G. K. Chesterton
Escribía Chesterton que: la ortodoxia es la única forma de heterodoxia que nuestra época no admite. Y tenía razón. Durante los ya más de veinte años que llevo polemizando en periódicos he comprobado que el enjambre de disidencias que el mundo cobija y propicia son, en realidad, cebos (¡y placebos!) que se arrojan a las masas para alimentar la demogresca. Liberales y socialdemócratas, conservadores y progresistas, mantienen un rifirrafe banal, una disensión meramente ‘procedimental’ que encubre un acuerdo en lo fundamental; pues, a la postre, todos ellos postulan un mundo sustentado sobre los mismos cimientos y sostenido por las mismas estructuras, aunque disputen histriónicamente sobre los adornos de la fachada. La única disidencia fundamental que nuestra época no admite es la postulación de un orden cristiano, pues como afirmaba también Chesterton hay en él una dinamita capaz de renovar el mundo en cualquier época. Quien se atreve a postular ese orden cristiano (quien se atreve a ejercer la única disidencia radical que nuestra época no tolera) se tropieza de inmediato con los vituperios mancomunados de liberales, socialdemócratas, conservadores y progresistas, que sirven todos al mismo amo. Algunos ya hemos criado callo (y espolones), de tanto recibir vituperios; y en la tribulación nos consolamos con aquella formidable promesa que se nos lanzó desde una montaña: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos».
En efecto, todas las trifulcas que las ideologías en liza escenifican son aspavientos que el sistema necesita para mantener distraídas a las masas; y la gasolina que alimenta todas las ideologías (de forma más o menos solapada o explícita) es el odio teológico contra el orden cristiano. Siempre que mis artículos sobre cuestiones políticas han provocado reacciones furibundas he descubierto entre las babas y espumarajos odio teológico, tal vez porque como señalaba Donoso Cortés en toda cuestión política subyace siempre una cuestión teológica. Confesaré, sin embargo, que hubo una ocasión en que creí ingenuamente que esta regla de oro se quebraba. Fue cuando empecé a defender la posición de Rusia en el concierto mundial, cuando empecé a ponderar los esfuerzos restauradores de una nación que había padecido la experiencia abismal del comunismo, cuando empecé a aplaudir que Rusia se erigiese como una muralla contra las pretensiones mundialistas, cuando empecé a mirar con aprecio el esfuerzo ruso por oponerse a la decadencia occidental. Sorprendentemente, los denuestos me llegaban tanto del negociado de derechas como del negociado de izquierdas; aunque he de confesar que los más alucinados procedían de ámbitos neocones, desde los cuales se me acusaba de estar a sueldo de los rusos (¡cree el ladrón que todos son de su condición!), o de concebir el paraíso como un inmenso gulag con un pope confesor del KGB en cada barracón y misa militarizada. Recuerdo que fueron estos improperios tan delirantes los que me pusieron en guardia. «Sin duda pensé entonces, aquí también se respira el perfume azufroso del odio teológico».
En efecto, todas las trifulcas que las ideologías en liza escenifican son aspavientos que el sistema necesita para mantener distraídas a las masas; y la gasolina que alimenta todas las ideologías (de forma más o menos solapada o explícita) es el odio teológico contra el orden cristiano. Siempre que mis artículos sobre cuestiones políticas han provocado reacciones furibundas he descubierto entre las babas y espumarajos odio teológico, tal vez porque como señalaba Donoso Cortés en toda cuestión política subyace siempre una cuestión teológica. Confesaré, sin embargo, que hubo una ocasión en que creí ingenuamente que esta regla de oro se quebraba. Fue cuando empecé a defender la posición de Rusia en el concierto mundial, cuando empecé a ponderar los esfuerzos restauradores de una nación que había padecido la experiencia abismal del comunismo, cuando empecé a aplaudir que Rusia se erigiese como una muralla contra las pretensiones mundialistas, cuando empecé a mirar con aprecio el esfuerzo ruso por oponerse a la decadencia occidental. Sorprendentemente, los denuestos me llegaban tanto del negociado de derechas como del negociado de izquierdas; aunque he de confesar que los más alucinados procedían de ámbitos neocones, desde los cuales se me acusaba de estar a sueldo de los rusos (¡cree el ladrón que todos son de su condición!), o de concebir el paraíso como un inmenso gulag con un pope confesor del KGB en cada barracón y misa militarizada. Recuerdo que fueron estos improperios tan delirantes los que me pusieron en guardia. «Sin duda pensé entonces, aquí también se respira el perfume azufroso del odio teológico».
Por aquellas mismas fechas andaba yo releyendo LOS HERMANOS KARAMAZOV, la obra maestra de Dostoievski. Y me tropecé entonces con una aseveración que el autor pone en boca de uno de sus personajes, el asceta Paisius: «Ciertas teorías afirman que la Iglesia debe convertirse, regenerándose, en Estado, dejándose absorber por él, después de haber cedido a la ciencia, al espíritu de la época, a la civilización. Si se niega a esto, la Iglesia sólo tendrá un papel insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que ocurre en la Europa de nuestros días. Por el contrario, según las esperanzas rusas, no es la Iglesia la que debe transformarse en Estado, sino que es el Estado el que debe mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y nada más que una Iglesia». Hasta aquel momento, había creído ingenuamente que los denuestos que recibía por defender las posiciones de Rusia me los propinaban por la aversión que Putin provoca tanto en el negociado progre (por sus leyes contra la propaganda homosexualista) como en el negociado neocón (por su oposición al imperialismo yanqui). Pero aquellas palabras de Dostoievski cambiaron por completo mi percepción: entendí, de repente, que la aversión que profesaban a Putin desde los negociados de izquierdas y derechas era una cortina de humo que escondía un odio más profundo. Y ese odio, en su raíz última, era como siempre ocurre de naturaleza religiosa.
Indispensable: LOS HERMANOS KARAMAZOV, Fiodor Dostoievski
Cualquier persona que se haya acercado sin anteojeras a la literatura, la filosofía o el arte rusos habrá descubierto que, más allá de sus logros estéticos o intelectuales, lo que caracteriza sus mejores obras es su trasfondo místico. Esta vocación mística del genio ruso adquiere ribetes épicos en las coyunturas históricas más sacrificadas; y cuando esta vocación se reprime o adultera o anula puede llegar a provocar cataclismos feroces. Muchos han sido los intérpretes del alma rusa —de Soloviev a Solzhenitsyn, de Dostoievski a Berdiáyev— que han augurado que la vocación de Rusia será salvar a Occidente de su decadencia. El monje Filoteo lo profetizó de modo sintético: «Bizancio es la segunda Roma; la tercera será Moscú. Cuando esta caiga, no habrá más».
Vladímir Serguéyevich Soloviov, también conocido con la transcripción de su nombre como Vladímir Soloviev (la trascripción que él mismo usó en sus trabajos o correspondencia escritos en francés o inglés), fue un filósofo, teólogo, poeta, escritor y crítico literario ruso.
Durante muchos siglos, Rusia vivió de espaldas a Occidente, primero forjándose como nación, después repeliendo las invasiones de ideas o ejércitos extranjeros. Hubo, sin embargo, épocas en que Rusia se asomó curiosa a Occidente, fascinada por los primores de su progreso material, bebiendo en las fuentes de su cultura y su pensamiento, esplendoroso en apariencia aunque ya secretamente infectado de decrepitud. Pero el espíritu ruso no pudo digerir aquella influencia, sino que se revolvió trágicamente ante ella, en parte como reacción instintiva de defensa, en parte como prueba de una contaminación letal. Si en Occidente el tránsito de una sociedad religiosa a una sociedad apóstata ha sido un proceso gradual y mitigado por los sucesivos cloroformos materiales suministrados por el liberalismo, en Rusia el tránsito fue dramático y fulminante, extendiendo una niebla de nihilismo que los espíritus más clarividentes (no hay más que leer, por ejemplo, a Dostoievski) intuyeron como el anuncio de un gran cataclismo. Cuando Rusia se rindió al veneno del paganismo extendido por Occidente que había tratado de repeler durante siglos no lo hizo al modo pacífico y conformista de las naciones que integran el pudridero europeo, sino —como señala el propio Dostoievski— con un ímpetu vengador y en un vendaval de furia. Cuando los pueblos religiosos son obligados a renegar de su fe no se hacen paganos hedonistas ni modernistas fofos, sino ateos rabiosos, locos satanizados que queman iglesias y se atiborran de sangre. Así se explica que en la mística Rusia (un país industrialmente mucho menos desarrollado que Francia, Alemania o Gran Bretaña) prendiera el comunismo con un ímpetu mayor que en cualquier nación rehén del materialismo. Mientras las naciones del pudridero europeo volvían la espalda a Dios de forma desdeñosamente finolis, borrando paulatinamente todas sus tradiciones, anulando los frenos morales y exaltando los caprichos del deseo, deificando la avaricia de riquezas lograda a costa de la explotación del pobre, Rusia volvía la espalda a Dios de la forma más violenta, convirtiendo el odio religioso en eje central de su política.
Aquella reacción trágica y destructiva nada tenía que ver con la verdadera naturaleza de la mística Rusia, que a la caída del comunismo soviético parecía extenuada y presta a servir de felpudo a Occidente. Fueron los años indignos de Gorbachov y Yeltsin, aquellos años en los que parecía que se había llegado al final de la Historia augurado por Fukuyama, con una Rusia convertida en vomitorio occidental y entregada a las fuerzas tenebrosas que querían convertirla en un burdel para turistas y en una colonia más del Nuevo Orden Mundial. Pero cuando ya parecía que su suerte estaba echada ha vuelto a emerger, al principio tímidamente pero cada vez con mayor orgullo, la Rusia opuesta al pudridero occidental, la nación fiel a su historia y a sus tradiciones que tiene el cuajo de señalar la inanidad de las colonias europeas, convertidas en felpudo del mundialismo que, a la vez que repudia sus orígenes cristianos, financia la expansión del yijadismo. «Si el siglo XX comporta alguna lección para con la humanidad —escribió Solzhenitsyn—, seremos nosotros quienes la habremos dado a Occidente, y no Occidente a nosotros: el exceso de bienestar y una atmósfera contaminante de sinvergonzonería le han atrofiado la voluntad y el juicio». Todavía no sabemos si Rusia logrará hacer realidad ese designio histórico, o si los hostigamientos que sufre lograrán rendirla. Pero en ella hay el ímpetu de una esperanza, que es una luminosa virtud teologal; por ello en la rusofobia rampante encontramos a la postre el sempiterno y azufroso odio teológico de quienes tiemblan —«creen y tiemblan»— ante la remota, pero posible, restauración del mundo que aborrecen y creían haber dejado atrás definitivamente.
https://paginatransversal.wordpress.com/2015/12/23/la-esperanza-rusa/
Durante muchos siglos, Rusia vivió de espaldas a Occidente, primero forjándose como nación, después repeliendo las invasiones de ideas o ejércitos extranjeros. Hubo, sin embargo, épocas en que Rusia se asomó curiosa a Occidente, fascinada por los primores de su progreso material, bebiendo en las fuentes de su cultura y su pensamiento, esplendoroso en apariencia aunque ya secretamente infectado de decrepitud. Pero el espíritu ruso no pudo digerir aquella influencia, sino que se revolvió trágicamente ante ella, en parte como reacción instintiva de defensa, en parte como prueba de una contaminación letal. Si en Occidente el tránsito de una sociedad religiosa a una sociedad apóstata ha sido un proceso gradual y mitigado por los sucesivos cloroformos materiales suministrados por el liberalismo, en Rusia el tránsito fue dramático y fulminante, extendiendo una niebla de nihilismo que los espíritus más clarividentes (no hay más que leer, por ejemplo, a Dostoievski) intuyeron como el anuncio de un gran cataclismo. Cuando Rusia se rindió al veneno del paganismo extendido por Occidente que había tratado de repeler durante siglos no lo hizo al modo pacífico y conformista de las naciones que integran el pudridero europeo, sino —como señala el propio Dostoievski— con un ímpetu vengador y en un vendaval de furia. Cuando los pueblos religiosos son obligados a renegar de su fe no se hacen paganos hedonistas ni modernistas fofos, sino ateos rabiosos, locos satanizados que queman iglesias y se atiborran de sangre. Así se explica que en la mística Rusia (un país industrialmente mucho menos desarrollado que Francia, Alemania o Gran Bretaña) prendiera el comunismo con un ímpetu mayor que en cualquier nación rehén del materialismo. Mientras las naciones del pudridero europeo volvían la espalda a Dios de forma desdeñosamente finolis, borrando paulatinamente todas sus tradiciones, anulando los frenos morales y exaltando los caprichos del deseo, deificando la avaricia de riquezas lograda a costa de la explotación del pobre, Rusia volvía la espalda a Dios de la forma más violenta, convirtiendo el odio religioso en eje central de su política.
Aquella reacción trágica y destructiva nada tenía que ver con la verdadera naturaleza de la mística Rusia, que a la caída del comunismo soviético parecía extenuada y presta a servir de felpudo a Occidente. Fueron los años indignos de Gorbachov y Yeltsin, aquellos años en los que parecía que se había llegado al final de la Historia augurado por Fukuyama, con una Rusia convertida en vomitorio occidental y entregada a las fuerzas tenebrosas que querían convertirla en un burdel para turistas y en una colonia más del Nuevo Orden Mundial. Pero cuando ya parecía que su suerte estaba echada ha vuelto a emerger, al principio tímidamente pero cada vez con mayor orgullo, la Rusia opuesta al pudridero occidental, la nación fiel a su historia y a sus tradiciones que tiene el cuajo de señalar la inanidad de las colonias europeas, convertidas en felpudo del mundialismo que, a la vez que repudia sus orígenes cristianos, financia la expansión del yijadismo. «Si el siglo XX comporta alguna lección para con la humanidad —escribió Solzhenitsyn—, seremos nosotros quienes la habremos dado a Occidente, y no Occidente a nosotros: el exceso de bienestar y una atmósfera contaminante de sinvergonzonería le han atrofiado la voluntad y el juicio». Todavía no sabemos si Rusia logrará hacer realidad ese designio histórico, o si los hostigamientos que sufre lograrán rendirla. Pero en ella hay el ímpetu de una esperanza, que es una luminosa virtud teologal; por ello en la rusofobia rampante encontramos a la postre el sempiterno y azufroso odio teológico de quienes tiemblan —«creen y tiemblan»— ante la remota, pero posible, restauración del mundo que aborrecen y creían haber dejado atrás definitivamente.
https://paginatransversal.wordpress.com/2015/12/23/la-esperanza-rusa/
No hay comentarios:
Publicar un comentario