La exigencia de las responsabilidades derivadas de los crímenes cometidos durante la guerra en España que se llevó a cabo tras ella por parte del Régimen, es asunto que resulta aún hoy polémico sólo porque así lo desean y procuran los de siempre. Dicha exigencia de responsabilidades es denominada por esos mismos «represión», término falso a todas luces. Terminada la guerra, y debido a lo que en la zona frentepopulista había ocurrido durante ella al llevarse a la práctica la tan preconizada revolución, no había más remedio, sobre la base de la búsqueda de la justicia debida, que proceder a determinar y exigir las responsabilidades a que hubiera lugar. Si ese proceso de exigencia de responsabilidades llevado a cabo en España se tacha de «represión» —en el sentido peyorativo en el que hoy tiene tal vocablo—, entonces, también fue «represión» lo que los aliados hicieron con sus enemigos al término de la 2GM. Muchos de los que ponen como modelo lo realizado por los aliados, arremeten contra Franco y su Régimen por lo mismo, hecho aún más injusto si se tiene en cuenta que las garantías procesales fueron en España infinitamente superiores a las empleadas por los aliados.
Y es que había muchas responsabilidades que determinar y exigir como ocurre siempre después de una guerra, sea la que sea, pero más si cabe de una como la española de connotaciones bien marcadas. Los frentepopulistas habían aplicado en su zona el terror revolucionario contra todo aquel individuo o colectivo que por las causas que fuera consideraron su enemigo. Pero, además, tal terror se llevó a la práctica de manera masiva y manifiestamente ilegal, ilegítima y deshumanizada, casos ejemplares de lo afirmado son, entre muchos, la extensa red de «checas», el sistemático empleo de la tortura, los «paseos», los «tribunales populares», los fusilamientos en masa, el asesinato de religiosos sólo por serlo, la proliferación de grupos parapoliciales y un largo etcétera de otras tropelías incalificables.
No parece que Franco tuviera nunca en cuenta la posibilidad de una amnistía que hubiera significado una traición a tantas víctimas y a sus familiares «...Un imperativo de justicia impone, por otra parte, no dejar sin sanción los horrendos asesinatos cometidos…; como sin corrección a quienes, sin ser ejecutores materiales, armaron los brazos e instigaron al crimen, creándosenos, así, el deber de enfrentarnos con el problema de una elevada población penal, ligada con vínculos familiares a un gran sector de nuestra nación... La guerra, con sus inseparables consecuencias, fue el único camino de redención que a España se ofrecía, si no quería sumirse, por siglos, en el abismo de barbarie y de anarquía en que hoy desgraciadamente se debaten otros pueblos mártires del noroeste europeo. Son tantos los daños ocasionados a la Patria, tan graves los estragos causados en las familias y en la moral, tantas las víctimas que demandan justicia, que ningún español honrado, ningún ser consciente, puede apartarse de estos penosos deberes...» (Discurso de Franco de fin del año de 1939); «...necesidad de no dejar sin castigo los horrendos crímenes...» (Notas de Franco en documento manuscrito de 20 de Diciembre de 1939).
La norma básica fundamental sobre la que se llevó a cabo esa exigencia de responsabilidades fue la «Ley de Responsabilidades Políticas» aprobada el 9 de Febrero de 1939, que estaría oficialmente en vigor hasta 1969, bien que a pesar de su teórica longevidad, su existencia real fue, a partir de fecha tan temprana como 1945, meramente testimonial, pues para ese año dejó prácticamente de aplicarse; algo que hoy ocultan los que tanto hablan de «décadas de represión».
Para la realización de esa necesaria e insoslayable justicia, en el preámbulo de la ley se hacía expresa mención a la necesidad de que se llevara a la práctica de forma que los que «...borren sus yerros pasados mediante el cumplimiento de sanciones justas y la firme voluntad de no volver a extraviarse, puedan convivir dentro de una España grande...». Al tiempo, se advertía que la ley «...no es vindicadora, sino constructiva, atenúa, por una parte, el rigor sancionador, y, por otra, busca, dentro de la equidad, fórmulas que permitan armonizar los intereses sagrados de la Patria con el deseo de no quebrar la vida económica de los particulares. Las sanciones económicas se regulan con una humana moderación». Por ello, ni Franco iba a actuar, porque no lo era, como un tirano o dictador ciego y ávido de venganza dominado por el rencor o por impulsos viscerales, como hoy se le quiere presentar y hacernos creer, ni el Régimen como una dictadura despiadada sedienta de sangre.
Muy al contrario. Reconociendo de antemano que «...La magnitud intencional y las consecuencias materiales de los agravios inferidos a España son tales, que impiden que el castigo y la reparación alcancen unas dimensiones proporcionadas, pues éstas repugnarían al hondo sentido de nuestra Revolución Nacional, que no quiere ni penar con crueldad, ni llevar la miseria a los hogares...», Franco, hombre realista y práctico donde los hubiera, consciente de las pasiones que esos tremendos actos de crueldad cometidos podían suscitar según se fueran conociendo con detalle, impulsará una serie de condicionantes mediante los cuales buscará minimizar al máximo la posibilidad de que fueran dichas pasiones las que prevalecieran «...Pero una cosa es la justicia y otra es la pasión; la justicia ha de ser serena y generosa. No debe rebasar los límites que la corrección demanda y la ejemplaridad exige, y esto es incompatible con la satisfacción en el castigo ajeno, con el rencor y el odio, con el encono hacia los vencidos, que, si no lo admite la caridad cristiana, lo repugna también un imperativo patriótico. En este sentido os anuncio medidas que evitarán que la pasión o la envidia puedan ser motor que empuje a la justicia. Ha habido enormes delincuencias, desviaciones punibles, pero ¿cuántos no fueron empujados a organizaciones y a partidos por una necesidad del trabajo o un humano anhelo de mejora?» (Discurso de Franco de fin del año de 1939).
1. Los que habían cometido delitos graves debían ser considerados como enfermos morales —no mentales— con su sentido de la responsabilidad disminuido, por lo que las penas que se les impusieran, cuando lo fueran de cárcel, debían ir orientadas a que en su cumplimiento se hiciera lo posible porque tal sentido de la responsabilidad volviera a ellos.
2. Todo preso debía poder cumplir su pena en condiciones humanas dignas y tener la oportunidad de amortizarla y reinsertarse de nuevo en la sociedad sobre la base del trabajo siempre voluntario.
3. Mientras que la pena impuesta era la «deuda» que el reo adquiría con la sociedad y que debía saldar mediante su estancia en la cárcel, el trabajo voluntario realizado durante ella era la «moneda» y la forma más directa y expedita que tenía para saldar dicha deuda; por lo mismo, ese trabajo debía ser remunerado como el de cualquier otro trabajador de forma que el penado pudiera mejorar sus condiciones de vida y sustentar a su familia víctima inocente de los desvaríos por él cometidos.
De acuerdo con lo dicho, Franco personalmente, en su calidad de presidente del Gobierno, impulsó a los diferentes ministros de Justicia, especialmente a los primeros tras la guerra que fueron los que tuvieron que aplicar la Ley de Responsabilidades Políticas, a poner en práctica en toda su extensión lo decidido. Así, el Ministerio de Justicia realizó durante años amplias campañas de propaganda por las cárceles para dar a conocer las distintas posibilidades que se ofrecían a los reclusos de redimir sus penas por el trabajo voluntario. A la par, se contemplaron siempre en los presupuestos de dicho ministerio los medios económicos necesarios para que tales trabajos fueran justa y suficientemente remunerados, lo que en una España sumida en la ruina supuso, sin duda, todo un hito, así como un esfuerzo añadido. Parte del salario que se asignó a los presos que decidían trabajar en la multitud de obras públicas puestas en marcha para la reconstrucción de España se les dio en metálico; otra se entregó a su familia; una última se retenía entregándoseles en el momento de su liberación a fin de que así contaran con algunos ahorros. Con ello, fueron mayoría los presos que trabajando siempre voluntariamente en obras como por ejemplo la construcción del Valle de los Caídos, pero también pantanos, carreteras, vías ferroviarias y un largo etcétera, consiguieron en poco tiempo reducir sus penas de cárcel a la mitad e incluso a la tercera parte, quedando pronto en libertad; muchos de ellos seguirían, ya como hombres libres, trabajando en esas mismas obras.
Junto a lo anterior, Franco, que ya manifestara públicamente el 1 de Enero de 1939 su firme intención de que «...la población reclusa se redujera con celeridad...», de motu proprio y en uso de sus prerrogativas como presidente del Gobierno, otorgó una larga relación de indultos y otros beneficios penitenciarios de los cuales, así como de sus consecuencias, recogemos sólo los más significativos de entre ellos:
01.10.1939. Para delitos militares castigados con penas de hasta seis años y un día.
04.06.1940. Concediendo libertad condicional inmediata a los reos con penas inferiores a seis años.
24.10.1940. Creación de una extensa red de «comisiones especiales» encargadas de revisar las sentencias y penas dictadas y ya firmes a fin de ver la posibilidad de disminuirlas sobre la base o de nuevas pruebas o datos o teniendo en cuenta aquello que pudiera beneficiar al preso; caso de surgir en dicha revisión datos que apuntaran a que la sentencia y pena impuesta fue inferior a la debida, en ningún caso dichas comisiones podían utilizarlas para agravar la sentencia o aumentar la pena, dándose en tal caso por bien juzgado el caso, respetándose lo determinado en su momento por el tribunal que lo juzgó. De esta revisión quedaban excluidas sólo las penas a muerte por delitos de sangre. La comisión de revisión de penas para las Fuerzas Armadas conmutó el 50 por ciento de las del Ejército y la Marina, y un tercio de las del Aire; de este último, por ejemplo, de 957 dictadas se conmutaron 354 de las cuales 173 supusieron la inmediata libertad de los penados.
01.04.1941. Extensión del indulto de junio de 1940 a los reos con penas inferiores a doce años; supuso la inmediata liberación de 40.000 presos.
28.09.1942. Autorización para la revisión de penas a muerte y de cadena perpetua.
16.10.1942. Liberación de los reclusos con penas de entre doce años y un día, y catorce años; supuso dejar en libertad a unos 20.000 reclusos.
Del 25.12.1942 y el 26.03.1943. Liberación de 51.300 reclusos bien por beneficiarse de anteriores indultos, bien por haber redimido sus penas por el trabajo en tan sólo tres años desde el final de la guerra.
30.03 y 17.12.1943. Dos indultos para los condenados a 20 años y 20 años y un día; lo que supuso la liberación de 48.705 presos.
Así, para finales de 1943, debido a la rapidez con que se habían ido liberando los reclusos, se cerraron veintitrés centros de detención.
«Terror Rojo» es un término utilizado para referirse a la represión en la zona republicana durante la GCe, y alude a una sucesión de actos criminales por parte de grupos de izquierda que en ocasiones incluyen al Gobierno ilegítimo del Frente Popular.Pero es que junto a los indultos y demás beneficios penitenciarios citados, ya el 7 de Marzo de 1942, Franco había impulsado la reforma de la Ley de Responsabilidades por la cual se atenuaban muchos de sus preceptos; entre otros se eliminó como delito haber militado en los partidos políticos que figuraban como inductores de la guerra.
Pero aún más importante fue que el 17 de Diciembre de 1943, el Gobierno, a instancias de Franco, suspendió la aplicación de la pena de muerte para todos los delitos derivados de la guerra «...es propicio el Caudillo a no ejecutar más penas capitales (dictadas) como consecuencia de la revolución marxista (es decir de la guerra)...», lo que significó, entre otras consecuencias, la conmutación inmediata de ochocientas sentencias de muerte que iban a ejecutarse en esos días, y por ello que ochocientos condenados salvaran la vida que a partir de ese instante debieron a Franco; quien, dicho sea de paso, nunca firmó ninguna sentencia de muerte, pues como presidente del Gobierno lo que le correspondía era tan sólo dar el «enterado» de la sentencia dictadas por los tribunales en caso de no optar por su conmutación, o sea, lo mismo que vienen haciendo desde siempre los presidentes de gobierno de los países en los que aún hoy está vigente la pena capital.
Gracias a todo lo anterior, en abril de 1945 el ministro de Justicia español comunicaba oficialmente a las embajadas norteamericana y británica que por parte del Gobierno español se daban por «...cancelados los delitos relacionados con la pasada guerra...»; otra cosa era, por supuesto, los que pudieran derivarse de las acciones de las partidas de terroristas comunistas cuya actividad iba entonces in crescendo. Prueba fehaciente de lo comunicado fue que con fecha 24 de dicho mes se suprimía el Tribunal de Responsabilidades Políticas constituido a raíz de entrar en vigor la ley del mismo nombre, quedando dicha ley reducida prácticamente a algo meramente testimonial.
Además, con posterioridad a tan acelerado proceso de excarcelación de reclusos, destacan los siguientes indultos:
1950. Con motivo de la celebración del Año Santo se otorgó un indulto especial por el cual un total de 5.000 reclusos de diversa condición quedaron en libertad.
1969. El 28 de marzo se concedió una amnistía general para todos los delitos anteriores al 1 de abril de 1939 cometidos durante la guerra fueran de la gravedad que fueran.
01.10.1971. Indulto general que rebajaría las penas a todos los presos, a excepción de aquellos que las estuvieran cumpliendo como consecuencia de habérseles conmutado la de muerte —caso este último de los etarras juzgados el año anterior en el «Proceso de Burgos»—; el indulto supuso la excarcelación de cerca de 3.000 presos.
Asimismo, todos los años con motivo del aniversario del 18 de Julio y de la designación de Franco como Jefe del Estado el 1 de Octubre, se otorgaban otros indultos de diversos tipos; siempre excluyeron a los sentenciados por delitos de sangre, torturas o violación, aunque no así la redención de pena por el trabajo que sí se les aplicaba.
Junto a todo ello, el 13 de Enero de 1945 se publicaba una reforma del Código Penal que suavizaba en general todas las penas incluidas las aplicables a delitos comunes. A partir de ese instante en ningún caso se consideraría la pena de muerte como castigo único para ciertos tipos de delitos, por graves que fueran, pudiendo los jueces optar siempre por penas alternativas de cárcel, lo que en realidad equivalía a la práctica derogación de la pena capital en España, lo que por ello se hacía muchos años antes de que se hiciera lo mismo en otros países del entorno incluidos los «democráticos»; algo que hoy también se oculta. Todos los delitos contra la seguridad del Estado se rebajaban en un grado. Todo condenado a penas inferiores a dos años quedaría siempre automáticamente en libertad condicional. Entre otras novedades definía como delito el asalto a aeronaves calificandolo, por primera vez en el mundo, como «acto de piratería» y delito el asalto con armas al edificio de las Cortes, artículo que sería aplicado a los autores del 23-F. Como puede comprobarse en nada parecido a lo que ocurre en una dictadura y menos aún a lo que hoy se dice del Generalísimo.
La insistente labor de indultos de penas de muerte y de cárcel impulsada por Franco produjo como resultado que para fecha tan temprana como el 1 de Enero de 1946, es decir, a los seis años y medio de terminada la guerra, la población penal española —sumada la derivada de la contienda y la de delitos comunes— era de tan sólo 32.380 personas, es decir, inferior incluso a la existente en 1936 bajo el gobierno del Frente Popular; de ellas sólo unos 23.000 lo eran por responsabilidades derivadas de la guerra, siendo el resto, o sea, 9.380, presos comunes.
Pero para mejor comprender la magnitud de lo anterior, baste decir que el 1 de Abril de 1939, día de la Victoria, los nacionales poseían una masa de 800.000 prisioneros frentepopulistas —soldados y civiles—, que tras una ardua y rápida labor de identificación quedó reducida a 1 de Enero de 1940 a 270.719, incluidos los presos comunes, de forma que en tan sólo seis meses se habían puesto en libertad 529.281 personas, la mayoría soldados y mandos subalternos del que fuera ejército rojo enrolados en él bien por las levas obligatorias o bien voluntariamente, pero en los cuales, por su nivel o cargo desempeñado, se consideró que ninguna responsabilidad se les podía exigir.
Quedaron así pendientes de juicio el resto, o sea, los 270.719 citados, por lo que para 1946, sólo cinco años después, restando los 22.000 ejecutados y los 32.380 sentenciados a penas de cárcel, habían sido liberados 216.339 reclusos; muchos de ellos, sin los indultos y métodos de redención de penas por el trabajo auspiciados por Franco hubieran pasado décadas en la cárcel. Ingente labor de humanidad y caridad que hubiera podido ser aún más alta si los crímenes que las partidas de terroristas comunistas que durante esos mismos seis años asolaron algunas áreas de la geografía española no lo hubieran impedido, pues ante tal problema los tribunales se sentían más inclinados a la dureza que a la clemencia presionados por el clima de «guerra» que de ello emanaba.
Recoger también que en 1959 la población penitenciaria total de España sería de tan sólo 14.890 presos —de los cuales, además, sólo 950 lo eran por delitos de «rebelión» o «auxilio a la rebelión», es decir, por delitos «políticos» contra el Régimen—, mientras que por ejemplo en 1935, en plena vigencia de la 2Re, a la que hoy se quiere presentar como modelo de democracia y libertad, era de 34.526; es decir, más del doble. Para 1961, y a pesar de la ola de agitación que desde el extranjero se impulsaba contra España, el número de presos en relación con los existentes en 1959 aumentará en tan sólo 312, alcanzando la cifra de 15.202, siempre muy inferior a cualquiera de las existentes durante la 2Re y aún mucho menor a la de cualquier país democrático europeo en ese mismo instante.
Por último, hay que dejar constancia de que a ningún «exiliado» se le negó nunca la posibilidad, cuando lo solicitó, de regresar a España, incluso a aquellos que tenían pendientes causas procesales relacionadas con la guerra, teniendo las embajadas españolas instrucciones concretas en tal sentido. Por eso es falso cuando hoy se acusa al Régimen de haber negado la nacionalidad española a los «exiliados», y es una barbaridad concederla a sus nietos como «reparación de aquella injusticia» que, como vemos, no existió.
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