CÓMO LA COMISIÓN TRILATERAL HA DADO FORMA AL OCCIDENTE CONTEMPORÁNEO.

 

Cuando crearon la Comisión Trilateral en 1973, sus fundadores David Rockefeller, Zbigniew Brzezinski y George Franklin aspiraban a crear un organismo transnacional para consolidar el orden internacional liderado por Estados Unidos y mitigar las tensiones emergentes entre los miembros de la «tríada capitalista» —formada por Anglonia (Australia, Canadá, Estados Unidos, Nueva Zelanda y Reino Unido), Europa Occidental y Japón+Corea del Sur— debido al crecimiento económico europeo y japonés y a la intensificación de la competencia intercapitalista a raíz de la crisis del petróleo. A mediados de la década de 1970, el think-tank publicó, entre otros muchos, un estudio en el que se argumentaba que «una iniciativa conjunta Trilateral-OPEC para poner más capital a disposición del desarrollo serviría a los intereses de los países trilateralistas». En un momento de estancamiento del crecimiento y de aumento del desempleo, es obviamente ventajoso transferir fondos de los Estados miembros de la OPEC a los países en desarrollo para absorber las exportaciones de las naciones representadas en la Comisión Trilateral».

Otro documento de la misma época afirma que «el objetivo fundamental es consolidar el modelo basado en la interdependencia [entre Estados] para proteger los beneficios que garantiza a cada país del mundo frente a las amenazas externas e internas que provendrán constantemente de quienes no estén dispuestos a soportar la pérdida de autonomía nacional que supone mantener el orden existente. Para ello, a veces puede ser necesario ralentizar el ritmo al que se va a llevar a cabo el proceso de fortalecimiento de la interdependencia [entre Estados] y modificar sus aspectos procedimentales. La mayoría de las veces, sin embargo, requerirá esfuerzos para limitar las intrusiones de los gobiernos nacionales en el sistema de libre comercio internacional, tanto de bienes económicos como no económicos».

El objetivo de los trilateralistas era, pues, transformar el planeta en un espacio económico unificado que implicara el establecimiento de estrechos lazos de interdependencia entre los Estados y, como se lee en un estudio fundamental centrado en el tema, «la reestructuración de la relación entre el trabajo y la dirección para adaptarla a los intereses de accionistas y acreedores, la reducción del papel del Estado en el desarrollo económico y el bienestar, el crecimiento de las instituciones financieras, la reconfiguración de la relación entre los sectores financiero y no financiero en beneficio del primero, el establecimiento de un marco reglamentario favorable a las fusiones y adquisiciones de empresas, el fortalecimiento de los Bancos Centrales con la condición de que se ocupen principalmente de garantizar la estabilidad de los precios, y la introducción de una nueva orientación general destinada a drenar recursos de la periferia hacia el centro». Sin olvidar la bajada de impuestos sobre las rentas, los activos y el capital más elevados, con el fin de liberar recursos para la inversión productiva y poner fin al preocupante descenso de la parte de la riqueza total —medida por la propiedad combinada de bienes inmuebles, acciones, bonos, dinero en efectivo y otros activos— en manos del notorio 1% más rico de la población a su nivel más bajo desde 1922.

Una cifra significativa, sólo parcialmente atribuible a la inversión histórica de la arquitectura fiscal puesta en marcha en el periodo previo al estallido de la crisis de 1929 por la administración Coolidge —y en particular su Secretario del Tesoro Andrew Mellon— operada por Franklin D. Roosevelt. La contracción de las rentas percibidas por las clases más acomodadas estaba estrechamente vinculada a la tendencia a la baja de los beneficios empresariales que, como ya adivinó Karl Marx en su momento, se produce siempre que se intensifica la competencia intercapitalista. En el caso que nos ocupa, el astronómico aumento de la inversión y la productividad logrado por Europa Occidental y Japón no sólo había sido superior al capitalizado por Estados Unidos, sino que además se había conseguido en un contexto de baja inflación, elevado empleo y rápido aumento del nivel de vida. Durante un tiempo, el descenso del umbral de remuneración producido por la intensificación de la confrontación entre Estados Unidos, Europa Occidental y Japón se vio compensado por el vertiginoso aumento de la masa de beneficios industriales generada por el auge económico, pero a partir de mediados de los años 60s, el margen había empezado a estrecharse progresivamente como consecuencia de la mayor exacerbación de la competencia intercapitalista, combinada con el aumento generalizado de los salarios y el fortalecimiento de los sindicatos. Por otra parte, el crack de Wall Street entre 1969 y 1970 había asestado un duro golpe a las tendencias especulativas, desencadenando una espiral descendente destinada a durar al menos hasta finales de 1978, con la licuación de cerca del 70% del total de los activos en manos de los 28 principales fondos de cobertura estadounidenses.

El fenómeno no dejó de llamar la atención de Lewis Powell, juez del Tribunal Supremo con una carrera como abogado de las multinacionales del tabaco, que en agosto de 1971 envió una famosa carta al funcionario de la Cámara de Comercio de EE.UU. Eugene B. Sydnor. En el documento, elocuentemente titulado Ataque al sistema de libre empresa estadounidense, Powell lamentaba el asedio ideológico y de valores al que se ve sometido el sistema empresarial por parte de la «extrema izquierda, mucho más numerosa, mejor financiada y tolerada que en cualquier otro momento de la historia». Lo sorprendente, sin embargo, es que las voces más críticas proceden de elementos muy respetables integrados en las universidades, los medios de comunicación, el mundo intelectual, artístico e incluso político. [...] Además, casi la mitad de los estudiantes están a favor de la socialización de las industrias estadounidenses fundamentales, como consecuencia de la propagación como un reguero de pólvora de una propaganda engañosa que mina la confianza del público y lo confunde. El juez proclamó entonces que había llegado «el momento de que las empresas estadounidenses marchen contra quienes desean destruirlas. [...] Las empresas deben organizarse, planificar a largo plazo, regularse por tiempo ilimitado y coordinar sus esfuerzos financieros hacia un único objetivo básico. [...] La clase empresarial está llamada a aprender de las lecciones de la clase obrera, a saber, que el poder político es un factor indispensable que debe cultivarse con empeño y asiduidad y explotarse con agresividad. [...] Quienes representan nuestros intereses económicos deben afilar sus armas, [...] ejercer una fuerte presión sobre toda la clase política para asegurarse su apoyo y golpear sin demora a sus oponentes a través del poder judicial en la misma medida en que lo han hecho en el pasado la izquierda, los sindicatos y los grupos de defensa de los derechos civiles, [...] que han logrado un éxito considerable a nuestra costa.

El pasaje más significativo de la carta, sin embargo, es aquel en el que Powell llama la atención sobre la necesidad de tomar el control de las escuelas y los medios de comunicación de masas, identificados como herramientas indispensables para «moldear» las mentes de los individuos y crear así los prerrequisitos políticos y culturales para la reproducción perenne del sistema capitalista. Evidentemente, Powell no había pasado por alto las reflexiones formuladas por Marx y Gramsci sobre el concepto de «hegemonía», que se ejerce de forma mucho más eficaz mediante una hábil manipulación de los aparatos educativos y de los medios de comunicación de masas que mediante la coerción. En su opinión, era necesario convencer a las grandes empresas de que aportaran sumas de dinero suficientes para reforzar la imagen del sistema mediante un refinado y meticuloso trabajo de «búsqueda de consenso» al que se aplicarían profesionales profusamente remunerados. «Nuestras apariciones en los medios de comunicación, en conferencias, en el mundo editorial y publicitario, en los tribunales y en las comisiones legislativas tendrían que ser de una precisión y un nivel excepcionales».

Otro aspecto crucial es el establecimiento de una relación de colaboración con las universidades preparatoria para la inclusión en las universidades de «profesores que crean firmemente en el modelo empresarial [...] [y que, basándose en sus convicciones] evalúen los libros de texto, empezando por los de economía, sociología y ciencias políticas». En cuanto a la información, «la televisión y la radio deberían ser objeto de un seguimiento constante con el mismo criterio utilizado para evaluar los manuales universitarios. Esto se aplica en particular a los programas en profundidad, de los que proceden muy a menudo algunas de las críticas más insidiosas al sistema empresarial. [...]. Deberían aparecer continuamente en la prensa artículos patrocinando nuestro modelo, y los quiosqueros también deberían participar en el proyecto».

El otro texto de referencia, complementario al memorándum de Powell, en el que se inspiraron los trilateralistas fue La segunda revolución americana de John D. Rockefeller III. La Segunda Revolución Americana de Rockefeller III, un auténtico manifiesto ideológico publicado por el Consejo de Asuntos Exteriores en 1973, que proponía limitar drásticamente el poder de los gobiernos mediante un programa de liberalización y privatización destinado a privar a las autoridades estatales de algunas de sus funciones reguladoras fundamentales y a revocar las políticas keynesianas vigentes desde el New Deal en un retorno al modelo darwinista y altamente desregulado que duró hasta la llegada al poder de Franklin D. Roosevelt.

La puesta en práctica de los designios trilateralistas, favorecida por la proliferación de fundaciones (especialmente incisivo sería el activismo de las del Medio Oeste, encabezadas por las familias Olin, Koch, Richardson, Mellon Scaife y Bradley) y la aplicación práctica de una serie de expedientes expuestos en un impresionante informe sobre la «crisis de la democracia» elaborado por los politólogos Samuel Huntington, Michel Crozier y Joji Watanuki por encargo de la Comisión, se llevó a cabo bajo la presidencia de Jimmy Carter. Es decir, el candidato demócrata que ganó las elecciones de 1976 gracias a una impresionante campaña mediática se centró en responsabilizar a la administración pública de la aparición de toda una serie de problemas que atenazaban a Estados Unidos, empezando por la ineficacia provocada por la excesiva burocratización y la «injerencia» en la vida económica que iba en detrimento del pleno aprovechamiento del potencial económico del país. Resulta significativo que hasta 26 miembros de la Comisión Trilateral fueran reclutados en la administración Carter, entre ellos Walter Mondale (vicepresidente), Cyrus Vance (secretario de Estado), Harold Brown (secretario de Defensa), Michael Blumenthal (secretario del Tesoro) y Zbigniew Brzezinski (consejero de Seguridad Nacional).

Fuente: Giacomo Gabellini

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