asegura que la locura no existe, que es solo un punto de vista alternativo o minoritario? (ver Orwell).
En alucinado imaginario de la ideología de género la realidad no es más que una construcción puramente subjetiva que cada cual puede proyectar desde las fibras más íntimas de su propia voluntad. Y, en todo caso, cuando colisionan realidad y voluntad, tal y como expresó Lenin, «peor para la realidad».
Con toda probabilidad —aunque es verdad que con una siempre necesaria prudencia— podemos afirmar que la historia del hombre nunca había alcanzado un punto tal de degradación. Que estamos ante la última revolución, expresión del odio del hombre no ya contra el Creador, sino contra la creación misma. De la que forma parte su propia naturaleza.
Una degradación que nos ha conducido a una crisis sin precedentes en la historia humana, que niega la existencia de lo bueno y lo malo, de lo bello y lo feo, de la verdad y la mentira; en medio de esa crisis en verdad gigantesca estamos hoy, en medio de una revolución que Chesterton vislumbró hace casi un siglo, cuando auguró que no tardaría en proclamarse una nueva religión que, a la vez que exaltase la lujuria, prohibiese la fecundidad.
Y es que el hombre del siglo XX, remataba el escritor inglés, no ha perdido la fe; lo que ha perdido es la razón.
Fuente: Fernando Paz
Mientras, en su cuenta oficial de twitter, la Guardia Civil ha homenajeado al recientemente fallecido activista homosexual Shangay Lily, conocido, entre otras hazañas, por el acoso al que sometió a unas niñas durante la Jornada Mundial de la Juventud que se celebró en Madrid en el verano de 2011.
Sin olvidarnos de que una cadena de televisión —carnaza para consumo de audiencias hastiadas de novedades— promueve, en fin, de forma abierta el incesto; en España, la aberración se ha convertido en costumbrismo.
El mensaje es claro: el hombre y la mujer no nacen, sino que se hacen. En su proceso de deconstrucción social, la ideología de género propugna que no existen ni el sexo ni la diferencia sexual como realidades innatas del ser humano; y que sólo hay «géneros», es decir, roles arbitrariamente conferidos por un determinado ordenamiento social (heteropatriarcal, en este caso).
La afirmación de que la distinción entre hombres y mujeres es, pues, puramente social conduce a rechazar la idea de que el ser humano es una construcción cultural que se erige sobre una realidad natural que le precede. La evidencia de una sexualidad previa a la construcción cultural y a la asignación de roles sociales no les disuade en absoluto de sus apriorismos y prejuicios.
Para cambiar tales roles, la ideología de género ha declarado batalla sin cuartel a la institución familiar, que considera el último bastión de resistencia a su programa de ingeniería social. Para el progresismo la familia es, desde Engels, el origen de todas las taras del ser humano. La aspiración primordial de la ideología de género es completar ese proyecto de ingeniería social; esto es, disolver los vínculos naturales que forman el tejido social, como primera providencia.
El ataque al varón —figura que representaría el sentido de la autoridad, de la que emanarían los conceptos de Dios o Patria, o la heterosexualidad— es, en realidad, el tema central de todos los discursos, desde los malos tratos hasta el derecho al aborto. La destrucción del varón, real o arquetípica, es la destrucción de la familia. Ese indisimulado ataque al varón que estamos viviendo —asunto del que apenas nadie quiere hablar aunque todo el mundo percibe— se ha constituido en uno de los temas tabú de nuestro tiempo.
La ideología de género establece unos principios de origen nietzscheano que impregnan toda la concepción de la vida. La afirmación de que es la sola voluntad la que nos define frente a toda realidad, no se agota, claro está, en el plano sexual. De modo que hemos visto a una joven noruega que dice ser un gato y a un sudamericano que asegura ser un dragón (dragón transexual, eso sí, pues se ha operado primeramente a tal fin); en otra época con más amor por la razón habrían ido a parar al manicomio pero… ¿qué hacer cuando la locura ha sido abolida, cuando la anti-psiquiatría asegura que la locura no existe, que es solo un punto de vista alternativo o minoritario? (ver Orwell).
En alucinado imaginario de la ideología de género la realidad no es más que una construcción puramente subjetiva que cada cual puede proyectar desde las fibras más íntimas de su propia voluntad. Y, en todo caso, cuando colisionan realidad y voluntad, tal y como expresó Lenin, «peor para la realidad».
Con toda probabilidad —aunque es verdad que con una siempre necesaria prudencia— podemos afirmar que la historia del hombre nunca había alcanzado un punto tal de degradación. Que estamos ante la última revolución, expresión del odio del hombre no ya contra el Creador, sino contra la creación misma. De la que forma parte su propia naturaleza.
Una degradación que nos ha conducido a una crisis sin precedentes en la historia humana, que niega la existencia de lo bueno y lo malo, de lo bello y lo feo, de la verdad y la mentira; en medio de esa crisis en verdad gigantesca estamos hoy, en medio de una revolución que Chesterton vislumbró hace casi un siglo, cuando auguró que no tardaría en proclamarse una nueva religión que, a la vez que exaltase la lujuria, prohibiese la fecundidad.
Y es que el hombre del siglo XX, remataba el escritor inglés, no ha perdido la fe; lo que ha perdido es la razón.
Fuente: Fernando Paz
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