¿GUERRA ECONÓMICA O «GUERRA ABSOLUTA»?

Basándose en la Estrategia de Seguridad Nacional de Donald Trump, Jean-Claude Paye aborda nuevamente la articulación de las políticas económica y militar de la Casa Blanca. El autor analiza la oposición entre dos paradigmas económicos: uno de ellos promueve la globalización del capital y cuenta con el apoyo del Partido Demócrata, el otro opta por la industrialización de Estados Unidos y es el que Donald Trump está tratando de aplicar, con apoyo de un sector de los republicanos. El primer paradigma conlleva a eliminar todo obstáculo recurriendo a la guerra. El segundo utiliza la amenaza de guerra para reequilibrar los intercambios en función de un punto de vista nacional.

En 2001, afirmando que se trataba de responder a los atentados del 11 de septiembre, el presidente George W. Bush inicia una «larga guerra» contra el «Medio Oriente ampliado». Esa guerra prosigue hoy ―17 años después― en Siria y en Yemen. Su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, teoriza el concepto de guerra total, principalmente aboliendo la distinción entre «civiles» y «militares».

En nuestro texto anterior, «Imperialismo contra ultramperialismo», sosteníamos que, al desindustrializar el país, el superimperialismo estadounidense había debilitado el poderío de Estados Unidos como nación. El proyecto inicial de la administración Trump era proceder a una reconstrucción económica sobre una base proteccionista.

Dos bandos se enfrentan, el bando portador de una renovación económica de Estados Unidos y el que favorece una conflictividad militar cada vez más abierta, opción que parece impulsada principalmente por el Partido Demócrata. La lucha entre los demócratas y la mayoría de los republicanos puede interpretarse entonces como un conflicto entre dos tendencias del capitalismo estadounidense, la tendencia portadora de la globalización del capital y la que predica una reactivación del desarrollo industrial en un país en declive económico.

Para la administración Trump es prioritario el restablecimiento de la competitividad de la economía estadounidense. La voluntad de esta administración de instalar un nuevo proteccionismo debe verse como un acto político, como una ruptura en el proceso de globalización del capital, o sea como una decisión de excepción, en el sentido que explicó Carl Schmitt: «es soberano quien decide la situación excepcional». En este caso, la decisión aparece como un intento de romper con la norma de la transnacionalización del capital, como un acto de restablecimiento de la soberanía nacional estadounidense ante la estructura imperial organizada alrededor de Estados Unidos.

Carl Schmitt en una fotografía de grupo con compañeros de clase (1904)

Regreso de lo político
El intento de la administración Trump se plantea como una excepción ante la globalización del capitalismo. Se muestra como un intento de restablecer el predominio de lo político, por haber quedado demostrado que Estados Unidos ya no es la superpotencia económica y militar cuyos intereses se confunden con la internacionalización del capital.

El regreso de lo político se traduce primeramente en la voluntad de aplicar una política económica nacional, de fortalecer la actividad en territorio estadounidense gracias a una reforma fiscal destinada a reinstaurar los términos del intercambio entre Estados Unidos y sus competidores. Actualmente, esos términos se han degradado netamente en contra de Estados Unidos. El déficit comercial global de Estados Unidos llegó a 12,1% y se eleva a 566.000 millones de dólares. Al sustraer el excedente que el país obtiene en los servicios, para concentrarnos únicamente en los intercambios de bienes, el saldo negativo alcanza incluso 796.100 millones de dólares. Por supuesto, el déficit más impresionante se registra en el intercambio con China: en 2017 alcanzó el nivel record de 375.200 millones de dólares, sólo en bienes.

La lucha contra el déficit del comercio exterior sigue siendo un tema central en la política económica de la administración estadounidense.

Al haber rechazado el Congreso su reforma económica fundamental, la Border-adjustment tax, que debía promover una reactivación económica mediante una política proteccionista, la administración trata de reequilibrar los intercambios caso por caso, mediante acciones bilaterales, presionando a sus diferentes socios económicos, principalmente a China, para que reduzcan sus exportaciones hacia Estados Unidos y aumenten sus importaciones de mercancías estadounidenses. Para lograrlo, acaban de realizarse importantes negociaciones. El 20 de mayo, Washington y Pekín anunciaron un acuerdo destinado a reducir significativamente el déficit comercial de Estados Unidos en relación con China. La administración Trump reclamaba una reducción de 200.000 millones de dólares del excedente comercial chino y una fuerte reducción de los derechos de aduana. Trump había amenazado con imponer derechos de aduana por 150.000 millones de dólares a las importaciones de productos chinos y China tenía intenciones de responder gravando las exportaciones estadounidenses, principalmente la soja y el sector de la aeronáutica.

Oposición estratégica entre demócratas y republicanos
Globalmente, la oposición entre la mayoría del Partido Republicano y los demócratas reside en el antagonismo de dos visiones estratégicas diferentes, tanto en el plano económico como en el militar. Ambos aspectos están íntimamente vinculados.

Para la administración Trump la rectificación económica es un tema central. La cuestión militar se plantea en términos de respaldo a una política económica proteccionista, como momento táctico de una estrategia de desarrollo económico. Esta táctica consiste en desarrollar conflictos locales, destinados a frenar el desarrollo de las naciones competidoras, y a hacer fracasar proyectos globales contrarios a la estructura imperial estadounidense, como —por ejemplo— el de la Ruta de la Seda, una serie de «corredores» ferroviarios y marítimos que conectarían China con Europa, un proyecto que contaría con la participación de Rusia.

En esta táctica de la administración Trump, los niveles económico y militar están estrechamente vinculados, pero —al contrario de la posición de los demócratas— no se mezclan. La finalidad económica no se confunde con los medios militares desplegados. El redespliegue económico de la nación estadounidense es, en este caso, la condición que permite evitar, o al menos posponer, un conflicto global. La posibilidad de desencadenar una guerra total se convierte en un medio de presión destinado a imponer las nuevas condiciones estadounidenses de los términos del intercambio con los socios económicos. La alternativa que se ofrece a los competidores es permitir a Estados Unidos reconstituir sus capacidades ofensivas al nivel de las fuerzas productivas o verse implicado rápidamente en una guerra total.

La distinción, entre objetivos y medios, entre presente y futuro, desaparece en la acción de los demócratas. Esta mezcla los momentos estratégico y táctico. La fusión de esos dos aspectos es característica de la «guerra absoluta», de una guerra carente de todo control político, que obedece sólo a sus propias leyes, las del «ascenso a los extremos».

El 18 de febrero de 1943, Josef Goebbels proclama la «guerra total», en el Palacio de Deportes de Berlín. Ante los reveses militares, como la derrota de Estalingrado, todas las fuerzas de la nación alemana, sin excepción alguna, deben ponerse en función de derrotar el bolchevismo, portador de la dictadura judía.

¿Hacia una guerra «absoluta»?
La capacidad del Partido Demócrata para bloquear un redespegue interno en Estados Unidos tiene por consecuencia que si Estados Unidos renuncia a desarrollarse le quedaría como único objetivo el de impedir por todos los medios —incluyendo la guerra— que sus competidores y adversarios puedan hacerlo. Sin embargo, el escenario ya no es el de las guerras limitadas de los tiempos de Bush o de Obama, o sea el de una agresión contra potencias medias ya debilitadas —como Iraq— sino más bien el de la «guerra total», tal como la concibió el teórico alemán Carl Schmitt, o sea el de un conflicto que provoca una completa movilización de los recursos económicos y sociales del país, como los conflictos que abarcaron los periodos de 1914-1918 y de 1940-1945.

Pero la guerra total, debido a la existencia del arma nuclear, puede adquirir ahora una nueva dimensión, que corresponde a la noción —desarrollada por Clausewitz de «guerra absoluta».

Carl von Clausewitz en un cuadro de Karl Wilhelm Wach

Según Clausewitz, la «guerra absoluta» es la guerra conforme a su concepto. Es la voluntad abstracta de destruir al enemigo, mientras que la «guerra real» es la lucha en su realización concreta y su utilización limitada de la violencia. Clausewitz oponía esas dos nociones ya que el «ascenso a los extremos», característico de la guerra absoluta, no podía pasar de ser una idea abstracta, utilizada como referencia para evaluar las guerras concretas. En el marco de un conflicto nuclear, la guerra real se hace conforme a su concepto. La «guerra absoluta» abandona su estatus de abstracción normativa para convertirse en una realidad concreta.

De esa manera, como categoría de una sociedad capitalista desarrollada, la abstracción de la guerra absoluta funciona concretamente, se transforma en una «abstracción real», o sea una abstracción que ya no pertenece sólo al proceso de pensamiento sino que resulta también del proceso real de la sociedad capitalista.

La «guerra absoluta» como «abstracción real»
Como señala el fenomenólogo marxista italiano Enzo Paci,
«la característica fundamental del capitalismo… reside en su tendencia a hacer existir categorías abstractas como categorías concretas».
 Es por eso que, en 1857, Marx ya escribía en sus Grundrisse (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política) que
«las abstracciones más generales no nacen más que con el desarrollo concreto más rico».
Ese proceso de abstracción de lo real existe no sólo a través de las categorías de la «crítica de la economía política», tal y como las desarrolló Marx, como la de «trabajo abstracto» sino que trata sobre el conjunto de la evolución de la sociedad capitalista. La noción de «guerra absoluta» sale así, a través de las relaciones políticas y sociales contemporáneas, del terreno de la abstracción única del pensamiento para convertirse también en una categoría que adquiere una existencia real. Deja de tener sólo una función de horizonte teórico, como «concreción de pensamiento», para convertirse en un real concreto. La guerra absoluta deja de ser entonces un simple horizonte, un límite conceptual, para convertirse en un modo de existencia, en una forma posible, efectiva, de la hostilidad entre las naciones.

En un artículo de 1937, titulado «Enemigo total, guerra total y Estado total», Carl Schmitt ya sugiere que las evoluciones técnicas y políticas contemporáneas identifiquen la realidad de la guerra con la idea misma de la hostilidad. Esa identificación conduce a un ascenso de los antagonismos y culmina en el «impulso hacia el extremo» de la violencia. Eso quiere decir implícitamente que la «guerra real» entra entonces en conformidad con su concepto, que la «guerra absoluta» sale de su estatus de abstracción normativa para concretarse bajo la forma de «guerra total».

En ese momento se invierte la relación entre la guerra y la política. La guerra deja de ser, como explicaba Clausewitz, caracterizando con ello su propia época histórica, la más alta forma de la política y su culminación momentánea. Al convertirse en guerra absoluta, la guerra total escapa a todo cálculo político y al control del Estado. Ya no se somete más que a su propia lógica, «obedece sólo a su propia gramática», la del impulso hacia los extremos. O sea, después de iniciada, la guerra nuclear escapa al punto final que la decisión política pudiese ponerle, exactamente de la misma manera como la globalización del capital escapa al control del Estado nacional, de las organizaciones supranacionales y más generalmente a toda forma de regulación.

Para Donald Trump, las fuerzas armadas de Estados Unidos no están ahí para acabar con los Estados que —por decisión propia o por necesidad— optan por no participar en la globalización del capital. Estima que están más bien para amenazar a cualquier potencia que frene la reindustrialización estadounidense.

¿De la «guerra contra el terrorismo» a la «guerra absoluta»?
El 19 de enero de 2018, hablando en la Universidad Johns Hopkins, en Maryland, el secretario de Defensa de la administración Trump, James Mattis, reveló una nueva estrategia de defensa nacional basada en la posibilidad de un enfrentamiento militar directo entre Estados Unidos, Rusia y China. Mattis señaló que se trataba de un cambio histórico en relación con la estrategia en vigor desde hace más de 2 décadas, la estrategia de la guerra contra el terrorismo. Y precisó:
«La competencia entre las grandes potencias —no el terrorismo— es ahora el principal objetivo de la seguridad nacional estadounidense.»
Se entregó a la prensa un documento desclasificado de 11 páginas, donde se describe la Estrategia de Defensa Nacional en términos generales. Pero el Congreso recibió una versión confidencial, más larga, de ese documento, versión que incluye las proposiciones detalladas del Pentágono para un incremento masivo de los gastos militares. La Casa Blanca pide un incremento de 54.000 millones de dólares para el presupuesto militar y lo justifica con el hecho que «hoy estamos en un periodo de atrofia estratégica, conscientes del hecho que nuestra ventaja militar competitiva se ha desgastado». El documento prosigue de la siguiente manera: «La modernización de la fuerza de ataque nuclear implica el desarrollo de opciones capaces de contrarrestar las estrategias coercitivas de los competidores, basadas en la amenaza de recurrir a ataques estratégicos nucleares o no nucleares».

Para la administración Trump ha terminado la posguerra fría. Han quedado atrás los tiempos en que Estados Unidos podía desplegar sus fuerzas cuando quería, intervenir como quería. «Actualmente, todos los sectores están en disputa: el cielo, la tierra, el mar, el espacio y el ciberespacio».

«Guerra absoluta» o guerra económica
La posibilidad de una guerra de Estados Unidos contra Rusia y China, o sea del desencadenamiento de una guerra absoluta, es parte de las hipótesis estratégicas, tanto en la administración estadounidense como entre los analistas rusos y chinos. Esa facultad aparece como la matriz que subyace y hace legible la política exterior y las operaciones militares de esos países —por ejemplo, la extrema prudencia de Rusia, una contención que puede parecer indecisión o renuncia, en relación con las provocaciones estadounidenses en Siria. La dificultad de la posición rusa no procede tanto de sus propias divisiones internas, de la correlación de fuerzas entre la tendencia globalista y la tendencia nacionalista dentro de ese país, como de las divisiones internas existentes en Estados Unidos, una que es favorable a la guerra económica mientras que la otra puede llevar a la guerra nuclear. La articulación entre amenazas militares y nuevas negociaciones económicas son realmente dos aspectos de la nueva «política de defensa» estadounidense.

Sin embargo, Elbridge A. Colby, asistente del secretario de Defensa, ha afirmado que a pesar de que el discurso de Mattis subraya claramente la rivalidad con China y Rusia, la administración Trump quiere «seguir buscando zonas de cooperación con esas naciones». Colby decía:

«No se trata de una confrontación. Es una forma estratégica de reconocer la realidad de la competencia y la importancia del hecho que las cercas correctas mantienen la amistad».

Esa política, que predica el restablecimiento de fronteras, contradice frontalmente la visión imperial estadounidense. Muy bien resumida por el Washington Post, esa visión imperial plantea una alternativa: el mantenimiento de un Imperio estadounidense «garante de la paz mundial» o la guerra total.

Esta visión se opone al restablecimiento de hegemonías regionales, o sea al regreso a un mundo multipolar cuyo resultado —según dicen— «sería la próxima guerra mundial».

Fuente: http://www.voltairenet.org/article201435.html

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