Disfrute de su coche, porque a partir del 2035 lo más probable es que no pueda permitirse uno. En efecto, en nombre del dogma climático, la UE ha prohibido la venta de coches de gasolina o diésel en el 2035 con la salvedad de la carísima gasolina «sintética», como exigía Alemania.
Y yo me pregunto, ¿quién es la UE para decidir qué tipo de coche podemos tener? ¿Con qué autoridad decide esto y en qué legitimidad se basa? ¿Acaso hemos votado algo tan trascendental? Esta prohibición es una cruzada de límites que pone de manifiesto la deriva autoritaria de la UE (la nueva URSS), institución que apoyamos con convicción partiendo de una idea originalmente buena pero que se ha convertido en un monstruo fuera de control que nos está escamoteando la libertad.
Italia y Alemania, al menos, han presentado una tímida resistencia, pero España (segundo fabricante de coches de Europa) ha callado a pesar de que el sector de la automoción supone el 10% del PIB y el 18% de nuestras exportaciones y emplea a dos millones de trabajadores. Al fanatismo verde de nuestro inepto gobierno se le ha sumado la indolencia de la no-oposición, el medroso silencio de empresarios y sindicatos y la inanidad habitual de los medios de comunicación. La única voz que ha clamado en este desierto que es la sociedad civil española ha sido Repsol, por razones obvias.
El argumento esgrimido para prohibirnos qué tipos de coche podemos comprar ha sido, cómo no, la sempiterna reducción de esa demonizada fuente de vida llamada CO2. Omitiré por el momento los vehículos de combustión basados en la quimérica gasolina «sintética» para centrarme en el coche eléctrico, verdadero tótem de la religión climática.
El coche eléctrico no reduciría el CO2
Contrariamente al mantra, diversos estudios han concluido que una flota automovilística mundial 100% eléctrica reduciría bastante menos del 5% el nivel de CO2 atmosférico. Uno de los motivos es que el transporte por carretera de vehículos privados sólo supone el 10% del total de emisiones mundiales de dióxido de carbono, pero hay más. La fabricación de coches eléctricos produce mucho más CO2 que la de coches de combustión, hasta el extremo de que, antes de salir del concesionario, un coche eléctrico ya ha producido entre un 20 y un 50% más CO2 que un coche diésel o gasolina.
Adicionalmente, la electricidad que consume un coche eléctrico procede en gran medida de energías primarias que emiten CO2 (como las centrales térmicas de combustibles fósiles) o que han emitido CO2 en su fabricación (como las eólicas o fotovoltaicas), por lo que la reducción real de emisiones durante todo el ciclo productivo es mucho menor de lo que la propaganda hace creer. En efecto, el carácter «verde» del vehículo eléctrico depende de que la generación eléctrica provenga de fuentes no emisoras de CO2, algo imposible, pues la intermitencia de las ineficientes «renovables» exige necesariamente sobredimensionar el sistema con redundancias para contar con el respaldo de fuentes de energía tradicionales. Así, un coche eléctrico tendría que circular hoy cerca de 200.000 km para empezar a suponer una reducción de emisiones de CO2 respecto a vehículos diésel o gasolina con igual kilometraje[1].
Por tanto, el coche eléctrico, esa «idea equivocada de la era moderna energética», como lo describió Vaclav Smil[2], no reducirá el CO2 de forma apreciable, pero es que además posee un número de desventajas estructurales frente al vehículo de combustión interna que ya se pusieron de manifiesto en los albores de la era automovilística a principios del s. XX. Muchas de esas desventajas no dependen de la tecnología sino de las inexorables leyes de la Física, que no obedecen a la voluntad política y hacen de la imposición del coche eléctrico un completo engaño.
Las limitaciones técnicas del coche eléctrico
En primer lugar, necesita enormes cantidades de cobre (cuatro veces más que un coche de gasolina), lo que crearía una presión sobre la capacidad de producción mundial[3] de un mineral que cada vez cuesta más dinero, agua y energía extraer[4]. Por otro lado, resulta muy dudoso que haya en el planeta suficientes reservas de litio y cobalto como para poder equipar una flota automovilística mundial de vehículos eléctricos. El litio presenta graves problemas medioambientales en su producción y desecho, lo que es relevante en baterías cuya vida útil no supera los 6 años, y el cobalto conlleva serios interrogantes éticos, pues su extracción está ligada a la explotación infantil y al abuso de derechos humanos en el Congo[5], donde se concentra el 70% de la producción y el 50% de las reservas mundiales en minas fundamentalmente de propiedad china[6].
Al parecer, a la UE sólo le preocupa la dependencia energética si es de Rusia, pero no si se trata de GNL de EEUU o de cobalto chino. Así, mientras China compra petróleo y carbón a Rusia e Indonesia nosotros le compraremos baterías a los chinos.
Olvídense de viajar por carretera
Por tanto, no sólo no podrá haber coches para todos, sino que su precio será prohibitivo para una parte de la población, y aquellos que puedan permitírselo tendrán que olvidarse de ir de vacaciones en él. Efectivamente, su autonomía media ronda los 300 km o menos, dado que la ansiedad de autonomía causada por la imposibilidad de encontrar puntos de carga y de poder recargar en tiempos razonables obligará a ser prudentes sin esperar a estar «en reserva». Que 50 kg de gasolina permitan recorrer 700 kilómetros (gracias a su densidad energética) mientras que 300-500 kg de batería sólo permitan recorrer la mitad de esa distancia explica que, en libre competencia, los coches eléctricos nunca fueron elegidos por el público.
Por si fuera poco, la recarga de las baterías presenta problemas hoy en día irresolubles. La recarga doméstica dura muchas horas, por lo que, dado que quizá sólo haya un punto de carga por cada 10 plazas de garaje, usted podrá cargar su coche una vez cada diez noches por orden vecinal estricto, más o menos como en los sistemas de racionamiento de los regímenes comunistas. ¿Y cómo lo recargará quien no tenga plaza de garaje? No se sabe, pero millones de coches en nuestro país duermen en la calle.
Si estando de viaje encuentra usted alguna electrolinera le va a ser imposible recargar en un tiempo razonable. Frente a los 3 minutos de repostaje de un coche de gasolina, en un punto de recarga rápida tardará 40 minutos, y unos 15 minutos en los «ultras rápidos» (una hora de espera si hay cuatro coches por delante). Sin embargo, los ultras rápidos se utilizan sólo para promocionar el coche eléctrico y serán una rara excepción. ¿Por qué? Entre otros motivos, porque exigiría un redimensionamiento del sistema eléctrico: imaginen 2-4 puntos de carga en cada una de las casi 12.000 gasolineras que hay en nuestro país a un mínimo de 150 KW de potencia instalada por cada punto.
Además, la recarga ultra rápida podría deteriorar las baterías[7], que en condiciones óptimas tienen una vida útil teórica de sólo 150.000 km dependiendo de la temperatura exterior, del uso de aire acondicionado o velocidad constante y del régimen de recarga: como ocurre con los móviles, si recarga la batería de forma subóptima, la batería durará menos, de este modo que tendrá que elegir entre maximizar la autonomía o la vida útil de su batería, una decisión endiablada.
Finalmente, una migración eléctrica del parque automovilístico aumentaría la demanda de electricidad y exigiría un aumento de la capacidad de generación del sistema que requeriría significativos volúmenes de inversión, hecho agravado por el creciente peso de energías intermitentes e ineficientes como la fotovoltaica, que no genera electricidad de noche, y la eólica, que genera poca electricidad de noche, cuando cae el viento. Recuerden que es precisamente por la noche cuando la mayoría de los coches eléctricos de uso privado estarían recargándose.
Objetivo: acabar con la libertad y la propiedad privada
En definitiva, esta dictatorial prohibición de la UE, ajena por completo a la voluntad popular, impedirá que una parte de la población pueda tener acceso a un coche y que los que puedan hacerlo queden empobrecidos y sin poder viajar. Como a principios del s.XX, el coche privado dejará de estar al alcance de la mayoría para convertirse en un bien de lujo.
Entonces, se preguntarán ustedes, si esta prohibición es un intolerable atentado contra la libertad y un ataque contra la lógica, ¿por qué se toma? Quizá sea sólo una ocurrencia de una burocracia tan arrogante como ignorante que cree que la prohibición incentivará el descubrimiento de mágicas tecnologías, aunque a lo largo de la Historia no haya un solo precedente de ello. O quizá lo hagan simplemente al albur de la ideología, de la corrección política o de la indebida influencia de esos lobbies que corretean por las esquinas más oscuras de Bruselas cuando cae el sol.
Pero existe la posibilidad de que hayan impulsado esta propuesta siendo perfectamente conscientes de sus consecuencias con el objetivo final de prohibir de facto el coche privado, símbolo por antonomasia de la libertad de movimiento y de la propiedad privada. Sería el primer ejemplo del «no tendrás nada y serás feliz» de Davos, el titiritero de la UE, y se ligará a la siniestra iniciativa de las ciudades de 15 minutos, que es lo que se tarda en recorrer un campo de concentración. Si creen que esto es exagerado, vean a qué aspiran los chamanes climáticos de nuestro gobierno:
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