Desde Wuhan, una epidemia de mentiras

 

Hace pocos días el director del FBI afirmó que «muy probablemente» el origen de la plandemia había sido un escape accidental de laboratorio en Wuhan[1], sumándose así a diversos informes que han ido aflorando recientemente y al informe eminentemente científico del Senado de EE.UU., publicado en octubre de 2022, que descartaba la teoría de un origen zoonótico natural y espontáneo[2].

Aunque probablemente el momento elegido para estas tibias iniciativas esté relacionado con la situación geopolítica actual y que por ahora carezcan del énfasis que merece la responsabilidad por la muerte de millones de personas, estamos ante un cambio de relato radical, pues durante la plandemia los medios de comunicación negaron y censuraron la teoría de un escape de laboratorio, aunque prestigiosas publicaciones médicas como el BMJ lo consideraban verosímil[3]. Dado que el único objeto de la censura es ocultar la verdad, de por sí éste era ya un indicio revelador, pero hay más.

El origen extremadamente probable de la plandemia
Como es bien sabido, en Wuhan existían dos laboratorios biológicos de seguridad y se sabía que al menos uno de ellos estaba trabajando con el mismo tipo de coronavirus que el SARS-CoV-2[4]. Como es obvio, la probabilidad a priori de que, de todas las ciudades del mundo, el virus emergiera precisamente en una ciudad donde existían dichos laboratorios sin que estos tuvieran nada que ver es ridículamente baja. Si se produce un vertido tóxico al lado de una fábrica de productos químicos, ¿de quién sospechamos?

En segundo lugar, la eficiencia con la que el SARS-CoV-2 se unía a los receptores ACE2 y la elevada contagiosidad del covid entre humanos encajaba mal con un origen zoonótico espontáneo. Existen escasos precedentes históricos de grandes pandemias de origen zoonótico procedente de mamíferos en el que el vector de transmisión no haya sido un insecto y la probabilidad de que una enfermedad pase de forma natural de mamífero a humano y se convierta en altamente contagiosa entre humanos es muy baja. Asimismo, la evidencia genética del coronavirus no mostraba que hubiera circulado por otros animales que no fueran seres humanos.

Por último, tres años después no se ha encontrado el animal origen del SARS-CoV-2 ni el grupo de animales contagiados que hiciera de reservorio de la enfermedad. Si ellos fueron el origen de la epidemia, ¿dónde están esos animales enfermos? Tampoco han seguido contagiando a humanos: ¿sólo los contagiaron una vez y sólo en Wuhan? La realidad es que no hay evidencia científica alguna que apoye la a priori muy improbable teoría del origen natural de la epidemia.

Los interesados en ocultar la teoría del escape biológico
El interés de la dictadura comunista china en ocultar un potencial escape biológico es evidente, pero ¿qué interés ha tenido la burocracia de EE.UU. en contribuir a tal ocultación hasta ahora? Existen tres motivos. El primero era un motivo político: Trump había acusado a China y el establishment norteamericano estaba juramentado para desacreditarle en todo lo que dijera, aunque fuera verdad[5].

El segundo motivo es que existía la preocupación de que culpar de la plandemia a un accidente biológico en un laboratorio gubernamental pusiera en riesgo los programas biológicos que todas las potencias —incluido EE.UU.— tienen en distintas partes del globo.

Pero el motivo más relevante es que conocidas instituciones de salud norteamericanas dirigidas por conocidos científicos y burócratas habían financiado parte de los experimentos en Wuhan debido a la prohibición legal de realizarlos en territorio estadounidense.

El intento de encubrimiento involucró a la corrupta OMS, que casualmente eligió a uno de estos científicos para unirse al equipo enviado a Wuhan «para investigar» el origen de la plandemia y aseverar, naturalmente, que los chinos nada habían tenido que ver[6], al fáustico Dr. Fauci[7], y a 27 científicos que publicaron una carta en The Lancet tildando de «teoría conspiratoria» la posibilidad de un escape de laboratorio. El escándalo fue mayúsculo, pues pronto se supo que 26 de los 27 tenían vínculos directos o indirectos con el propio laboratorio de Wuhan o sus financiadores[8].

Algunos creen que el escape no fue accidental y que la epidemia fue provocada. Sin embargo, si el gobierno chino hubiera querido desatar una epidemia nunca lo habría hecho en su propio territorio y mucho menos en una ciudad con laboratorios biológicos. Es más, aquellos que defienden que la epidemia fue provocada se verían obligados en pura lógica a mirar hacia algún adversario de China, como EE.UU. Lo considero muy improbable.

Que el escape fuera accidental no exime al gobierno chino de responsabilidad ante la negligencia y ante algo mucho peor: su opacidad inicial, plagada de ocultaciones (consustanciales a un régimen comunista) y la exportación del virus al resto del mundo, de la que existen indicios de dolo al no prohibir presuntamente los vuelos internacionales una vez había prohibido los nacionales[9].

Si no hemos vivido una pandemia natural sino un accidente de laboratorio a lo Chernóbil con uno o varios escapes a lo largo del otoño del 2019, el relato sobre el covid cambia. Entre otras cosas, la psicosis sobre una futura epidemia se reduce considerablemente y Bill Gates queda en entredicho como sedicente profeta de pandemias y consejero sobre cómo prevenirlas. ¿Por qué no propone impedir que los yonquis del poder, sus científicos arrogantes y las vampíricas empresas farmacéuticas sigan jugando al peligroso juego de la manipulación genética de patógenos con fines bélicos o lucrativos?

Confinamientos, mascarillas e inmunidad natural: una epidemia de mentiras
«Pues no hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz.» (Lc 8,16-18). Con el paso del tiempo el Himalaya de falsedades que ha rodeado la epidemia del covid está saliendo a la luz. Este aluvión de mentiras cimentó un programa de manipulación de masas sin precedentes para crear la histeria colectiva necesaria para lograr que la población aceptara mansamente una claustrofóbica dictadura sanitaria.

La implantación de los ilegales confinamientos («dos semanas para aplanar la curva», ¿recuerdan?) no sirvió para nada salvo para arruinar mental y económicamente a millones de personas.

Las mascarillas, primero denostadas y luego histéricamente impuestas, nunca dejaron de ser una completa farsa, una superstición, un símbolo de sumisión y un negocio para los comisionistas de turno. Ningún plan de epidemias previo contemplaba su uso y no existía evidencia sobre su utilidad para el público en general, pero ha sido un reciente estudio Cochrane (máxima fiabilidad estadística) el que ha dado la puntilla a la creencia de que las mascarillas valgan para prevenir la transmisión de virus como la gripe o el SARS-CoV-2. En efecto, su conclusión es que el uso comunitario de mascarillas quirúrgicas supone «poca o ninguna diferencia en el desenlace de gripe/SARS‐CoV‐2 confirmada en laboratorio en comparación con no utilizarla», y que «las mascarillas N95 (FFP2) no implican diferencias claras en comparación con el uso de mascarillas medico/quirúrgicas (…)[10]».

Si las mascarillas quirúrgicas y FFP2 no servían para impedir el contagio y la transmisión del virus (como evidencia que dos años de obligatoriedad no impidieran que éste circulara a voluntad), imaginen cómo nos tomaron el pelo con las mascarillas de tela. En España, tras torturar a los niños en colegios transformados en campos de concentración, la tomadura de pelo continuó en el transporte público y continúa aún en hospitales y farmacias.

La campaña de terror mediática también hizo creer que toda la población estaba expuesta a idéntico riesgo cuando se sabía que estadísticamente la enfermedad sólo revestía peligro para personas mayores y para quienes sufrían comorbilidades muy específicas. A pesar de que esta evidencia era conocida desde principios de 2020, Gates tuvo la desfachatez de afirmar en 2022 que «[al principio] no entendíamos que el covid tenía una letalidad bastante baja y que sobre todo afectaba a los ancianos, de modo similar a la gripe, aunque algo diferente[11]». Los adultos sanos y, sobre todo, los jóvenes, adolescentes y niños, nunca corrieron un grave riesgo, pero este dato se ocultó para mantener a la población aterrorizada y maximizar el lucro del escandaloso programa de vacunación universal.

Asimismo, el contubernio político-mediático-farmacéutico negó el poder de la inmunización natural y exigió a quienes habían pasado la enfermedad que se vacunaran igualmente. La literatura médica y una robusta evidencia científica decían que esto era un disparate, y así lo denuncié desde el principio. Tres años después, un macro estudio financiado por la Fundación Gates concluye que la inmunización natural otorgaba una protección «igual o superior» a la de las vacunas, «muy elevada y duradera» contra la reinfección y gravedad para las variantes anteriores a ómicron y algo menor contra la reinfección, pero igualmente potente contra la gravedad, con ómicron[12]. La realidad es que la inmunización natural de virus respiratorios, que excita la producción de anticuerpos IgA en las mucosas y la inmunidad celular (células T), es siempre superior a la provista por vacunas sistémicas como las del covid.

Terapias genéticas y «vacunas» ineficaces e inseguras
Finalmente topamos con las terapias genéticas o «vacunas» covid imprudentemente aprobadas e impuestas a toda la población sin que cumplieran con los requisitos exigidos a toda vacuna: necesidad (criterio incumplido salvo para la población de riesgo), eficacia y seguridad. Incluso crearon un pasaporte sanitario para forzar la vacunación de los renuentes a pesar de que las «vacunas» nunca fueron concebidas para impedir la transmisión (como reconoció la propia Pfizer), de modo que la meta del 70% de inmunidad de rebaño no dejó de ser otra quimera para vender más vacunas. El fracaso de las vacunas antigripales, que «60 años después de su introducción no han logrado nada para prevenir la infección», es un ejemplo de que «ninguno de los virus respiratorios en mucosas ha sido efectivamente controlado por ninguna vacuna[13]». Esto se sabía desde un principio, pero se ocultó.

En la edición de Davos de 2022 el propio Gates reconoció que las vacunas covid «no tienen un efecto demasiado duradero y no son buenas bloqueando la transmisión», con lo que se preguntaba «qué sentido tenía» comprobar si las personas estaban vacunadas[14]. Irónicamente, en Davos la organización exigía prueba de triple vacunación[15].

Las «vacunas» no sólo han resultado ineficaces e innecesarias para la inmensa mayoría de la población para la que el covid era estadísticamente leve (como se sabía, repito, desde 2020), sino que han provocado unos efectos adversos sin precedentes que explicaría el actual exceso de mortalidad cardiovascular y una multitud de bien documentados efectos isquémicos, inmunitarios, oculares, neuropáticos, herpes, menstruales, de fertilidad masculina e incluso cancerígenos[16].

¿Quién asumirá la responsabilidad?
Ante tanta acumulación de evidencias, ¿qué responsabilidad asumirán los políticos y las autoridades «sanitarias» que nos encerraron ilegalmente impidiéndonos circular con libertad, que abandonaron a nuestros mayores y los condenaron a morir solos, que nos obligaron a pasear como presos dos horas al día, a llevar mascarilla en el campo y a sentar familias separadas en restaurantes, que incitaron al odio hacia los no vacunados y nos empujaron mediante el pasaporte sanitario a inyectarnos unas terapias genéticas experimentales, ineficaces y poco seguras?

¿Qué responsabilidad asumirán los periodistas ignorantes y sin escrúpulos que aterrorizaron a la población durante dos años mintiendo constantemente, ocultando la realidad de las mal llamadas «vacunas» como si fueran agentes de ventas de la industria farmacéutica, animando escandalosamente a inyectarse a jóvenes, embarazadas y niños y censurando a quienes aportaban datos científicos mientras los estigmatizaban calumniándolos hipócritamente como «negacionistas»?

¿Qué responsabilidad asumirán las turbias agencias del medicamento que parecen controladas por las grandes empresas farmacéuticas y aprobaron con enorme negligencia[17] unos productos ineficaces e inseguros mientras boicoteaban todo tratamiento terapéutico? ¿Y los colegios de médicos que amenazaron y persiguieron a los pocos facultativos que osaban levantar su voz para protestar ante tanto atropello acientífico?

¿Qué responsabilidad asumirán tantos médicos de especialidades de todo tipo que incitaron a sus pacientes a vacunarse indiscriminadamente sin distinción de edad o circunstancias y ahora callan los efectos secundarios que ven de primera mano, que aceptaron como obedientes funcionarios las consignas de las «autoridades» sin pensar por sí mismos y sin leer un solo estudio científico sobre el covid mientras pontificaban desde su ignorancia abusando de la autoridad de la bata blanca?

¿Y qué decir de aquellos «expertos» entrevistados en los medios que no paraban de repetir necedades políticamente correctas atraídos por el brillo de un protagonismo efímero y que ahora han vuelto a la sombra de la que nunca debieron salir?

Contrasten estas actuaciones con la de los pocos médicos que tuvieron el enorme coraje de poner en peligro su carrera para defender la verdad científica o la de aquellos que no tenían tiempo de dar su opinión porque estaban ocupados tratando desesperadamente de salvar vidas en aquella traumática primavera de 2020. O la de aquellos ciudadanos, por cierto, que resistieron heroicamente la presión e histeria de las masas y decidieron no vacunarse en ejercicio de su libertad.

¿Qué lecciones debemos sacar de este enorme fraude?
La experiencia del Himalaya de falsedades que hemos vivido debería enseñarnos a desconfiar axiomáticamente del contubernio político-mediático-farmacéutico, de las «autoridades» políticas o sanitarias, pues son la misma cosa, y de la enorme corrupción que engloba a la industria farmacéutica y el amplio campo de voluntades que puede comprar.

De modo más profundo, lo que hemos vivido es un colosal fracaso del cientificismo que propugna la omnipotencia del hombre y «La Ciencia», el mismo que despreciaba nuestro maravilloso sistema inmunológico natural mientras ponía su fe en una chapuza de «vacunas», y cuyas ínfulas no son más que un despliegue de soberbia.

Pero lo más importante que debemos aprender es que quienes han aprovechado un accidente de laboratorio para poner en marcha un experimento totalitario creen haber creado un precedente y aspiran a lograr el atajo hacia un gobierno global mediante una dictadura sanitaria global. Ésta es la función del Tratado de Pandemias que la OMS (cofinanciada por la Fundación Gates) quiere aprobar antes de que el senil Darth Biden abandone el poder.

Este tratado otorgaría potestad absoluta a la OMS en caso de emergencia sanitaria e incentivaría estados de pandemia permanente. No olviden que la OMS[18] modificó la definición de pandemia para que incluyera cualquier enfermedad contagiosa, aunque fuera un virus conocido y estadísticamente leve[19], que aprovechó la insignificante viruela «del mono», que ya nadie recuerda, para declarar una «emergencia sanitaria internacional[20]» y que tres años después aún mantiene vigente la declaración de pandemia con el covid. Ésta es una amenaza real para nuestra salud y libertad. Tómenla en serio.

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