ARENGA A LOS MUERTOS


(Pasan las nubes —esas nubes que tanto conocen los enfermos— y parece como si borrasen algo nuestro cada día, blanda y casi gozosamente. Pero a veces, cuando hay un claro, alguna voz se levanta y se adentra en lo más alto, bárbara y estentórea; es una voz que al principio invoca, lamenta luego y arenga finalmente).

¡Oh vosotros, los cercanos al pie de Dios, los de la infinita ventura eterna, moradores de la luz inextinguible; los libertos del pecado cotidiano, los que gimen por algo verdadero y gozan verdaderamente!

Vosotros, los que andáis sin este cuerpo, sin esta realidad endurecida por los dientes fríos de las cosas; los evadidos de la oscura risa de las sombras.

Los limpios, los sin prisa y los sin miedo; los que tocan, los que ven y los que oyen ya de un modo diferente y cierto; los que estaban, los que han vuelto al antiguo limo paterno, ¡oh vosotros, los muertos!

Los muertos de nuestra muerte y nuestra vida, los caídos gloriosamente levantados, los que yacen vencidos bajo el árbol o fundan, vencedores, las cosechas; los que dan tierra a nuestro paso virilmente acongojado; los muertos terriblemente desnudados, los furtivamente muertos, aparentes bajo un palmo de tierra apresurada; los muertos de la paz y de la guerra, los héroes, los mártires y los que caen por nada suavemente sobre sí desmoronados.

Los capitanes, los religiosos, los soldados, los falangistas, los monárquicos y los republicanos; los obreros, los estudiantes, los nobles y las pobres mujeres que tiemblan cantando mientras lavan.

Los muertos por la fe, por la honra o por la Patria; los vilmente asesinados, los enfermos, los padres y los hermanos enfrentados; los niños repentinamente desasidos en el estupor del hambre o la granada.

Los engañados, los sobreaviso, los que llegaron tarde o demasiado pronto, los listos, los pobrecitos tontos, los de la checa y la trinchera; los blancos, los azules y los rojos y aquellos transeúntes que acudieron de súbito al encuentro con sus civiles rodilleras de oficina o sus toscos remiendos de suburbio.

Los caídos de pie y los de rodillas; los sentados atónitos bajo el fuego fulminante; los aplastados, los que volaron en pedazos, los horadados limpiamente por un plomo certero; los que cuelgan del estribo del caballo, los enterrados honoríficamente y los putrefactos sobre el barro; los acuchillados, los sedientos y los asfixiados, los helados, los electrocutados y los disueltos en el aire, en el agua o en el polvo, ¡oh vosotros, los muertos!

¡Ay vosotros en quiénes se ha parado el dulce y tibio telar de la sangre! ¡Ay vosotros, los de las pupilas llenas de una luz sin movimiento; los agrupados, los reducidos, los que esperan en el atronador silencio!

¡Ay vosotros, los del espanto y la alegría; los de las sienes estiradas y las manos gloriosamente abiertas; los que sois ya de otra manera y nos dejáis crecer sobre la paz de vuestro inmenso corazón de tierra!

Los desprendidos, los inertes, los que calláis la espléndida verdad de que aun nos falta morir para ser algo, ¿acaso os ha esperado una estatura nueva, un nuevo color desconocido, otro tiempo diferente?

¡Ay vosotros, los que habitáis nuestra melancolía de un modo escaso y geométrico —querida manos, queridos rostros—, ¿podéis pensar que habéis dejado de dolernos?!

¡Ay, madres, hermanos, camaradas, ay, iguales que nosotros, prisioneros de un mismo número de vértebras, ¿estamos aún en vuestra segunda mente, sabéis distinguirnos todavía y llamarnos por los viejos nombres familiares?!

¡Ay vosotros, los que estabais sentados a la misma mesa, los del pan y el vino de la Patria, ¿es verdad que morir parece detenerse un poco para emprender la marcha decisiva, caer para alzarse nuevamente?!

¡Ay vosotros, los de la muerte dada, recibida de la mano ciega de otros muertos de hoy y de mañana! Los que han visto su muerte personal, nominal de cada uno, temblando como un pájaro indeciso antes de extender las alas, ¿sabéis cómo guardamos el tesoro de vuestra ultimidad postrera, la huella impalpable de las palabras, de los gestos y las cosas penetradas del calor de vuestra carne? ¿Sabéis que nuestra honra descansa en la guarda denodada del reposo horizontal de vuestro polvo?

¡Ay vosotros, los que no estáis, los que soltaseis de repente el pecho que os apretaba el fusil, la pluma, la hoz silbante sobre las espigas dobladas; vosotros los ausentes, los emigrados en el soplo de la muerte, los que habéis de volver un día a preguntarnos algo sin respuesta, los que resucitarán con su rostro verdadero y tomarán de donde se hallen los vigorosos trazos de sus huesos, los que estará otra vez a nuestro lado, agobiados bajo el peso de la gloria próxima, escuchad ahora, oh vosotros, los muertos!

Aquí estamos otra vez, desnudos en el circulo de los cuchillos extraños que iluminan como lívidos relámpagos. Los pies sobre la ceniza y los corazones en alto, aquí estamos como un himno a solas levantado en el silencio de los que duermen.

Velamos por la honra y por el trigo, por el alma y el solar de los que vienen a heredar la antorcha de nuestra sangre. Sobre el blanco lecho duro de vuestra fosa pedimos imperiosamente paz, tiempo y levadura para la España que llega, que ya hunde su pisada en el umbral de la Historia.

Vencedores de nosotros mismos, no importan las flaquezas de los pocos, sino la ancha senda que abren los brazos vigorosos. Vosotros sois testigos aterradores, pero dueños todavía de un puñado de ceniza que tuvo alma, hechos y nombre; obreros somos de vuestra obra, y los huesos dispersos y la risa aventada de vuestra boca y la sangre evaporada pesan, transcurren y ríen por nuestra viva carne.

¡Orad pues, también vosotros, los cercanos; alzad las manos modificadas, prorrumpid en esas otras palabras, reunid en un esfuerzo terrible la armadura incompleta de vuestra inextinta fuerza!

¡Erguíos entre raíces y piedras, levantad los ojos transparentes y fundad un grito nuevo en el vasto silencio de los astros!

¡Que un rumor profundo conmueva la noche y el día y ciña el mundo como un sonoro friso con obreros, con mujeres y con santos, con caballos y guerreros y pacíficas espadas que iluminen la vigilia!

¡Orad para que España levante al fin su sueño sin quimera; orad para que nada se hunda inútil en la nada; orad por los que oramos; orad por Europa y por el mundo ensordecido; orad por el triunfo del Signo que campea sobre el duelo incesante del hierro y el fuego!

¡Orad también en pie, oh vosotros, los españoles muertos!

José María Sánchez-Silva
Arriba, 29 de octubre de 1945


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