Thierry Meyssan estima que la manera misma cómo Alemania y Francia niegan al Reino Unido el derecho a salir de la Unión Europea demuestra que esa “unión” es algo más que un yugo. Esa actitud también permite comprobar que los europeos de hoy muestran por los intereses de sus vecinos el mismo desprecio que sentían en tiempos de las dos guerras mundiales. Es evidente que los europeos han perdido la capacidad de gobernar sus países, lo cual no es sólo defender los intereses nacionales a corto plazo sino también pensar a largo plazo y prevenir los conflictos con sus vecinos.
El origen del problema
En el momento de la disolución de la Unión Soviética, los miembros de la Comunidad Europea aceptaron plegarse a las decisiones de Estados Unidos e integrar a esa comunidad los países del centro de Europa, a pesar de que esos países no correspondían en nada a los criterios lógicos de adhesión. De paso, adoptaron el Tratado de Maastricht, que convirtió el proyecto europeo en una coordinación económica de Estados europeos que marchaba hacia la implantación de un Estado supranacional. Se trataba de crear un gran bloque político que —bajo la protección militar de Estados Unidos— emprendería, según ellos, el camino de la prosperidad.
Ese súper Estado nada tiene de democrático. Lo administra un colegio de altos funcionarios —la Comisión— cuyos miembros son designados uno a uno por cada uno de los jefes de Estado y de gobierno. Nunca en la Historia había existido un Imperio que funcionara de esa manera. Muy rápidamente, el modelo paritario de la Comisión dio paso a una gigantesca burocracia paritaria, en cuyo seno ciertos Estados son «más iguales que los demás».
El proyecto supranacional resultó ser incapaz de adaptarse al mundo unipolar. La Comunidad Europea había nacido de la rama civil del Plan Marshall, cuya rama militar era la OTAN. Las burguesías de Europa occidental, inquietas ante el modelo soviético, habían respaldado la Comunidad a partir del congreso convocado por Winston Churchill en La Haya, en 1948. Pero, después de la desaparición de la URSS, aquel camino carecía de interés para ellas. Los países que habían sido miembros del Pacto de Varsovia vacilaban entre implicarse en la Unión Europea o aliarse directamente a Estados Unidos. Por ejemplo, Polonia compró aviones de guerra a Estados Unidos, con los fondos que la Unión Europea le había concedido para modernizar su agricultura, y comprometió esos aviones en la agresión contra Iraq.
Además de crear una cooperación policíaca y judicial, el Tratado de Maastricht incluía la creación de una moneda única y de una política exterior igualmente única. Todos los países miembros de la Unión Europea tenían que adoptar el euro como moneda en cuanto lo permitiese su economía nacional. Sólo Dinamarca y el Reino Unido, presintiendo los problemas futuros, se mantuvieron al margen y no adoptaron la moneda única. La cuestión de la política exterior única para todos los miembros de la UE parecía evidente en un mundo que se había hecho unipolar y dominado por Estados Unidos.
Teniendo en cuenta las disparidades económicas existentes entre los países de la eurozona, los países pequeños iban a convertirse en presas de los más grandes, como Alemania. La moneda única, que en el momento de su entrada en circulación había sido ajustada al valor del dólar estadounidense, se transformaba poco a poco en una versión internacionalizada del antiguo marco alemán. Incapaces de rivalizar con los demás miembros de la UE, Portugal, Irlanda, Grecia y España acabaron siendo designados en los medios financieros como los PIGS —sigla construida con los nombres en inglés de esos países pero que significa “cerdos” o “cochinos”. Mientras tanto, Berlín saqueaba las economías de esos países y proponía a Atenas ayudar a restaurar la economía griega… si le cedía parte del territorio griego.
Resultó que la Unión Europea, aunque proseguía su crecimiento económico global, se quedaba rezagada en relación con otros Estados cuyo crecimiento económico era varias veces más rápido. Ser miembro de la Unión Europea era una ventaja para los países que habían pertenecido al Pacto de Varsovia, pero se convirtió en un obstáculo para los europeos del este.
Ante tal fracaso, el Reino Unido decidió retirarse de este súper Estado (Brexit) para aliarse a sus socios históricos de la Commonwealth y, a ser posible, con China. La Comisión Europea tuvo miedo de que el ejemplo británico abriese las puertas a la salida de otros países y a que, aunque se mantuviese el Mercado Común, aquello pusiese fin a la UE, así que decidió imponer condiciones que obligaran a Londres a renunciar a su salida de la Unión.
Los problemas internos del Reino Unido
Habiendo comprobado que la Unión Europea está al servicio de los ricos y en contra de los pobres, los campesinos y obreros británicos votaron a favor de salir de ella mientras que el sector terciario se oponía a esa salida.
En la sociedad británica —como en los demás países europeos— existe una alta burguesía que debe su enriquecimiento a la Unión Europea, pero también tiene una poderosa aristocracia, que no existe en los demás grandes países europeos. Antes de la 2GM, esa aristocracia disponía de todas las ventajas que representa la Unión Europea, y también de una prosperidad que ya no puede esperar de la UE. La aristocracia británica votó, por consiguiente, por el Brexit, en contra de la alta burguesía, abriendo así una crisis en el seno de la clase dirigente.
En definitiva, la designación de Theresa May como primer ministro supuestamente debía preservar los intereses de unos y otros («Global Britain»), pero las cosas no sucedieron como se había previsto.
—Primeramente, la señora May no logró concluir un acuerdo preferencial con China y está encontrando grandes dificultades en la Commonwealth, cuyos vínculos con Londres se habían distendido con el paso del tiempo.
—May también está teniendo grandes dificultades con sus minorías escocesa e irlandesa, sobre todo teniendo en cuenta que su mayoría incluye a los protestantes irlandeses, quienes no tienen intenciones de ceder sus privilegios.
—Además, está estrellándose contra la intransigencia ciega de Berlín y de la UE.
—Para terminar, la señora May también está teniendo que enfrentar el cuestionamiento de la «relación especial» que ataba su país a Estados Unidos.
El problema que sale a la luz con la aplicación del Brexit
Luego de tratar inútilmente de obtener concesiones sobre los tratados europeos, el Reino Unido optó ¿democráticamente? —el 23 de junio de 2016— por salir de la Unión Europea. La alta burguesía, que no había creído que tal cosa pudiese suceder, trató inmediatamente de cuestionar la voluntad expresada en las urnas. Se habló entonces de organizar un segundo referéndum, como se hizo con Dinamarca cuando los electores daneses rechazaron el Tratado de Maastricht. Ante la dificultad de lograr eso, se habló entonces de un «Brexit duro» (sin nuevos acuerdos con la Unión Europea) y de un «Brexit blando» (donde se mantendrían ciertos compromisos).
La prensa clama que el Brexit será una catástrofe económica para los británicos. En realidad, todos los estudios anteriores al referéndum —y por consiguiente anteriores también a ese debate— muestran que los 2 primeros años de la salida de la UE serán de recesión, pero que la economía del Reino Unido no tardará en recuperarse y superar los índices de la Unión Europea. La oposición al resultado del referéndum —y, por ende, a la voluntad popular— está logrando frenar la aplicación de la decisión ya adoptada por la mayoría. La notificación a la UE de la salida británica se realizó con 9 meses de retraso, el 29 de marzo de 2017.
El 14 de noviembre de 2018 —o sea, 2 años y 4 meses después del referéndum— Theresa May capitula y acepta un acuerdo con la Comisión Europea en términos que no convienen a los británicos. Cuando presenta ese acuerdo a su gobierno, 7 ministros dimiten de inmediato —entre ellos el ministro a cargo del Brexit. Es evidente que el hombre ignoraba ciertos elementos del texto que la señora May le atribuye a él.
El acuerdo británico con la Unión Europea incluye una disposición enteramente inaceptable para un Estado soberano. Instituye un periodo de transición —cuya duración no precisa— durante el cual el Reino Unido deja de ser considerado miembro de la UE, pero estará obligado a plegarse a sus reglas, incluyendo las que sean adoptadas durante ese periodo.
Alemania y Francia están detrás de esa intriga.
En cuanto se supo el resultado del referéndum británico sobre el Brexit, Alemania tuvo conciencia de que la salida del Reino Unido provocaría la pérdida de varias decenas de miles de millones de euros del PIB alemán. En vez de tratar de adaptar la economía alemana a esa circunstancia, el gobierno de la canciller Angela Merkel se dio entonces a la tarea de sabotear la salida del Reino Unido de la UE.
Por su parte, el presidente francés Emmanuel Macron representa a la alta burguesía europea, lo cual lo lleva a oponerse por naturaleza al Brexit.
Los hombres detrás de las políticas
La canciller Merkel estaba segura de contar con el apoyo del presidente de la UE, el polaco Donald Tusk. Si Tusk está en ese puesto no es por haberse sido antes primer ministro de su país sino por dos razones muy diferentes: Tusk proviene de una familia de la minoría casubia que se puso del lado de los estadounidenses contra los soviéticos en tiempos de la guerra fría y es, además, un amigo de infancia de la señora Merkel.
Tusk comenzó por plantear la cuestión del compromiso británico en los programas plurianuales de la Unión Europea. Si Londres tuviese que pagar lo que se había comprometido a financiar, simplemente no podría salir de la UE sin desembolsar un derecho de salida que fluctuaría entre 55.000 y 60.000 millones de libras esterlinas.
Michel Barnier, exministro francés y miembro de la Comisión Europea, es nombrado entonces negociador en jefe ante el Reino Unido. Barnier sentía una sólida aversión por la City, a la que ya había maltratado durante la crisis de 2008. Además, los financieros británicos soñaban con hacerse del control de la convertibilidad del yuan chino a euros.
Barnier aceptó tener a la alemana Sabine Weyand como segunda. En realidad es ella quien dirige las negociaciones con el Reino Unido y su misión es hacerlas fracasar.
Mientras tanto, el hombre que fabricó la «carrera» del hoy presidente de Francia Emmanuel Macron, el exjefe del servicio francés de inspección financiera Jean-Pierre Jouyet, es nombrado embajador de Francia en Londres. Para garantizar el fracaso del Brexit, Jouyet se apoya en el coronel Tom Tugendhat, líder conservador de la oposición a Theresa May, e incluso nombra a la esposa del coronel —Anissia Tugendhat— como adjunta en la embajada de Francia en Londres.
La crisis se concreta durante la cumbre del Consejo Europeo realizada en Salzburgo, en septiembre de 2018. Theresa May presenta en esa cumbre el consenso que había logrado en su país —y que muchos deberían ver como un ejemplo. Se trata del llamado «Plan de Chequers», que propone mantener sólo el Mercado Común entre el Reino Unido y la UE, la eliminación de la libre circulación de personas, servicios y capitales entre ambas partes y liberar al Reino Unido de la obligación de someterse a la justicia administrativa europea. Tusk rechaza de plano la propuesta.
En este punto se impone una mirada al pasado. Los acuerdos que pusieron fin a la rebelión del Ejército Republicano Irlandés (IRA, siglas en inglés) contra el colonialismo inglés no resolvieron las causas del conflicto. Se logró la paz sólo porque la creación de la Unión Europea permitió la eliminación de la frontera entre Irlanda del Norte (bajo la dominación inglesa) y la República de Irlanda (independiente del Reino Unido y miembro de la UE). Ahora Donald Tusk exige que, para evitar el resurgimiento de aquella guerra de liberación nacional, Irlanda del Norte se mantenga en la unión aduanera de la UE. Eso implicaría la creación de una frontera, bajo control de la Unión Europea, frontera que dividiría en dos el Reino Unido, separando Irlanda del Norte del resto del reino.
Durante la segunda sesión del Consejo, en presencia de todos los jefes de Estado y de gobierno, Tusk ordenó cerrar la puerta en la cara a la señora May, dejándola fuera de la sala, lo cual constituye una humillación pública que no puede dejar de tener consecuencias.
Los pueblos cuyos países son miembros de la Unión Europea no parecen conscientes de los nubarrones que se ciernen sobre sus cabezas. Han identificado los graves problemas de la UE pero los tratan con ligereza y no entienden lo que está en juego con la secesión británica —el llamado Brexit. Están hundiéndose lentamente en una crisis que podría no tener más solución que la llegada de la violencia.
El origen del problema
En el momento de la disolución de la Unión Soviética, los miembros de la Comunidad Europea aceptaron plegarse a las decisiones de Estados Unidos e integrar a esa comunidad los países del centro de Europa, a pesar de que esos países no correspondían en nada a los criterios lógicos de adhesión. De paso, adoptaron el Tratado de Maastricht, que convirtió el proyecto europeo en una coordinación económica de Estados europeos que marchaba hacia la implantación de un Estado supranacional. Se trataba de crear un gran bloque político que —bajo la protección militar de Estados Unidos— emprendería, según ellos, el camino de la prosperidad.
Ese súper Estado nada tiene de democrático. Lo administra un colegio de altos funcionarios —la Comisión— cuyos miembros son designados uno a uno por cada uno de los jefes de Estado y de gobierno. Nunca en la Historia había existido un Imperio que funcionara de esa manera. Muy rápidamente, el modelo paritario de la Comisión dio paso a una gigantesca burocracia paritaria, en cuyo seno ciertos Estados son «más iguales que los demás».
El proyecto supranacional resultó ser incapaz de adaptarse al mundo unipolar. La Comunidad Europea había nacido de la rama civil del Plan Marshall, cuya rama militar era la OTAN. Las burguesías de Europa occidental, inquietas ante el modelo soviético, habían respaldado la Comunidad a partir del congreso convocado por Winston Churchill en La Haya, en 1948. Pero, después de la desaparición de la URSS, aquel camino carecía de interés para ellas. Los países que habían sido miembros del Pacto de Varsovia vacilaban entre implicarse en la Unión Europea o aliarse directamente a Estados Unidos. Por ejemplo, Polonia compró aviones de guerra a Estados Unidos, con los fondos que la Unión Europea le había concedido para modernizar su agricultura, y comprometió esos aviones en la agresión contra Iraq.
Además de crear una cooperación policíaca y judicial, el Tratado de Maastricht incluía la creación de una moneda única y de una política exterior igualmente única. Todos los países miembros de la Unión Europea tenían que adoptar el euro como moneda en cuanto lo permitiese su economía nacional. Sólo Dinamarca y el Reino Unido, presintiendo los problemas futuros, se mantuvieron al margen y no adoptaron la moneda única. La cuestión de la política exterior única para todos los miembros de la UE parecía evidente en un mundo que se había hecho unipolar y dominado por Estados Unidos.
Teniendo en cuenta las disparidades económicas existentes entre los países de la eurozona, los países pequeños iban a convertirse en presas de los más grandes, como Alemania. La moneda única, que en el momento de su entrada en circulación había sido ajustada al valor del dólar estadounidense, se transformaba poco a poco en una versión internacionalizada del antiguo marco alemán. Incapaces de rivalizar con los demás miembros de la UE, Portugal, Irlanda, Grecia y España acabaron siendo designados en los medios financieros como los PIGS —sigla construida con los nombres en inglés de esos países pero que significa “cerdos” o “cochinos”. Mientras tanto, Berlín saqueaba las economías de esos países y proponía a Atenas ayudar a restaurar la economía griega… si le cedía parte del territorio griego.
Resultó que la Unión Europea, aunque proseguía su crecimiento económico global, se quedaba rezagada en relación con otros Estados cuyo crecimiento económico era varias veces más rápido. Ser miembro de la Unión Europea era una ventaja para los países que habían pertenecido al Pacto de Varsovia, pero se convirtió en un obstáculo para los europeos del este.
Ante tal fracaso, el Reino Unido decidió retirarse de este súper Estado (Brexit) para aliarse a sus socios históricos de la Commonwealth y, a ser posible, con China. La Comisión Europea tuvo miedo de que el ejemplo británico abriese las puertas a la salida de otros países y a que, aunque se mantuviese el Mercado Común, aquello pusiese fin a la UE, así que decidió imponer condiciones que obligaran a Londres a renunciar a su salida de la Unión.
Los problemas internos del Reino Unido
Habiendo comprobado que la Unión Europea está al servicio de los ricos y en contra de los pobres, los campesinos y obreros británicos votaron a favor de salir de ella mientras que el sector terciario se oponía a esa salida.
En la sociedad británica —como en los demás países europeos— existe una alta burguesía que debe su enriquecimiento a la Unión Europea, pero también tiene una poderosa aristocracia, que no existe en los demás grandes países europeos. Antes de la 2GM, esa aristocracia disponía de todas las ventajas que representa la Unión Europea, y también de una prosperidad que ya no puede esperar de la UE. La aristocracia británica votó, por consiguiente, por el Brexit, en contra de la alta burguesía, abriendo así una crisis en el seno de la clase dirigente.
En definitiva, la designación de Theresa May como primer ministro supuestamente debía preservar los intereses de unos y otros («Global Britain»), pero las cosas no sucedieron como se había previsto.
—Primeramente, la señora May no logró concluir un acuerdo preferencial con China y está encontrando grandes dificultades en la Commonwealth, cuyos vínculos con Londres se habían distendido con el paso del tiempo.
—May también está teniendo grandes dificultades con sus minorías escocesa e irlandesa, sobre todo teniendo en cuenta que su mayoría incluye a los protestantes irlandeses, quienes no tienen intenciones de ceder sus privilegios.
—Además, está estrellándose contra la intransigencia ciega de Berlín y de la UE.
—Para terminar, la señora May también está teniendo que enfrentar el cuestionamiento de la «relación especial» que ataba su país a Estados Unidos.
El problema que sale a la luz con la aplicación del Brexit
Luego de tratar inútilmente de obtener concesiones sobre los tratados europeos, el Reino Unido optó ¿democráticamente? —el 23 de junio de 2016— por salir de la Unión Europea. La alta burguesía, que no había creído que tal cosa pudiese suceder, trató inmediatamente de cuestionar la voluntad expresada en las urnas. Se habló entonces de organizar un segundo referéndum, como se hizo con Dinamarca cuando los electores daneses rechazaron el Tratado de Maastricht. Ante la dificultad de lograr eso, se habló entonces de un «Brexit duro» (sin nuevos acuerdos con la Unión Europea) y de un «Brexit blando» (donde se mantendrían ciertos compromisos).
La prensa clama que el Brexit será una catástrofe económica para los británicos. En realidad, todos los estudios anteriores al referéndum —y por consiguiente anteriores también a ese debate— muestran que los 2 primeros años de la salida de la UE serán de recesión, pero que la economía del Reino Unido no tardará en recuperarse y superar los índices de la Unión Europea. La oposición al resultado del referéndum —y, por ende, a la voluntad popular— está logrando frenar la aplicación de la decisión ya adoptada por la mayoría. La notificación a la UE de la salida británica se realizó con 9 meses de retraso, el 29 de marzo de 2017.
El 14 de noviembre de 2018 —o sea, 2 años y 4 meses después del referéndum— Theresa May capitula y acepta un acuerdo con la Comisión Europea en términos que no convienen a los británicos. Cuando presenta ese acuerdo a su gobierno, 7 ministros dimiten de inmediato —entre ellos el ministro a cargo del Brexit. Es evidente que el hombre ignoraba ciertos elementos del texto que la señora May le atribuye a él.
El acuerdo británico con la Unión Europea incluye una disposición enteramente inaceptable para un Estado soberano. Instituye un periodo de transición —cuya duración no precisa— durante el cual el Reino Unido deja de ser considerado miembro de la UE, pero estará obligado a plegarse a sus reglas, incluyendo las que sean adoptadas durante ese periodo.
Alemania y Francia están detrás de esa intriga.
En cuanto se supo el resultado del referéndum británico sobre el Brexit, Alemania tuvo conciencia de que la salida del Reino Unido provocaría la pérdida de varias decenas de miles de millones de euros del PIB alemán. En vez de tratar de adaptar la economía alemana a esa circunstancia, el gobierno de la canciller Angela Merkel se dio entonces a la tarea de sabotear la salida del Reino Unido de la UE.
Por su parte, el presidente francés Emmanuel Macron representa a la alta burguesía europea, lo cual lo lleva a oponerse por naturaleza al Brexit.
Los hombres detrás de las políticas
La canciller Merkel estaba segura de contar con el apoyo del presidente de la UE, el polaco Donald Tusk. Si Tusk está en ese puesto no es por haberse sido antes primer ministro de su país sino por dos razones muy diferentes: Tusk proviene de una familia de la minoría casubia que se puso del lado de los estadounidenses contra los soviéticos en tiempos de la guerra fría y es, además, un amigo de infancia de la señora Merkel.
Mapa de Casubia y su ubicación en Polonia (con los topónimos en polaco)
Tusk comenzó por plantear la cuestión del compromiso británico en los programas plurianuales de la Unión Europea. Si Londres tuviese que pagar lo que se había comprometido a financiar, simplemente no podría salir de la UE sin desembolsar un derecho de salida que fluctuaría entre 55.000 y 60.000 millones de libras esterlinas.
Michel Barnier, exministro francés y miembro de la Comisión Europea, es nombrado entonces negociador en jefe ante el Reino Unido. Barnier sentía una sólida aversión por la City, a la que ya había maltratado durante la crisis de 2008. Además, los financieros británicos soñaban con hacerse del control de la convertibilidad del yuan chino a euros.
La UE y el Reino Unido seguirán siendo aliados, socios y amigos después del Brexit,
Michel Barnier (May y Barnier en la foto).
Barnier aceptó tener a la alemana Sabine Weyand como segunda. En realidad es ella quien dirige las negociaciones con el Reino Unido y su misión es hacerlas fracasar.
Mientras tanto, el hombre que fabricó la «carrera» del hoy presidente de Francia Emmanuel Macron, el exjefe del servicio francés de inspección financiera Jean-Pierre Jouyet, es nombrado embajador de Francia en Londres. Para garantizar el fracaso del Brexit, Jouyet se apoya en el coronel Tom Tugendhat, líder conservador de la oposición a Theresa May, e incluso nombra a la esposa del coronel —Anissia Tugendhat— como adjunta en la embajada de Francia en Londres.
La crisis se concreta durante la cumbre del Consejo Europeo realizada en Salzburgo, en septiembre de 2018. Theresa May presenta en esa cumbre el consenso que había logrado en su país —y que muchos deberían ver como un ejemplo. Se trata del llamado «Plan de Chequers», que propone mantener sólo el Mercado Común entre el Reino Unido y la UE, la eliminación de la libre circulación de personas, servicios y capitales entre ambas partes y liberar al Reino Unido de la obligación de someterse a la justicia administrativa europea. Tusk rechaza de plano la propuesta.
En este punto se impone una mirada al pasado. Los acuerdos que pusieron fin a la rebelión del Ejército Republicano Irlandés (IRA, siglas en inglés) contra el colonialismo inglés no resolvieron las causas del conflicto. Se logró la paz sólo porque la creación de la Unión Europea permitió la eliminación de la frontera entre Irlanda del Norte (bajo la dominación inglesa) y la República de Irlanda (independiente del Reino Unido y miembro de la UE). Ahora Donald Tusk exige que, para evitar el resurgimiento de aquella guerra de liberación nacional, Irlanda del Norte se mantenga en la unión aduanera de la UE. Eso implicaría la creación de una frontera, bajo control de la Unión Europea, frontera que dividiría en dos el Reino Unido, separando Irlanda del Norte del resto del reino.
Durante la segunda sesión del Consejo, en presencia de todos los jefes de Estado y de gobierno, Tusk ordenó cerrar la puerta en la cara a la señora May, dejándola fuera de la sala, lo cual constituye una humillación pública que no puede dejar de tener consecuencias.
Reflexiones sobre la secesión en la Unión Europea
Todo estas intrigas demuestran la habilidad que los dirigentes europeos son capaces de desplegar cuando se trata de engañar a alguien. Según la imagen que proyectan, dan la impresión de ser respetuosos de las reglas de imparcialidad y de tomar decisiones colectivas cuyo único objetivo sería servir al interés general —aunque sólo los británicos refutan la noción misma de interés general.
La realidad es diferente. Algunos dirigentes europeos defienden los intereses de sus países en detrimento de todos los demás. Lo peor es, evidentemente, el chantaje que se ejerce contra el Reino Unido, tratando de obligarlo a someterse a las condiciones económicas de la UE bajo la amenaza de favorecer el resurgimiento de la guerra de independencia en Irlanda del Norte.
Ese comportamiento sólo puede conducir a un despertar de los conflictos intraeuropeos que dieron lugar a las dos guerras mundiales, conflictos que la Unión Europea había logrado disimular en su propio territorio pero que nunca llegaron a ser resueltos y que aún subsisten fuera de la UE.
Conscientes que están jugando con fuego, el presidente francés Emmanuel Macron y la canciller alemana Angela Merkel han comenzado a hablar ahora —de un día para otro— de la creación de un ejército común, que incluiría al Reino Unido. Es cierto que si las tres grandes potencias europeas crearan su propia alianza militar, el problema quedaría resuelto. Pero es imposible concretar esa alianza porque no se puede construir un ejército sin decidir antes quién será el jefe.
El autoritarismo del Estado supranacional ha alcanzado tales proporciones que fue creando otros tres frentes durante el transcurso de las negociaciones sobre el Brexit. La Comisión abrió dos procedimientos para adoptar sanciones contra Polonia y Hungría —a pedido del Parlamento Europeo—, países que están siendo acusados de violaciones sistémicas de los valores de la Unión Europea. Lo que se busca es poner a esos dos países en la misma situación que el Reino Unido: la de verse obligados a plegarse a las reglas de la UE sin participar en su adopción. Además, descontento por las reformas iniciadas en Italia, el Estado supranacional niega al gobierno italiano el derecho de dotarse de un presupuesto para aplicar su propia política.
El Mercado Común de la Comunidad Europea había permitido reconciliar a los europeos del oeste con los europeos del este y fortalecer la paz. Su sucesora, la Unión Europea, está destruyendo ese legado, dividiendo nuevamente a los europeos y enfrentándolos entre sí.
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