UN ANILLO PARA GOBERNARLOS A TODOS

 

Esta semana ha tenido lugar la feria anual de vanidades de Davos con su habitual desfile de epígonos de la corrección política. Aunque la inmensa mayoría de sus participantes sean meras comparsas, su carácter de club elitista le otorga, sin duda, rimbombancia y poder. ¿Qué se habla en el Foro Económico Mundial?

Esta semana ha tenido lugar la feria anual de vanidades de Davos con su habitual desfile de epígonos de la corrección política. Aunque la inmensa mayoría de sus participantes sean meras comparsas, su carácter de club elitista le otorga, sin duda, rimbombancia y poder. ¿Qué se habla en el Foro Económico Mundial? Durante algunos años recibí un detallado memorándum que resumía las principales intervenciones hasta que concluí que estaba perdiendo el tiempo, pues su análisis de la realidad no difería de una somera lectura de titulares de prensa, su visión antropológicamente pesimista y sus eslóganes de moda resultaban cansinos y su capacidad predictiva era nula. Los inquietantes libros de su fundador, de escaso rigor y con importantes lagunas en Economía e Historia, tampoco impresionan, pero sin duda este club ejerce poder e influye en la creación de tendencias a través del mimetismo político y de su programa de adoctrinamiento de Jóvenes Líderes del Futuro, del que han salido políticos hoy (efímeramente) en puestos de poder.

Davos crea siempre un debate polarizado entre quienes bordean la paranoia conspiratoria y quienes niegan la mayor. Entre la exageración y el negacionismo –dictados ambos por el mismo miedo a una amenaza siniestra– cabe, creo yo, un debate sosegado sobre algo que, tras años de observación de la realidad internacional, me parece innegable: existe desde hace tres décadas un proyecto de poder global cuyo epicentro institucional son los principales organismos supranacionales y una ideología globalista de tono mesiánico que preconiza un gobierno mundial no electo formado por una supuesta «élite».

El movimiento globalista
En este movimiento globalista confluyen prosaicos intereses económicos y una desnuda voluntad de poder dirigida por iluminados con complejo de dios –sedicentes arquitectos de un nuevo orden– quienes, en un increíble ejercicio de soberbia, creen que la Creación ha sido un profundo error al hacer al hombre libre, pues sólo ellos conocen lo que nos conviene. Por eso desean recrear el mundo a imagen y semejanza de sus febriles ensoñaciones con un hombre que se limite a obedecer a los nuevos amos. El hecho de que su proyecto no sea transparente sino sutil y basado en una gradualidad que trasciende el ciclo político y las fronteras nacionales, ayuda a que pase desapercibido, más aún en una sociedad superficial y esclava de la inmediatez.

La ideología globalista es totalitaria en cuanto a que «no se limita a destruir las capacidades políticas de los hombres, sino también los grupos e instituciones que entretejen las relaciones privadas»[1]. Así, busca el debilitamiento de lo que considera formas de poder adversarias: la familia, la comunidad y, en última instancia, la nación. De ahí su preferencia por crear una sociedad de seres aislados y carentes de lazos de afecto permanentes (divide et impera) y por dotar de mayor poder a organismos supranacionales que diluyan el sentimiento nacional de forma antitética al principio de subsidiariedad. Asimismo, intenta difuminar los contornos de cualquier sistema de creencias ético o religioso a la vez que fomenta un esquema de valores o religión sincrética que no constituya un obstáculo para sus fines. Mediante agresivas campañas de demonización tildan de reaccionarios a quienes defienden la familia, de nacionalistas radicales a quienes defienden la nación, y de dogmáticos a quienes defienden su religión. Las dos primeras estigmatizaciones son un ejercicio de cinismo pero la última es un ejercicio de hipocresía, pues ellos mismos defienden con enorme fanatismo los dogmas del nuevo orden, es decir, que aplican el relativismo cuando se trata de las creencias de los demás pero un férreo dogmatismo cuando se trata de las suyas.

A la ideología globalista no le gusta la democracia, pues a pesar de sus inherentes debilidades (que son muchas) es un sistema político que da la última palabra a los ciudadanos. Sin embargo, no pueden atacarla abiertamente, por lo que procuran socavarla a través del control de los medios de comunicación y de las redes sociales y, sobre todo, mediante el paulatino vaciamiento de competencias de los gobiernos democráticamente elegidos. A imitación del sistema soviético, sueñan con que los ciudadanos sólo puedan elegir un Soviet Supremo carente de poder real mientras el poder ejecutivo se centra en un Politburó. Es el sistema de la UE en su deriva totalitaria: un Parlamento elegido democráticamente que pinta poco y una Comisión no electa que ostenta el poder real.

La corrección política
El arma más poderosa del globalismo es la «corrección política», creación estalinista que intimida a través de la censura abierta o de la autocensura, nacida del miedo al ostracismo. De este modo, se destruye la libertad de opinión y expresión y se pueden imponer creencias aunque sean contrarias a la verdad o al sentido común, como hemos observado durante la epidemia del COVID. Dado su carácter de «totalitarismo por la puerta de atrás», el ocultamiento y el camuflaje son consustanciales a la naturaleza de la ideología globalista. De este modo, sus aparentemente nobles objetivos filantrópicos (la preservación del planeta, la salud de la población o la igualdad) no son más que una tapadera para destruir la libertad a través del control absoluto de nuestras acciones e incluso de nuestros pensamientos más íntimos, pues su proyecto de dominación pasa por cambiar la propia naturaleza del hombre, nacido libre.

La corrección política supone una sustitución de valores. Olvídense de los Diez Mandamientos: ya no importa si uno dice la verdad, cumple con su palabra, es fiel a su cónyuge, se entrega a su familia y al servicio a los demás o es trabajador. La medida de la virtud individual radica ahora en el cumplimiento de las nuevas normas que se nos van imponiendo. ¿Te pones la mascarilla? Eres virtuoso. ¿Te has vacunado n+1 veces? Eres virtuoso. ¿Afirmas que el cambio climático no te deja dormir? Eres virtuoso. ¿Repites como un papagayo «sostenibilidad» e «igualdad» y odias a Rusia? Eres virtuoso, aunque engañes a tu mujer, a tus amigos, a tus clientes, a tus trabajadores o a tus socios, abandones a tus padres o a tus hijos, robes, mientas o mates. La regla de oro («haz a los demás lo que te gustaría que ellos te hicieran a ti») ya no cuenta: sólo cuenta la obediencia ciega a las consignas del Poder.

El abuso del principio de autoridad
El globalismo también abusa del principio de autoridad, es decir, del argumentum ad verecundiam, falacia por la que una opinión es defendida sólo porque alguien considerado una autoridad así lo hace. Dado que los políticos dejaron hace tiempo de ser autoridad a los ojos del pueblo, la ideología globalista ha decidido apoyarse en «científicos», los nuevos sumos sacerdotes, o, mejor dicho, en «La Ciencia», su nuevo tótem, en una estrategia que usa el principio de autoridad para asustar y mover voluntades a través del miedo. Su primera ofensiva fue la creación de un escenario apocalíptico basado en el supuesto cambio climático antrópico, por el que todos debíamos temer el fin del mundo y confiar en los «científicos» (que por arte de magia carecen de vicios y son siempre serios, honestos, objetivos, benéficos y angelicales), salvo en aquellos que discrepaban, que fueron debidamente neutralizados mediante la censura más férrea. No obstante, a pesar del indudable éxito de la patraña climática a través de la creación del IPCC de la ONU y de los enormes premios económicos ligados a la «descarbonización», el miedo a un apocalipsis era demasiado vago y lejano a pesar de haber intentado hacerlo más presente con el astuto (y falso) argumento del supuesto aumento de fenómenos meteorológicos extremos.

Por ello, la epidemia de COVID les ha ofrecido «la gran oportunidad» que ansiaban (en palabras del fundador del Foro Económico Mundial): un miedo real y presente a la muerte creado por una campaña de terror mediática sin precedentes que ha anulado la capacidad de raciocinio del individuo y relegado su deseo de libertad ante las promesas de quienes le ofrecían una falsa seguridad. Asimismo, se ha puesto de manifiesto el enorme potencial del principio de autoridad de la bata blanca de los médicos.

Tanto en el caso del cambio climático como en el de las disparatadas medidas epidemiológicas, los nuevos totalitarios se aprovechan de la ignorancia de la población en cuanto a las limitaciones del conocimiento y capacidad predictiva del hombre y en cuanto al nivel de corrupción de «La Ciencia» (dominada por las limitaciones de financiación) o «La Medicina» (controlada por las grandes empresas farmacéuticas). Antaño eran los generales los que nos daban órdenes; ahora serán los científicos y los médicos, manejados por los yonquis del poder y del dinero y atraídos ellos mismos por su brillo.

La OMS como nuevo gobierno mundial
Sin embargo, este año Davos era una cortina de humo. La verdadera amenaza para la libertad estaba teniendo lugar a escasos kilómetros, en la 75ª Asamblea de la OMS, sin duda la ofensiva más agresiva del globalismo hasta este momento. Antes de pasar a hablar de ello, veamos cuáles son los principales financiadores de esta organización supranacional dependiente de la ONU, datos que quizá les sorprendan y que me temo promuevan la paranoia sobre la que advertía al principio[2]:


Como pueden ver, la Fundación Gates es el segundo mayor financiador de la Organización Mundial de la Salud. La Alianza por las Vacunas, entre cuyos miembros también figuran la Fundación Gates y las principales empresas farmacéuticas, es el sexto mayor financiador de la OMS.

Pues bien, esta organización ha propuesto en su 75ª Asamblea (que se clausurará este domingo) la aprobación de dos instrumentos de cariz claramente totalitario bajo la coartada de combatir pandemias con mayor «eficacia»[3]. El primero de ellos es la aprobación de las enmiendas propuestas sotto voce por la Administración Biden para modificar las Regulaciones Internacionales de Salud y cuyo contenido sólo salió a la luz pública meses más tarde[4]. Estas regulaciones, vinculantes para los estados miembros, sólo requieren para su aprobación de la mitad de los países miembros de la OMS, teniendo el mismo peso el voto de Mónaco, con 40.000 habitantes, que el de la India, con 1.400 millones. El cambio principal es dotar al Director General de la OMS de poder arbitrario para declarar emergencias sanitarias y pandemias que no están claramente definidas y poder recomendar el cierre de fronteras y la interrupción de derechos fundamentales como los que hemos sufrido.

El segundo instrumento propuesto, que la propia OMS tilda de «histórico», es un Tratado de Pandemias cuyo cumplimiento sería exigible de acuerdo a la legislación internacional. Este tratado daría a la OMS poder para imponer todo lo que hasta ahora sólo puede recomendar, esto es, cerrar fronteras, exigir medidas como mascarillas obligatorias, programas de vacunación potencialmente coercitivos (para lucro desorbitado de las grandes farmacéuticas, como hemos visto) y confinamientos. Asimismo, dotaría a la OMS de la posibilidad de imponer la censura de cualquier información que la propia OMS considere contraria a sus intereses[5]. Si alguien quería una prueba de que lo que hemos vivido bajo la coartada del COVID ha sido un experimento totalitario de diseño[6] destinado a medir la capacidad de aguante de la ciudadanía y su escaso amor por la libertad cuando ha sido debidamente aterrorizada, aquí la tiene. La OMS podría imponer también un pasaporte sanitario internacional que pudiera exigirse para distintos tipos de actividades y para cuyo desarrollo ya ha contratado a la empresa alemana T-Systems. Tras la discusión sobre distintos borradores, la aprobación del Tratado de Pandemias (que astutamente se pospone hasta el 2024, relajando reticencias pero asegurándose de que se apruebe bajo la Administración del manejable y senil Biden) requeriría de una mayoría de dos tercios de los países del mundo, que luego tendrían que ratificar de acuerdo a su propia legislación.

Para llevar a cabo esta tarea la OMS crearía una burocracia de nuevo cuño casualmente similar a la esbozada por Bill Gates bajo el acrónimo GERM (Global Epidemic Response and Mobilization). Ni que decir tiene que la posibilidad de ejercer un poder global arbitrario y un control total de la población, unido a los desproporcionados beneficios económicos para la industria farmacéutica, constituyen un sistema de incentivos perverso que animaría a declarar pandemias continuamente, más aún contando con definiciones vagas que en ningún caso hacen referencia a la gravedad de la enfermedad que producen (una pandemia de gripe estacional podría desencadenar la toma de poder total de la OMS, la cual, una vez probado su sabor no querrá abandonar el poder jamás). El cáncer, la tuberculosis o incluso la malaria matan todos los años más personas de lo que una pandemia mata cada una o dos generaciones. Si tenemos en cuenta que en los últimos 120 años la OMS sólo ha registrado cuatro pandemias relevantes (incluyendo el COVID), queda claro que el objetivo de crear un centro de poder y control global para combatir ineficazmente sucesos que acaecen tan esporádicamente no tiene razón de ser sanitaria sino política.

El nuevo totalitarismo
Ignoro si finalmente se saldrán con la suya, pero esta iniciativa totalitaria deja claro que nos enfrentamos a la mayor amenaza contra la libertad individual y la soberanía nacional desde los totalitarismos del siglo pasado. La amenaza es real: aprovechando la inercia del exitoso experimento totalitario que ha supuesto la epidemia del COVID, los yonquis del poder globalista pretenden que los ciudadanos entreguemos un poder absoluto y arbitrario a una burocracia no electa controlada por ellos que poseería la potestad de suspender nuestros derechos, controlar hasta el menor de nuestros movimientos y mantenernos en un permanente estado de terror. En los campos de concentración los nazis tatuaban un número de identificación indeleble a los prisioneros para controlarlos y despersonalizarlos. Hoy lo llaman código QR. Es hora de dejar de lado la inocencia y espabilar, pues el nuevo totalitarismo está literalmente a nuestras puertas.

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