La inmigración como punta de lanza del globalismo.

 

Hablemos sobre los migrantes. La idea de atraer migrantes no tiene una base económica, sino que es pura ideología: ideología globalista. Según esta ideología, solo hay una definición para el ser humano: el individuo. Ese es el objetivo y la norma del liberalismo. Prestemos atención: ¿Qué es un individuo? Es una realidad particular desprovista de cualquier vínculo con la especie: con la cultura, el idioma, la religión, el Estado, la etnia. Es más, el individuo no puede tener un género definido. De ahí la política de género y los matrimonios homosexuales(1). Pero eso no es todo. El individuo es capaz de elegir a qué especie pertenecer: a la humana o no, o quizás a otra cosa… Eso es el poshumanismo, defendido por el israelí Harari, el estadounidense Kurzweil o el francés Bernard-Henri Lévy.
1. Prohibido en la Federación Rusa (¡y menos mal!).

Traer migrantes al país es una forma de disolver la identidad colectiva, no solo de la población local, sino también de los migrantes. Es una estrategia para destruir cualquier identidad colectiva.

Cualquiera que defienda la migración lo hace por motivos ideológicos, no económicos. Solo se escuda en la economía o el antifascismo. Estamos ante liberales y globalistas.

El discurso sobre la migración debe trasladarse al ámbito ideológico.

¿Qué vemos en Inglaterra? Los liberales han traído al país a masas de migrantes, estos han empezado a comportarse de forma incomprensible, los locales se han indignado y las autoridades han empezado a presionar a los locales, tachándolos de «nacionalistas» y encarcelándolos. ¿Por qué? Porque Starmer es liberal. Para él, la idea es más importante que la realidad.

Pero eso es sobre ellos. Ahora hablemos de nosotros. La migración en nuestro país está supervisada por las fuerzas del orden. Y si alguno de ellos, y sabemos quién, se lanza sin pensar a defender la migración, no se trata de simple corrupción, sino de ideología.

Bastrykin(2) y el poder en general entienden que hay que dejar de lado este tema. Es una cuestión de principios. No podemos permitir que el enemigo nos involucre en sus planes.
2. Nota del traductor: Alexander Bastrykin (Александр Бастрыкин) es el jefe del Comité de Investigación de Rusia, un poderoso organismo estatal similar al FBI que depende directamente del presidente.

Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

¿Exxon regresa a Rusia? ¿Preconfiguración de un G2 energético entre los petroleros Trump y Putin?

De manera lenta, pero segura, nos dirigimos hacia un acercamiento entre Estados Unidos, Rusia y China. Esta perspectiva debería poner fin a la estrategia británica, que busca la destrucción de Rusia, y también a la estrategia estadounidense tendiente a sembrar la división entre Rusia y China. La idea de una cooperación efectiva entre los Tres Grandes corresponde a lo que Donald Trump siempre ha deseado: la formación de alianzas económicas en lugar de la lucha en guerras fratricidas. Pero ese acercamiento va a realizarse en detrimento de quienes siguen apostando por los antiguos antagonismos: la India y la Unión Europea.


A siete días de la significativa primera semana de septiembre, pareciera que se gesta la plataforma del Nuevo Orden Mundial del siglo XXI, cuyos intereses convergen con tres trascendentales cumbres:
1) Grupo de Shanghái (OSC en Tianjin)[1];
2) desfile militar en Pekín por el aniversario 80 de la Victoria contra el fascismo[2], y
3) Foro Económico Oriental en Vladivostok[3].

Como recalqué en su momento, entre los múltiples acuerdos secretos que se están destapando luego de la cumbre histórica en el estado petrolero de Alaska entre los dos presidentes petroleros Trump y Putin, The Wall Street Journal enuncia que «Exxon mantuvo charlas secretas con Rosneft para su regreso a Rusia»[4].

Según The Wall Street Journal, la «reanudación de los negocios en Rusia marcaría un acercamiento dramático después de la ruptura desordenada de Exxon con Moscú cuando Putin atacó Ucrania en 2022». Exxon no es una petrolera cualquiera, es el Imperio privado: ExxonMobil y el poder estadunidense (título del libro de Steve Coll)[5].
[5] Private Empire: ExxonMobil and American Power, Steve Coll, Penguin, 2013.

A juicio del Wall Street Journal, «lo que los dos líderes no dijeron: a puerta cerrada, las mayores empresas de energía de sus países ya habían esbozado una hoja de ruta para regresar a los negocios, explotando campos de petróleo y gas frente a la costa del lejano oriente de Rusia» y agrega que «en conversaciones secretas con la mayor empresa estatal de energía de Rusia este año, un alto ejecutivo de ExxonMobil discutió el regreso al proyecto masivo de Sajalín si los dos gobiernos daban luz verde, como parte del proceso de paz en Ucrania, dijeron personas familiarizadas con las discusiones».

No me gusta discutir con fantasmas clandestinos, pero dudo mucho que el comediante jázaro Zelenski, a punto de ser arrojado debajo del autobús, pueda detener con sus patrones europeos el notable acercamiento energético de los petroleros Trump y Putin.

Rosneft es la empresa integrada estatal rusa de hidrocarburos, cuyo mandamás es el muy poderoso Igor Sechin, íntimo de Putin e integrante del gobernante Grupo de San Petersburgo.

Como si lo anterior fuera poco, según Reuters, portavoz de la anglósfera, existe «el prospecto de la compra por Rusia del equipamiento de Estados Unidos para sus proyectos de gas LNG (gas natural licuado, por sus siglas en inglés) en el Ártico LNG 2» (¡megasic!). Además, es altamente probable que «Estados Unidos compre barcos rompehielos de Rusia»[6]. ¡Un win-win!

A propósito, Putin asentó que «Rusia discute una cooperación con Estados Unidos sobre el Ártico y Alaska» cuando «la zona ártica cuenta con grandes reservas de recursos minerales y Rusia posee tecnologías únicas que atraen a socios extranjeros»[7].

Si bien la visita del líder de la Duma rusa, Viacheslav Volodin, a Xi Jinping en Pekín valió la principal nota del Global Times[8], la presencia del presidente de Corea del Sur, Lee Jae-myung, en la Casa Blanca recibió un buen trato por los multimedia chinos cuando el presidente Trump le propuso «visitar China juntos» (¡megasic!)[9], después de que el mandatario estadounidense comentó que «en algún momento, probablemente este año o inmediatamente después viajaremos a China»[10], ya que «vamos a tener una gran relación» con Pekín.

En forma espectacular, Trump anunció que se permitirá a 600.000 (¡megasic!) estudiantes chinos en las universidades de Estados Unidos. ¡El turismo financiero universitario de China a lo que da!

La sola noticia discordante, propalada por los multimedia alemanes, es que el primer ministro de la India, Narendra Modi, ha rechazado responder 4 llamadas telefónicas de Trump[11].

A unos días de la histórica primera semana de septiembre, pareciera que convergen los intereses de las tres superpotencias del cada vez más probable Nuevo Orden Mundial tripolar del G3. ¿Se reconfigura tras bambalinas un G3 entre Rusia, China y Estados Unidos?

Fuente: Alfredo Jalife-Rahme

LA DECADENCIA DE OCCIDENTE

 

En las últimas décadas los países occidentales han tendido hacia un menor crecimiento económico, un mayor endeudamiento y una creciente desintegración familiar y social, como muestran una variedad de indicadores. Por lo tanto, la apreciación subjetiva de que vivimos una época de cierta decadencia está refrendada por la evidencia.

La pérdida de valores es patente tanto en la esfera privada como en la pública, como lo es el aumento de familias destruidas y la correspondiente disminución de felicidad individual. Asimismo, se constata una falta de cohesión social que promueve los conflictos internos, una irritación creciente ante la percepción de que el sistema no funciona y un empobrecimiento encubierto bajo las irreales estadísticas oficiales.

Por último, el Estado y su maquinaria burocrática gozan de un poder desorbitado que ha crecido de forma paralela a la tremenda disminución de la libertad personal de los ciudadanos, hoy claramente inferior a la que disfrutábamos hace cuarenta o cincuenta años (también en España).

A lo largo de una serie de cuatro artículos, que amplían el texto de una conferencia que pronuncié este verano, intentaré dar luz sobre este asunto, que suele pasarse por alto en el debate público.

Los Cinco Experimentos
¿Estamos mejor o peor que hace cincuenta años? ¿Qué está ocurriendo en Occidente? ¿Qué ha cambiado? Fundamentalmente, lo que ha cambiado es que las sociedades occidentales están llevando a cabo cinco experimentos, idea que concebí por primera vez en una charla que di en Inglaterra hace una década, pero que nunca había sido corregida ni publicada en español.

Un experimento significa probar las virtudes y propiedades de algo para ver si funciona bien o mal. El problema es que estamos llevando a cabo dichos experimentos sin ser conscientes de que se trata solamente de eso: experimentos. No estamos juzgando si funcionan bien o mal, sino que los consideramos avances axiomáticos de la civilización, es decir, «progreso», esa palabra fetiche. Sin embargo, como dijo Churchill, «por muy hermosa que sea la estrategia, de vez en cuando habrá que observar sus resultados». Eso es lo que pretendo hacer.

El primer experimento: el Estado Leviatán
El primer experimento es el Estado Gigante o Estado Leviatán, en acertada expresión del profesor Dalmacio Negro. Poca gente es consciente de hasta qué punto el tamaño del Estado que hoy tomamos como normal es una anomalía histórica.

Midamos el tamaño del Estado por las cifras de gasto público. Hasta principios del s. XIX, el gasto público en los países occidentales oscilaba entre el 5% y el 7% del PIB, y la mitad era gasto militar; a principios del s.XX el gasto público seguía siendo inferior al 10% del PIB, incluyendo los países nórdicos, hoy conocidos como paradigmas del Estado de Bienestar. Pues bien, hoy el gasto público en Europa se acerca al 50% del PIB, lo que significa que se ha multiplicado por diez en dos siglos.

Los impuestos elevadísimos: otra novedad histórica
Este gasto público se ha financiado, en primer lugar, con impuestos, arma coercitiva-extractiva del Estado cuyo componente principal son los impuestos permanentes sobre la renta. Este es también otro invento reciente que ha acompañado a la creación del Estado Leviatán. De hecho, el primer impuesto permanente no se introdujo hasta 1842 en Gran Bretaña, mientras que EEUU, Francia, Alemania y otros no lo introdujeron hasta 1913 y 1925. España no tuvo impuesto de la renta permanente hasta 1932, y Suiza no ha tenido un impuesto federal sobre la renta permanente hasta 1983. En términos históricos esto es el equivalente a ayer mismo.

Cabe destacar que, al principio, los tipos impositivos sobre la renta oscilaban entre el 1 % y el 7 % de los ingresos anuales (como fue el caso de España en 1932). Hoy en día no es raro encontrar tipos impositivos marginales sobre la renta del 50%, que se toman como «normales» (debe mencionarse que los países anglosajones tuvieron tipos marginales aún más elevados en algunos años de la segunda mitad del s.XX).

El expolio fiscal no se limita al impuesto sobre la renta, sino que se completa con una miríada de impuestos directos e indirectos a los que se aplican retenciones y fechas de pago distintas para que el nivel abusivo de fiscalidad pase desapercibido. Sumando todos ellos, a cada trabajador español los impuestos le quitan de media un 65% de lo que gana: dos de cada tres euros son robados por el Estado ante la extraña pasividad de la población (robar: «quitar o tomar para sí con violencia o fuerza lo ajeno»).

La vocación totalitaria del Estado de Bienestar
La excusa creada para justificar este expolio es el llamado Estado de Bienestar, que Peter Sloterdijk denomina «Estado Impositivo», y Gustave Thibon, de forma aún más acertada, «Estado Vampiro». Naturalmente, cualquier sociedad que aspire a llamarse civilizada tiene el deber moral de cuidar de los más débiles, de aquellos que no pueden valerse por sí mismos, ya sea de forma temporal o permanente. Sin embargo, los más débiles, por definición, son una minoría, y las minorías interesan poco al Estado de Bienestar, que es un concepto político.

El Estado de Bienestar o Estado Vampiro no persigue acabar con la pobreza, sino dar más poder a la clase política utilizando como coartada fines supuestamente benéficos. Conceptualmente, se basa en un fraude, pues promete una seguridad ficticia a cambio de algo muy real: nuestra libertad, que siempre cuenta —pobrecilla— con menos defensores de lo que parece. En efecto, libertad conlleva responsabilidad, esfuerzo, tomar decisiones, equivocarse y asumir las consecuencias, y puede llegar a dar miedo, lo que es hábilmente explotado por la clase política.

Esta naturaleza ambivalente de la libertad (atracción/rechazo) no es nueva, precisamente. El libro del Éxodo ―escrito hace 3.500 años― narra cómo el pueblo judío murmuró contra Moisés a pesar de que éste acababa de liberarles de la esclavitud: «¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos alrededor de una olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos!» (Ex 16,3). Éste era el valor de la libertad: una olla de carne y pan abundante. La naturaleza humana no ha cambiado, y los ciudadanos de los modernos Estados de Bienestar hacen exactamente el mismo trueque.

«Tú trabaja, que yo reparto», nos dicen los políticos. En efecto, el expolio se maquilla con el engañoso concepto de redistribución de la riqueza, destructor soterrado de la propiedad privada —y, por tanto, de la libertad— y que constituye otra falacia más: como dice Jouvenel, la redistribución de riqueza es en realidad una redistribución de poder, del individuo al Estado, esto es, a la clase política que lo controla. Esto explica que la vampírica clase política defienda la redistribución de la riqueza con tanto ahínco.

Decía el pensador colombiano Nicolás Gómez-Dávila que «la política sabia es el arte de vigorizar la sociedad y de debilitar el Estado». Pues bien: hemos hecho exactamente lo contrario: la política necia de debilitar a la sociedad y vigorizar al Estado.

El segundo experimento: una deuda gigantesca
Cuando los impuestos son insuficientes para alimentar la voracidad insaciable del Estado Leviatán, los políticos nos endeudan, en nuestro nombre, pero sin nuestro consentimiento. Por tanto, el segundo experimento es un endeudamiento gigantesco.

La deuda constituye un espejismo; implica consumir en el presente la riqueza del futuro; es pan para hoy y hambre para mañana, y, como nos permite vivir por encima de nuestras posibilidades, implica también una huida de la realidad.

La deuda también es injusta: la generación presente vive a costa de las generaciones futuras. Finalmente, es una adicción que sólo puede curarse a través del dolor de la abstinencia. Sin embargo, en nuestras sociedades democráticas en las que los políticos se dedican a adular a las masas, ¿quién va a votar a quien prometa dolor?

Resulta revelador, una vez más, realizar una comparación histórica. A principios del siglo XX el equilibrio presupuestario era la norma salvo en tiempos de guerra y la deuda pública oscilaba entre el 7%-10% del PIB. Hoy en varios países occidentales la deuda pública supera el 100% del PIB. Del mismo modo, hace un siglo el empleo público como porcentaje de la población activa era minúsculo, entre el 3% y el 5%. Hoy, en los países de la OCDE esta cifra es el 19%.

España es un ejemplo perfecto: en 1974 la deuda pública se situaba en torno al 7% del PIB y hoy supera el 103%, la presión fiscal era la mitad de lo que es hoy y había 800.000 funcionarios, mientras que hoy constituyen una marabunta de más de 3 millones de los que una parte son parásitos sólo se dedican a sancionar y poner trabas a la población que trabaja y produce.

El tercer experimento: la inflación real
Tras el Estado Leviatán y la deuda gigantesca, el tercer experimento es el sistema de moneda fiduciaria, por el que la moneda de cada país no tiene otro respaldo que el de la confianza en el poder político, que no me atrevería a calificar precisamente de AAA.

Bajo este sistema, instaurado en 1971 tras el final de Bretton Woods, el poder político —a través de los bancos centrales, que no son sino otra rama del poder— puede aumentar a voluntad la base monetaria e influir decisivamente en la oferta monetaria. Salvo en la China del s.XI, prácticamente no se encuentran precedentes históricos de este sistema. En efecto, en 1971 el gobierno de EEUU cortó toda ligazón del dólar con el oro concediéndose a sí mismo la potestad de imprimir billetes a voluntad para hacer frente a un gasto público descontrolado. Lo hizo, por cierto, de forma «temporal», según afirmó sin ruborizarse el secretario del Tesoro Connally para tranquilizar a los mercados, pues los políticos siempre tildan inicialmente de temporal todo impuesto o medida disparatada permanente.

Pues bien, 1971 marca el momento en que, tras hacer promesas, subir los impuestos y endeudarse hasta las cejas, y cuando ningún prestamista en su sano juicio les prestaría un solo céntimo más, los políticos occidentales decidieron que era más fácil imprimir billetes, y no han vuelto la vista atrás. Desde entonces, la vida es para ellos mucho más sencilla, y su acción mucho más perturbadora para las sociedades que lideran.

Este sistema parece inofensivo durante un tiempo, pero acaba siempre sucumbiendo a esa fuerza destructiva llamada inflación, la cual conduce a la erosión lenta pero inmisericorde de las economías domésticas causando el empobrecimiento paulatino de la población, que ve cómo sus gastos (que aumentan al ritmo de la inflación real) crecen más rápidamente que sus ingresos (que, en el mejor de los casos, aumentan al ritmo de un IPC cocinado y, por tanto, irreal)[1].
[1] A efectos simplificadores he sacrificado el rigor conceptual de que el aumento de precios es la consecuencia de la inflación monetaria.

Conclusión
Como hemos visto, los tres primeros experimentos que está llevando a cabo Occidente son el aumento desorbitado del tamaño del Estado (y de sus impuestos), un endeudamiento gigantesco y una inflación real (no publicada), provocada por el sistema monetario vigente, que carcome sigilosamente la riqueza de los ciudadanos y ante la cual estos se encuentran completamente inermes.

Estos tres experimentos son corolarios lógicos del cuarto experimento, que supone la mayor vaca sagrada de nuestros tiempos y que merece por ello un artículo propio.