De creer a los medios de comunicación occidentales las fuerzas rusas estarían siendo diezmadas mientras el ejército ucraniano avanza inexorable hacia la victoria. Sin embargo, una visión más sobria de la realidad muestra una situación diferente. Rusia nunca es tan fuerte ni tan débil como parece, y en este sentido la guerra entre EE.UU. y Rusia que se libra sobre territorio ucraniano, en la que Ucrania pone los muertos y Europa el suicidio económico, puede resumirse como la guerra en que ambos bandos infravaloraron al enemigo.
El primero en infravalorar al enemigo fue Rusia. En efecto, su blitzkrieg inicial, cuyo objetivo nunca fue conquistar Ucrania sino quebrantar la voluntad de lucha ucraniana e intimidar a su gobierno para lograr una rápida capitulación, fracasó al encontrarse con una resistencia insospechada. La mayor sorpresa fue una Europa beligerante que facilitó la entrega masiva de armamento y acordó sanciones disparatadamente autolesivas. Sin duda, Putin no contaba con el suicidio de la UE (ni con el de Ucrania).
Como se deduce del escaso número de efectivos iniciales, la estrategia rusa no se centraba en consolidar ganancias territoriales sino en debilitar la capacidad ofensiva del ejército ucraniano y procurar su rendición con la menor lucha posible (Sun Tzu: «el arte supremo de la guerra es someter al enemigo sin luchar»).
Inicialmente la capitulación ucraniana probablemente implicaba no entrar en la OTAN, respetar los Acuerdos de Minsk suscritos bajo los auspicios de Francia, Alemania y la OSCE sobre la autonomía del Donbass (incumplidos por Ucrania, con el apoyo estadounidense) y aceptar como hecho consumado la incruenta anexión de Crimea por parte de Rusia. Recordemos que en los últimos 250 años Crimea siempre perteneció a Rusia y sólo pasó a Ucrania en 1954 como regalo administrativo de Kruschev dentro de la propia URSS.
Putin contaba –y quizá siga contando– con un cambio de gobierno en Ucrania. Para ello era clave distinguir entre el pueblo ucraniano y el «régimen de Kiev» y minimizar las bajas civiles de un país eslavo tildado de «hermano», evitando bombardeos indiscriminados o la destrucción de núcleos urbanos en la medida de lo posible.
Así, contrariamente a lo que afirmaron los medios occidentales, Rusia nunca entró en Ucrania a sangre y fuego ni con una estrategia de conmoción y pavor –como sí hizo EEUU en Irak y Afganistán, por ejemplo, o la propia Rusia en la segunda Guerra de Chechenia.
Incluso ahora que ha empezado a mostrar que puede destruir en pocos días una parte importante de la infraestructura civil del país (y que si no lo había hecho hasta ahora era porque no quería), Rusia ha seguido utilizando bombardeos de precisión. No lo hace por humanidad, sino por estrategia.
Si Rusia infravaloró a su adversario al comienzo del conflicto, EE.UU. ha infravalorado la capacidad de resistencia rusa a su batería de sanciones.
En efecto, las sanciones impuestas por USA (United ‘Sanctions’ of America) y por la UE, en su obediencia perruna al amo americano, no han propiciado el desplome de la economía rusa. A pesar de la ilegal congelación de sus reservas de divisas (un peligroso precedente), Rusia prevé tener una recesión de sólo el 3% del PIB, su inflación se mantiene en el 12% (inferior a la de la mitad de los países de la UE), su tasa de desempleo ronda el 4%, su déficit presupuestario previsto es del 2% del PIB con una deuda pública del 12% del PIB y el rublo sigue más alto que al comienzo de la guerra.
Estos daños pueden ser calificados de leves y el arsenal de sanciones está ya agotado: Rusia sigue vendiendo sus materias primas al resto del mundo que no ha apoyado a Occidente en este conflicto (90% de la población mundial), y las empresas rusas están comprando a precios de saldo los activos que las empresas occidentales se ven obligadas a abandonar por imperativo político.
El otro objetivo era debilitar a Putin y provocar un cambio de régimen, una especialidad tan norteamericana como la hamburguesa. Sin embargo, Putin sigue siendo enormemente popular en Rusia, donde el apoyo a la «operación miliar especial» supera el 72% aun tras la movilización. La xenófoba rusofobia puesta en marcha por Occidente parece haber servido para galvanizar dicho apoyo.
En conclusión, tanto las sanciones económicas (que han hecho mucho más daño a Europa que a Rusia) como la esperanza de que el autócrata ruso fuera defenestrado han fracasado.
¿En qué situación bélica nos encontramos ahora? Las cifras de bajas reconocidas por uno y otro bando no son fiables, y las «estimaciones» de bajas rusas provistas por las autoridades occidentales deben tomarse con escepticismo, pues se ofrecen exclusivamente a efectos propagandísticos.
Esto no es nuevo. Cuando durante la 2GM Alemania arrolló a las tropas inglesas en Yugoslavia y Grecia en 1941, los periódicos británicos quisieron atenuar el efecto de la derrota en la opinión pública dando a entender que los alemanes habían pagado un elevadísimo precio por su victoria.
Así, «calcularon» las pérdidas alemanas en más de un cuarto de millón de hombres, mientras el gobierno británico reducía la cifra a «unos 75.000». Las estadísticas mostraron posteriormente que los alemanes habían sufrido escasamente 5.000 bajas. Así de basta es la propaganda en tiempos de guerra.
Liddell Hart, Historia de la Segunda Guerra Mundial I, Caralt 2000, p. 159.
Con el mismo escepticismo tenemos que tomar la retahíla de afirmaciones grotescas de los medios: las manifestaciones masivas en Rusia contra la guerra, la extrema debilidad del ejército ruso (que contradice la también ridícula afirmación de que Rusia pretendía conquistar media Europa del Este tras Ucrania) o el cáncer y el Párkinson de un Putin desequilibrado por el aislamiento COVID. (¡un gélido coronel de la KGB perdiendo la cabeza por «aislarse» entre el Palacio del Kremlin y sus dachas!).
También entrarían en la misma categoría pueril la caracterización siempre malvada de los rusos frente a la santidad de los ucranianos, la posibilidad de usar armas químicas o nucleares, y un largo etcétera, una sarta de tonterías que, precisamente por serlo, logran el apoyo entusiasta de los periodistas.
El potencial uso de un arma nuclear «táctica», recientemente reciclado, no encaja. Antes veríamos bombardeos sistemáticos y la reducción a escombros de ciudades enteras para minar la voluntad de lucha ucraniana.
Además, los misiles nucleares no suelen tirarse justo al otro lado de la valla, es decir, al lado de tu frontera, ni contra un pueblo «hermano», ni donde están tus propias tropas. Son armas disuasorias frente a enemigos lejanos y contra ataques que supongan un peligro existencial para el país, y son mucho más útiles como amenaza que como realidad.
En Ucrania los amplios frentes obligan a dispersar las fuerzas y permiten efímeras victorias si un bando las concentra adecuadamente. Aún así, se han mostrado más o menos estables desde hace meses, con la excepción de la pírrica «contraofensiva» ucraniana en el norte, que logró ganar unos pocos kilómetros de profundidad a costa de sufrir graves pérdidas, y el repliegue de Rusia al otro lado del río Dniéper en Jersón, adelantado ya hace semanas por el nuevo comandante en jefe ruso en Ucrania, general Surovikin.
Da la sensación de que Ucrania quiere ganar la guerra de la propaganda más que la guerra en sí misma. Rusia perdió la iniciativa hace meses, pero parece haber adaptado sus objetivos tácticos a una nueva estrategia más realista. En este momento no tiene prisa y parece aceptar el trueque de perder un poco de territorio a cambio de preservar sus tropas y «triturar» (sic) metódicamente las unidades ucranianas atacantes enviadas al matadero.
Con una estrategia defensiva el ejército ruso es imbatible. Además, se acerca el invierno, que en esa zona implica máximas inferiores a los cero grados durante casi tres meses, y Rusia siempre ha tenido al general invierno de su lado. ¿Quién tiene el fuel? ¿Cómo van a afrontar los ucranianos el frío estepario?
El fracaso de la estrategia inicial rusa y su lentitud en reconocerlo son cosa del pasado. Rusia ha llamado a filas a 300.000 reservistas, aunque la cifra real sólo la saben ellos. Se ha hablado en Occidente de la lógica impopularidad de esta leva, pero ¿creen ustedes que en Ucrania los jóvenes corren a alistarse en los centros de reclutamiento? ¿Qué porcentaje de la diáspora ucraniana ha vuelto a su país para defenderlo?
Al valiente le gana el temerario; al temerario, el impredecible; y al impredecible, el implacable. Resulta imposible creer en una derrota rusa definida como una retirada a las fronteras anteriores a febrero: si el implacable Putin no puede permitirse perder, no perderá.
Rusia goza de la ventaja de la proximidad, tiene una población tres veces superior a Ucrania, está considerada la segunda potencia militar del mundo (Ucrania era la número 22), posee muchas mayores reservas que Ucrania y tiene mucha mayor motivación que su verdadero adversario, Occidente, que ya sufre el cansancio de la guerra.
Además del general invierno, Rusia también cuenta con el general inflación y con la fragilidad de las mentiras en que se ha apoyado la intervención occidental. En definitiva, Rusia es menos débil de lo que aparenta y Ucrania menos fuerte de lo que nos hacen creer. El ataque al puente de Crimea es un ejemplo de la debilidad ucraniana: no pudo atacarlo con misiles, cohetes, aviones o helicópteros, sino con un patético camión bomba.
Contemplemos por un momento un hipotético escenario alternativo. Hace tiempo que el pico de ayuda militar occidental ha quedado atrás y una parte de las armas enviadas se ha perdido en el cenagal de corrupción ucraniana para acabar en manos de delincuentes y terroristas, como ha denunciado Finlandia.
Las tropas ucranianas están exhaustas y habrían llevado todas las reservas al frente para lograr una mínima victoria que les permitiera mejorar su posición negociadora y continuar cultivando una fatua esperanza de victoria en la opinión pública occidental.
En su propio país, el gobierno ucraniano, probablemente tan corrupto como los precedentes, se encontraría entre la espada y la pared. En un lado estarían los que quieren la paz, horrorizados ante la destrucción causada por la inmoral insensatez del gobierno, peón de EEUU. En el otro estarían los fanáticos partidarios del «victoria o muerte», cuyo pasado o presente neonazi quizá explique que Israel se haya negado reiteradamente a ayudar a Ucrania.
Las nuevas tropas rusas, frescas y bajo un nuevo mando, podrían estar concentrándose para realizar una contraofensiva invernal que extenuara al ejército ucraniano doblegando su voluntad de lucha y definiendo las nuevas fronteras. Probablemente el río Dniéper marcaría la frontera en el sur (dos tercios de la región de Jersón quedan al este del Dniéper).
EE.UU. sería consciente de la posibilidad de un colapso del frente ucraniano en este escenario y estaría presionando a los ucranianos para negociar. Simultáneamente podría estar amenazando a los rusos con enviar tropas a Ucrania si su contraofensiva es demasiado exitosa.
Para justificar ante su propia opinión pública una involucración directa tan peligrosa, los norteamericanos necesitarían de un empuje propagandístico como el de Bucha.
Tienen mucha práctica, desde el hundimiento del Maine para la guerra de Cuba al incidente del Golfo de Tonkin para la de Vietnam o el «descubrimiento» de armas de destrucción masiva en Iraq.
Así cobraría sentido la denuncia preventiva de Rusia ante la ONU sobre la supuesta preparación de un atentado ucraniano de falsa bandera con una explosión con materiales radioactivos del que se culparía a Rusia con la habitual algarabía mediática.
Ignoro si éste será el estado real de las cosas, pues «el arte de la guerra se basa en el engaño» (Sun Tzu). En tiempos modernos, al engaño en la batalla se une la mentira constante de la propaganda, así que, como libertad y verdad van unidos, si queremos conservar nuestra libertad tendremos que mantener un escepticismo axiomático frente a las versiones oficiales del poder y los medios. Después del COVID, ¿aún necesitan convencerse?
No hay comentarios:
Publicar un comentario