¿QUÉ EURASIA?

 

Una famosa novela distópica, aparecida en el segundo año de la «guerra fría», presenta el escenario de ficción donde tres superpotencias continentales son gobernadas por otros tantos sistemas políticos totalitarios: Oceanía, Estasia y Eurasia. Esta última, sometida a un régimen neobolchevique, comprende el gran espacio territorial que se extiende desde Europa occidental y mediterránea hasta el estrecho de Bering. Esta es la imagen de Eurasia modelada por un informante del servicio del Departamento de Investigación de la Información (IRD) del Foreign Office británico, un «policía colonial», dedicado a la literatura, que se inspiraba de manera ostentosa en los esquemas de la propaganda antinazi y antisoviética.

En realidad, el nombre Eurasia circulaba desde hace tiempo en el ámbito científico: utilizado por el geólogo austriaco Eduard Suess (1831-1914) en la obra Das Antlitz der Erde, había sido acuñada por el matemático y geógrafo alemán Karl Gustav Reuschle (1812-1875) en su Handbuch der Geographie, para indicar el continente que une Asia y Europa de manera inseparable. De hecho, el término continente muestra propiamente una masa compacta de tierra surgida y rodeada por aguas oceánicas y marítimas, por lo que no puede designar ni Europa ni Asia, sino solo al conjunto continental, del que Europa y Asia son sus partes constitutivas. En cambio, si se ignora el criterio geográfico en el que se basa la noción de continente, y se quisiera trazar una línea convencional entre Europa y Asia, obligadamente se debería tomar como línea de demarcación a los Urales, una cordillera que no alcanza ni a los 2.000 metros de altura (el pico más alto, el Naródnaya, alcanza los 1.895 metros sobre el nivel del mar). Después habrá que continuar esta línea divisoria a lo largo del río Ural y a lo largo de la costa noroeste del Mar Caspio; pero aquí comenzarían los problemas y las divergencias, porque según algunos, la frontera entre los dos supuestos continentes: el europeo y el asiático, estaría constituida por la cuenca caucásica, según otros, por la depresión del canal Kuma-Manych al norte del Cáucaso. 

Todo esto no hace más que resaltar el carácter unitario de la realidad geográfica de la que forman parte Asia y Europa. Y los griegos debieron pensar que ese carácter unitario no se refería exclusivamente a la geografía física, ya que entre los siglos VIII y VII a. C., en la Teogonía de Hesíodo, se menciona a Europa y Asia como dos hermanas, hijas de Océano y Tetis, pertenecientes a la «sagrada estirpe de hijas que por la tierra se encargan de la crianza de los hombres, en compañía del soberano Apolo y de los dioses-río y han recibido de Zeus este destino»; e incluso Esquilo, que también había luchado contra los persas en Maratón (y probablemente también en Salamina), hablaba de Grecia y Persia —representantes de Europa y Asia— como «dos hermanas de sangre del mismo linaje. Pero pasemos a tiempos más recientes. El orientalista, explorador e historiador de las religiones Giuseppe Tucci (1894-1984), que dirigió varias expediciones arqueológicas en el Tíbet, la India, Afganistán e Irán, y en 1933 fundó con Giovanni Gentile el Instituto Italiano para el Medio y Extremo Oriente, poco antes de morir, insistió en la necesidad de una concepción que ya no se considerara a Asia y Europa como opuestas, sino como dos realidades complementarias e inseparables. De hecho, se refirió a una especie de unidad cultural euroasiática en su última intervención pública, una entrevista que apareció el 20 de octubre de 1983 en el periódico Stampa de Turín: «Yo —declaró el estudioso en esa ocasión— nunca hablo de Europa y Asia, sino de Eurasia. No hay acontecimiento que ocurra en China o India que no nos afecte, o viceversa, y siempre ha sido así». Declaraciones de este tipo no son infrecuentes en la obra de Tucci. En 1977 había denunciado como grave el error que se comete cuando se considera a Asia y Europa como dos continentes distintos, ya que, en su opinión, «se debe hablar de un solo continente, el euroasiático: tan unido en sus partes que no hay un suceso significativo en una que no haya tenido su reflejo en la otra». Incluso antes, en 1971, al conmemorar en el Capitolio a Ciro el Grande, fundador del Imperio Persa, Tucci había dicho que «Asia y Europa son un todo único, unidos por migraciones de pueblos, acontecimientos de conquista, aventuras comerciales, en una complicidad histórica que sólo los inexpertos o los incultos, que piensan que el mundo entero concluye en Europa, y persisten en ignorar».

Otro gran estudioso del siglo XX, el historiador de las religiones Mircea Eliade (1907-1986), en toda su producción científica documentó lo que él mismo definió como «la unidad fundamental no sólo de Europa, sino también de toda la ecúmene que se extiende desde Portugal hasta China, y desde Escandinavia hasta Ceilán». En plena «Guerra Fría», cuando residía como exiliado en Francia, a este lado del «Telón de Acero» que lo separaba de su país de origen, Eliade se negó a concebir Europa en los términos estrechos que le han querido imponer los defensores de la llamada «civilización occidental». De hecho, rechazó sarcásticamente la concepción occidentalista, escribiendo textualmente: «Todavía hay occidentales honestos para quienes Europa termina en el Rin o, como mucho, en Viena. Su geografía es esencialmente sentimental: llegaron a Viena en su luna de miel. Más allá, hay un mundo extraño, quizás fascinante, pero incierto: estos puristas estarían tentados por descubrir, bajo la piel del ruso, ese famoso Tártaro del que han oído hablar en la escuela; en cuanto a los Balcanes, es con ellos donde comienza ese confuso océano étnico de nativos que se extiende hasta Malasia». De su estudio de la etnografía rumana, la cual se inserta en un contexto regional que va en gran medida más allá de los Cárpatos y del curso del Danubio, Eliade obtuvo la convicción de que el Sudeste de Europa constituye la «verdadera piedra angular de los vínculos estratificados entre la Europa mediterránea y el Extremo Oriente». De hecho, en el exuberante patrimonio folclórico rumano, Eliade identificó varios elementos que remiten a temas míticos y rituales presentes en diversos lugares del continente euroasiático. Por ejemplo, al someter a un análisis comparativo a una de las baladas populares rumanas más famosas, la del Maestro Manole, el estudioso iluminó con un haz de luz sobre toda una serie de analogías que se entrelazan en una zona entre Inglaterra y Japón. Efectivamente, señaló que el tema del sacrificio humano necesario para completar una construcción no sólo está atestiguado en Europa («en Escandinavia y entre los finlandeses y los estonios, entre los rusos y los ucranianos, entre los alemanes, en Francia, en Inglaterra, en España»), pero su área de difusión también incluye China, Siam, Japón y el Punjab. Finalmente, Eliade demostró que diversos fenómenos investigados en sus estudios, como la alquimia o el chamanismo, se encuentran extendidos en una vasta área del continente euroasiático, a veces hasta las regiones periféricas extremas del mismo.

Además de Tucci y Eliade, es posible mencionar a otro estudioso, Franz Altheim (1998-1986), que situó los grabados en Val Camonica, en lo que llamó «el mundo caballeresco euroasiático» y, considerando los procesos históricos que marcaron el pasaje de la edad antigua a la medieval, nos invitó a mirar más allá de las fronteras del Imperio Romano. Recordando expresamente la perspectiva historiográfica de Polibio, que abarca la ecúmene políticamente unificada por Roma —«todo el espacio entre las columnas de Hércules y las puertas de la India o las estepas de Asia Central»—, Altheim indicó a la historiografía la necesidad de tener en cuenta la unidad sustancial del continente euroasiático. Prestó especial atención al Völkerwanderung (migración de los pueblos) de los hunos, protagonistas de una cabalgata trans-eurasiática que «—desde las orillas del lago Baikal, al norte de Mongolia— los llevó hasta los Campos Cataláunicos, en el norte de Francia. Si en Asia, los hunos influyeron durante siglos en el destino del Imperio Medio, en Europa —señala Altheim— allanaron el camino para las invasiones y el asentamiento de toda una serie de pueblos similares: ávaros, búlgaros, jázaros, cumanos, pechenegos, húngaros, así como —escribe el estudioso en su libro sobre Atila y los hunos— «el coronamiento fue el avance de los mongoles». Altheim compaginó su interés por la figura de Atila, líder de origen centroasiático que fundó un imperio en Europa, con el de Alejandro Magno, quien llevó la civilización griega hasta el Indo, al río Sir Daria, Asuán y el golfo de Adén, marcando el comienzo de una nueva fase en la historia de Eurasia.

Los euroasiatistas de los años Veinte
La idea de Eurasia que surge de los trabajos de estudiosos como Giuseppe Tucci, Mircea Eliade y Franz Altheim es muy distinta de la que inspira el llamado eurasismo o eurasiatismo «clásico», que se caracteriza por una aversión radical a la cultura europea, identificada como «romano-germánica». El eurasiatismo «clásico» está representado por un grupo de intelectuales rusos que emigraron tras la derrota de los ejércitos blancos y estuvieron activos en la década de los años veinte del siglo pasado, entre los que debemos mencionar al más eminente: el príncipe Nikolai Trubetzkoy (1890 -1938), famoso en el ámbito lingüístico por haber desarrollado, junto con los demás estudiosos del Círculo de Praga, la llamada «nueva fonología», el historiador George Vernadsky (1887-1973), el geógrafo y economista Piotr Savitsky (1895-1968), el musicólogo Pyotr Suvchinsky (1892-1985) y el teólogo Georges Florovsky (1893-1973). En lo que se considera el «manifiesto» del movimiento, es decir, en la colección de ensayos titulada «Camino a Oriente» y publicada en Sofía en 1921 por una editorial ruso-búlgara, los euroasiatistas «clásicos» expresaban la idea fundamental según la cual los pueblos de Rusia y las regiones adyacentes en Europa y Asia forman una unidad natural, ya que están unidos entre sí por afinidades históricas y culturales. Basada no sólo en el legado bizantino, sino también en la conquista mongola y, por tanto, identificable como «eurasiática», según los autores de «Camino a Oriente», la identidad cultural rusa había sido negada tanto por las reformas de Pedro el Grande como por la clase política que siguió a continuación gobernando la Rusia, inspirada en la corriente eslavófila, a la que acusaban de querer imitar a Europa. En cuanto a la revolución bolchevique, aunque la evaluaron negativamente, los «eurasianistas» de Sofía se propusieron estudiar su significado en el contexto de la historia rusa; Savitsky, en particular, vio en la Revolución de Octubre un desarrollo de la revolución burguesa del 1789, pero por otro lado observó que desplazó el eje de la historia universal hacia el Este.

En un ensayo de 1925 titulado «El legado de Gengis Khan» ​​Trubetzkoy pretendía resaltar la estrecha relación existente entre la auténtica cultura rusa y el elemento turco-mongol, refiriéndose a un acontecimiento histórico concreto: la unificación del espacio eurasiático por obra de Genghis Khan y sus sucesores. «Eurasia —escribe Trubetzkoy— constituye un todo unitario tanto desde el punto de vista geográfico como antropológico. (…) Por lo tanto, en virtud de su propia naturaleza, está históricamente destinada a constituir una entidad estatal única. Desde el principio, la unificación de Eurasia ha resultado históricamente inevitable y la geografía misma ha indicado los medios para lograrla».

Es evidente que, con el nombre de Eurasia, Trubetzkoy y los demás «eurasianistas» de los años Veinte no se referían, como habría exigido el contenido semántico del término, al gran continente entre el Atlántico y el Pacífico, y entre el Océano Ártico y el Índico; más bien se remitían a un gran espacio intermedio entre Europa y Asia, distinto tanto de Europa como de Asia. Para ellos, Asia era el conjunto de las regiones periféricas orientales, sudorientales y meridionales del gran continente: Japón, China, Indochina, India, Irán y toda Asia Menor. En cuanto a Europa, coincidía con el «mundo romano-germánico», reduciéndose esencialmente a Europa occidental y central, mientras que lo que habitualmente se llama «Europa del Este», hasta los Urales, era para ellos parte de Eurasia. Por otro lado, consideraban errónea y engañosa la división de Rusia en una parte europea y una parte asiática. En el ensayo titulado «Vuelta hacia el este» Piotr Savitsky es explícito: «Rusia no es sólo Occidente, sino también Oriente, no sólo Europa, sino también Asia; de hecho, no es Europa, sino Eurasia». En esencia, para los autores del «manifiesto» de 1921, Eurasia se identificaba con el Imperio ruso, más o menos el mismo gran espacio históricamente delimitado por las fronteras de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

En cierta medida, al historiador, etnólogo y antropólogo Lev N. Gumilev (1912-1992) se le vincula con los «eurasianistas» de los años Veinte, quien con sus obras reevaluó la contribución de los pueblos turcos, mongoles y tártaros en el nacimiento de Rusia, reconociendo el carácter multiétnico y la multiplicidad de raíces culturales de esta última. Gumilev también identifica a Eurasia con el área geográfica del Imperio ruso y la Unión Soviética. Dividida de norte a sur en cuatro franjas horizontales, caracterizadas respectivamente por la tundra desprovista de vegetación, la taiga boscosa, la estepa y finalmente el desierto, esta zona geográfica se encuentra entre dos franjas climáticas que, por un lado, la separan del clima europeo más suave. y, por otro, por el clima monzónico típico de las zonas periféricas de Asia. Tal conformación, según Gumilev, condujo a la creación de una civilización autónoma fuertemente distinta de las demás que la rodean.

De una reelaboración del llamado euroasiatismo «clásico», enriquecido por las aportaciones de la geopolítica y de elementos del pensamiento tradicionalista (René Guénon, Julius Evola, etc.), nació en Rusia a finales de la década de los ochenta el llamado «neoeurosiatismo». Su principal teórico y exponente es Aleksandr G. Dugin (1962-), fundador del Movimiento Eurasianista Internacional y, a lo largo de los años, colaborador o partidario de diferentes sujetos políticos: primero del Partido Comunista de Gennady Zyuganov, luego del Partido Nacional Bolchevique de Eduard Limonov, después del Partido Liberal Democrático de Vladimir Zhirinovsky y, finalmente del partido Rusia Unida de Vladimir Putin.

La visión de Dugin difiere del eurasiatismo «clásico» porque reemplaza la incompatibilidad de Rusia con la Europa “romano-germánica” (al menos en la primera fase de su pensamiento) por la antítesis radical entre los intereses continentales de toda la masa euroasiática y la Occidental, hegemonizada por los Estados Unidos. Europa, el mundo musulmán, China y Japón ya no son considerados adversarios irreductibles que rodean a Rusia, sino más bien sus aliados potenciales, en nombre de la oposición schmittiana entre potencias terrestres y potencias marítimas.

Eurasia, desde Trubetzkoy a Gumilev había sido identificada en primera instancia con el área correspondiente a la Rusia imperial y luego a la Unión Soviética, en cambio en el neoeurasiatismo duguiniano no tiene un perfil unívoco y definido. A veces, de hecho, Dugin llama Eurasia a todo el continente, otras veces afirma que «ni la idea euroasiática ni Eurasia como concepto corresponden estrictamente a los límites geográficos del continente euroasiático»; otras veces considera a Eurasia y Europa como dos civilizaciones distintas entre sí.

En la perspectiva geopolítica de Dugin, que él mismo expuso ampliamente en el primer número de «Eurasia», el antiguo continente, es decir, la masa terrestre del hemisferio oriental, se articula en tres grandes «cinturones verticales», que se extienden de norte a sur, cada uno de los cuales consta de varios «grandes espacios». El primero de estos «cinturones» es Euráfrica, formado por Europa, el gran espacio árabe y el África transahariana. El segundo «cinturón» es la zona ruso-centroasiática, formada por tres grandes espacios que en ocasiones se superponen entre sí: el primero de ellos es la Federación de Rusia, con las ex-repúblicas soviéticas de Asia Central, el segundo es el gran espacio del Islam continental (Turquía, Irán, Afganistán, Pakistán). El tercer gran espacio es la India. Finalmente, el tercer «cinturón vertical» es la zona del Pacífico, un condominio de dos grandes espacios (China y Japón) que incluye también Indonesia, Malasia, Filipinas y Australia.

Esta subdivisión constituye un renacimiento de la Panideen (PanIdea) de Karl Haushofer (1869-1946), quien había teorizado un hemisferio oriental geopolíticamente repartido en un espacio euroafricano, en un espacio panruso extendido hasta el Océano Índico, pero sin salida al Pacífico y, por último, un espacio del Extremo Oriente que incluye a Japón, China, el Sudeste Asiático e Indonesia. Dugin aportó algunos cambios al esquema haushoferiano, requerido por la situación internacional actual, asignando a la segunda franja (la zona ruso-asiática central), el Cercano Oriente y Siberia hasta Vladivostok.

La perspectiva geopolítica «vertical» teorizada por Dugin fue objeto, en las páginas de Eurasia, de las observaciones críticas de Carlo Terracciano (1948-2005). Eurasia, observó Terracciano, «es un continente ‘horizontal’, a diferencia de América, que es un continente ‘vertical'»; de hecho, toda la masa continental de nuestro hemisferio, el hemisferio oriental del globo terrestre, está formada por unidades homogéneas dispuestas horizontalmente. Traduciendo esta visión geográfica en términos geopolíticos, Terracciano proyectaba «la integración de la gran llanura del norte de Eurasia, desde el Canal de la Mancha hasta el Estrecho de Bering». Esta primera franja horizontal está flanqueada, en franjas horizontales sucesivas, por las otras unidades geopolíticas de Eurasia y África: el gran espacio árabe del norte de África y Oriente Próximo, el gran espacio transahariano, el gran espacio islámico entre el Cáucaso y el Indo, etc. En esta perspectiva, es natural que Europa se integre en una esfera de cooperación económica, política y militar con Rusia; de lo contrario, escribe Terracciano, Europa será utilizada por los estadounidenses «como un arma apuntando a Moscú». Por su parte, Rusia no puede prescindir de Europa, de hecho, la necesita. Desde el punto de vista ruso «la única seguridad para los siglos venideros sólo puede estar representada por el control, en cualquier forma, de las costas de la masa eurasiática septentrional, aquellas costas que confluyen en los dos principales océanos del mundo, el Atlántico y el Pacífico». La necesidad de la integración geopolítica de Europa y Rusia exige que tanto europeos como rusos revisen definitivamente ciertas contraposiciones, empezando por la «contraposición ‘racial’ entre euro-germánicos y eslavos». Pero los rusos también deben eliminar los residuos de esa eurofobia que, nacida de la justa necesidad de reevaluar su componente turco-tártaro, los ha llevado a veces a contrastar radicalmente a Rusia con la Europa germánica y latina. Por tanto, «si todavía podemos y debemos hablar de Occidente y de Oriente, la línea demarcatoria debe situarse entre los dos hemisferios, entre las dos masas continentales separadas por los grandes océanos», así que el verdadero Occidente, la tierra del ocaso, resultará ser América, mientras que Oriente, la tierra de la luz, coincidirá con el antiguo continente.

Según la perspectiva geopolítica que caracterizó al pensamiento de Dugin hasta 2016, Eurasia —todo el continente euroasiático— es objeto de la agresión de los Estados Unidos de América, quienes son impulsados​​ a la conquista del Heartland y, por tanto, el poder mundial, por su propia naturaleza talasocrática (y no simplemente por la orientación ideológica de una parte de su clase política). Pero durante la campaña electoral de Donald Trump y su elección a la presidencia de Estados Unidos, el pensamiento de Dugin sufrió un cambio radical: adoptó un criterio más ideológico que geopolítico e indicó que el «enemigo principal» ya no era la potencia estadounidense sino la facción liberal y globalista; Dugin saluda la elección de Trump con ferviente entusiasmo y escribe textualmente: «Para mí es obvio que la victoria de Trump marcó el colapso del paradigma político global y, simultáneamente, el comienzo de un nuevo ciclo histórico. (…) En la era de Trump, el antiamericanismo es sinónimo de globalización. (…) En otras palabras, en el contexto político actual, el antiamericanismo se convierte en parte integral de la retórica de la misma élite liberal, para la cual, el advenimiento de Trump fue un verdadero golpe. Para los oponentes de Trump, el 20 de enero de 2017 fue el ‘fin de la historia’, mientras que para nosotros representó una puerta de entrada a nuevas oportunidades y opciones». Tres años más tarde, el 3 de enero de 2020, el mismo día en el que Trump reivindica con orgullo el asesinato del general iraní Qasem Soleimani, Dugin le augura textualmente —en un mensaje publicado en Facebook— otros cuatro años de presidencia. En el año 2021, Dugin reitera su posición filotrumpista en su Manifiesto del Gran Despertar, donde afirma que este «proviene de los Estados Unidos, de esta civilización en la que el crepúsculo del liberalismo es más intenso que en otros lugares», sin dejar de reconocer el rol importante desempeñado en este proceso por el agit-prop estadounidense, de orientación conservadora. La conclusión es que «nuestra lucha ya no es contra América. La América que conocíamos ya no existe. La división de la sociedad estadounidense es, por ahora, irreversible. Nos encontramos en la misma situación en todas partes, en Estados Unidos y en el extranjero. La misma batalla se libra a escala global».

«El Imperio europeo es, por postulado, eurasiático»
En la perspectiva «horizontal» de Carlo Terracciano, es evidente la influencia del pensamiento de Jean Thiriart (1922-1992), quien llegó a teorizar, tras una larga elaboración, la fusión política de Europa con Rusia en una única república imperial. En 1964, en una Europa dividida en dos bloques, Thiriart publicó un libro —en las principales lenguas europeas— titulado Un Empire de quatre cents millions d'hommes, l'Europe: la naissance d'une nation, au départ d'un parti historique, en el que afirmaba la necesidad histórica de construir una Europa unitaria, independiente tanto de Washington como de Moscú. «En el contexto de una geopolítica y de una civilización común —escribió— la Europa unitaria y comunitaria se extiende desde Brest hasta Bucarest. (…) Contra los 414 millones de europeos están los 180 millones de habitantes de los EE.UU. y los 210 millones de habitantes de la URSS».

Concebido como una tercera fuerza soberana y armada, el «imperio de 400 millones de hombres» preconizado por Thiriart, debería haber establecido una relación de coexistencia con la URSS, basada en condiciones precisas: «La coexistencia pacífica con la URSS no será posible a menos que todas nuestras provincias del Este recuperen su independencia. La proximidad pacífica con la URSS comenzará el día en que ésta retroceda dentro de las fronteras de 1938. Pero no antes: cualquier forma de coexistencia que pueda implicar la división de Europa, no es más que un fraude». Según Thiriart, la coexistencia pacífica entre la Europa unitaria y la URSS habría tenido su desarrollo lógico en «un eje Brest-Vladivostok. (…) Si la URSS quiere conservar Siberia, debe hacer la paz con Europa, con Europa desde Brest hasta Bucarest, repito. La URSS no tiene, y tendrá cada vez menos, la fuerza para preservar Varsovia y Budapest, por un lado, y Chitá y Jabárovsk, por el otro. Tendrá que elegir o correr el riesgo de perderlo todo. (…) El acero producido en el Ruhr bien podría utilizarse para defender Vladivostok». El eje Brest-Vladivostok teorizado entonces por Thiriart, parecía tener más bien el significado de un acuerdo destinado a definir las respectivas áreas de influencia de la Europa unida y de la URSS, ya que «en la primera mitad de los años sesenta, Thiriart razonaba todavía en términos de una geopolítica “vertical”, que le lleva a pensar según una lógica más “euroafricana” que “euroasiática”, es decir, trazar una extensión de Europa de Norte a Sur y no de Este a Oeste».

El escenario esbozado en 1964 fue progresado por Thiriart en los años siguientes, de modo que, en 1982 pudo definirlo de la siguiente manera: «Ya no necesitamos pensar ni especular en términos de conflicto entre la URSS y nosotros, sino en términos de acercamiento y luego unificación. (…) Debemos ayudar a la URSS a completarse en su gran dimensión continental. Esto triplicará la población soviética, que por este mismo hecho ya no será una potencia con un «carácter ruso» dominante. (…) Será la física de la historia la que obligará a la URSS a buscar costas seguras: Reikiavik, Dublín, Cádiz, Casablanca. Más allá de estos límites, la URSS nunca estará en paz y tendrá que vivir en incesante preparación militar. La visión geopolítica de Thiriart en ese entonces ya se había vuelto declaradamente euroasiatista: «El Imperio eurosoviético —escribió en 1987— se inscribe en dimensión euroasiática». Este concepto fue reiterado por él en un largo discurso que pronunció en Moscú tres meses antes de su muerte: «El Imperio europeo —dijo en aquella ocasión— es, por postulado, euroasiático».

La idea de un «Imperio eurosoviético» fue expuesta por Thiriart en un libro escrito en 1984 y publicado póstumamente en una edición italiana. En 1984, escribió el autor, «la historia da a los soviéticos, el legado, el papel, el destino que por un breve momento había sido asignado al Tercer Reich: la URSS es la principal potencia continental en Europa, es el Heartland de los geopolíticos. Mi actual discurso está dirigido a los jefes militares de ese magnífico instrumento que es la Armada soviética, un instrumento que carece de una gran causa». Partiendo de la observación que, en el mosaico europeo formado por los países satélites de los EE.UU. o de la URSS, el único Estado verdaderamente independiente, soberano y militarmente fuerte era el soviético; Thiriart asignó a la URSS un papel similar al desempeñado por el Reino de Cerdeña en el proceso de unificación italiana o del Reino de Prusia en el mundo alemán, o, para citar otro paralelo histórico propuesto por el propio Thiriart, del Reino de Macedonia en Grecia en el siglo IV a.C.: «La situación de Grecia en el 350 a.C., fragmentada en ciudades-estado rivales y dividida entre las dos potencias de la época, Persia y Macedonia, presenta una clara analogía con la situación de la actual Europa Occidental, dividida en pequeños y débiles Estados territoriales (Italia, Francia, Inglaterra, Alemania federal) sometidos a las dos superpotencias». Por tanto, así como había un partido filomacedonio en Atenas, habría sido oportuno crear un partido revolucionario en Europa Occidental que colaborara con la Unión Soviética, la cual, además de liberarse de las cadenas ideológicas del incapacitante dogmatismo marxista, debería haber evitado cualquier tentación de instaurar una hegemonía rusa sobre Europa; de lo contrario, su empresa habría fracasado inevitablemente, del mismo modo que el intento de Napoleón de establecer una hegemonía francesa sobre el continente. «No se trata —precisó Thiriart— de preferir un protectorado ruso a un protectorado americano. No. Se trata de hacer que los soviéticos, que probablemente no sean conscientes de ello, descubran el papel que podrían desempeñar: expandirse, pero identificándose con toda Europa. Así como Prusia, a medida que creció, se convirtió en el Imperio Alemán. La URSS es la última potencia europea independiente que dispone de una fuerza militar significativa. A esa le falta inteligencia histórica».

El tablero euroasiático
The Eurasian Chessboard («El tablero euroasiático») es el título del segundo capítulo de un libro escrito en 1997 por Zbigniew Brzezinski (1928-2017), quien desde 1977 a 1981, durante la presidencia de Jimmy Carter, fue consejero de Seguridad Nacional. Basándose en las tesis de Sir Halford Mackinder (1861-1947), cuya famosa fórmula no deja de citar. Brzezinski explica a los círculos del imperialismo norteamericano la necesidad de adoptar una «geoestrategia para Eurasia», considerando imprescindible que Estados Unidos, si quiere dominar el mundo, ejerza su control sobre el continente euroasiático. «Para los Estados Unidos —escribe— Eurasia es la principal recompensa geopolítica. Durante medio milenio, los asuntos mundiales estuvieron dominados por las potencias y pueblos euroasiáticos. (…) En la actualidad, una potencia no euroasiática ostenta la preeminencia en Eurasia y la primacía global de Estados Unidos depende directamente de por cuánto tiempo y cuán efectivamente puedan mantener su preponderancia en el continente euroasiático». Brzezinski llama la atención sobre un hecho: «Eurasia es el mayor continente del planeta y su eje geopolítico», de modo que una potencia que fuera capaz de dominarla, controlaría dos de las tres regiones más avanzadas del mundo y más económicamente productivas. Por otro lado, «un simple vistazo al mapa sugiere también que el control sobre Eurasia supondría, casi automáticamente, la subordinación de África, volviendo geopolíticamente periféricas a las Américas y a Oceanía con respecto al continente central del mundo». Además, «Eurasia es también el lugar donde están situados la mayor parte de los Estados del mundo políticamente activos y dinámicos. Después de los Estados Unidos, las siguientes seis economías más importantes y los siguientes seis países cuyos gastos en armamento militar son más elevados están localizados en Eurasia. Todas las potencias nucleares reconocidas, excepto una y todas las encubiertas excepto una, están situadas en Eurasia. Los dos aspirantes más poblados del mundo a la hegemonía regional y a la influencia global son euroasiáticos. Todos aquellos Estados potencialmente susceptibles de desafiar política y/o económicamente la supremacía estadounidense son euroasiáticos. El poder euroasiático acumulado supera con creces al estadounidense. Afortunadamente para los Estados Unidos, Eurasia es demasiado grande como para ser una unidad política. Eurasia es, por lo tanto, el tablero en el que la lucha por la primacía sigue jugándose».

Para dar una idea de «este amplio tablero euroasiático de forma extraña que se extiende desde Lisboa a Vladivostok», en el que se juega la gran partida, Brzezinski inserta un mapa geográfico del continente dividido en cuatro grandes espacios, por él respectivamente denominados Middle Space (correspondiente grosso modo a la Federación de Rusia y a los territorios adyacentes en Asia Central), West (Europa), South (Cercano y Medio Oriente), East (Extremo Oriente y Sudeste Asiático). «Si el Middle Space —escribe Brzezinski— es progresivamente empujado hacia la órbita en expansión del oeste (en la que los Estados Unidos tienen preponderancia), si la región South no queda sujeta a la dominación de un único jugador y si el Este no se unifica de una manera que conduzca a la expulsión de los Estados Unidos de sus bases costeras, entonces puede decirse que los Estados Unidos prevalecerán. Pero si el espacio medio rechaza a Occidente, se convierte en una única entidad activa y, o bien se hace con el control del sur o establece una alianza con el principal actor oriental [China, ed.], entonces la primacía estadounidense en Eurasia se reduciría considerablemente. Lo mismo ocurriría si los dos principales jugadores orientales [China y Japón, ed.] se unieran de alguna manera».

La «geoestrategia para Eurasia» desarrollada por Brzezinski identifica a Europa como el principal vehículo de que dispone los Estados Unidos para una mayor proyección de poder en el continente euroasiático. Según la definición brutalmente realística utilizada por el ex-asesor de Carter, Europa es la «principal cabeza de puente geopolítica [de los Estados Unidos] en el continente euroasiático»; es más, se trata de una «cabeza de puente democrática», ya que «comparte sus mismos valores» que fueron exportados de América a Europa en 1945 y 1989 y han convertido a esta última en «el aliado natural (sic) de los Estados Unidos». Por lo tanto, asegura Brzezinski, la ampliación de la Unión Europea, políticamente irrelevante y militarmente sujeta a los EE.UU., no debería suscitar excesivas preocupaciones a la Casa Blanca, al contrario: «Una Europa más extensa hará aumentar el ámbito de la influencia estadounidense (…) sin que ello cree al mismo tiempo una Europa tan integrada a nivel político que pueda plantear problemas a los Estados Unidos en cuestiones geopolíticas a las que éstos atribuyen gran importancia, particularmente en el Oriente Medio». En cuanto al rol geopolítico de Rusia, el gran país situado en el centro de la masa continental euroasiática, Brzezinski se refiere a las eventualidades que los analistas tomaban en consideración a finales de los años noventa. De todas las teorías formuladas en aquella época, la que prácticamente se ha hecho realidad es aquella según la cual Rusia, tarde o temprano, constituiría una alineación euroasiática junto con Irán y China: «con la potencia islámica más militante del mundo y con la potencia asiática más poderosa y poblada del mundo».

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