EL DECLIVE DE LA RAZÓN EN OCCIDENTE

 

Hace muchos años preguntaron al Premio Nobel Albert Schweitzer en una entrevista: «Doctor, ¿qué le ocurre al hombre de hoy?» Tras meditar unos segundos, Schweitzer respondió: «El hombre de hoy simplemente no piensa». Si ésta era la respuesta hace décadas, me pregunto cómo sería hoy cuando el móvil ha reducido nuestra capacidad de atención al nivel de un simio.

¿Qué es pensar? Pensar es formar y combinar ideas en la mente tras atenta reflexión. ¿Pensamos antes de actuar o de emitir un juicio o nos limitamos a imitar a otros? Porque saber en tiempo real todo lo que acontece o repetir como un papagayo lo que oímos de otros no es pensar. Como escribe el gran pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila, «en un siglo donde los medios de publicidad divulgan infinitas tonterías, el hombre culto no se define por lo que sabe sino por lo que ignora».

Pensar exige detenimiento, atención, tiempo y esfuerzo. Cotorrear, sin embargo, no exige nada de eso, motivo por el que es una actividad más popular. Pero pensar tiene otro atributo adicional: es el escudo que protege nuestra libertad.

Por este motivo, los yonquis del poder intentan disuadir al hombre para que no piense por sí mismo, pues no quieren individuos pensantes sino clones obedientes, al igual que no desean hombres libres e independientes sino hombres-masa, dependientes y controlables.

Para lograrlo, lo primero que hacen es enardecer sus pasiones, puesto que éstas dificultan pensar, y les inclinan hacia el vicio, que siempre esclaviza (del mismo modo que la virtud libera). En efecto, raro es que un político proponga a los votantes sacrificio, generosidad, esfuerzo, responsabilidad, cumplir con la palabra dada, veracidad o respeto a quien opina diferente.

Más bien les enseñará a temer (y, por tanto, a detestar) al adversario político, fomentará la envidia y la codicia de los bienes ajenos (bajo la coartada de la «solidaridad») y prometerá fantasías como vivir sin trabajar (o sea, del trabajo de otros) evitando asumir ninguna responsabilidad, que asumirá el Estado Leviatán, carcelero benevolente. Por ello, en palabras de Gómez Dávila, «aun sin querer la tiranía, el pueblo quiere fines que la implican».

Por lo tanto, el sistema de incentivos perverso de las elecciones en las democracias «del Bienestar» conlleva el paulatino debilitamiento moral del individuo y, como moral y libertad son conceptos indisolublemente ligados, la pérdida de moral conduce a la servidumbre.

El poder del miedo
Los yonquis del poder conocen un atajo para lograr que el hombre deje de pensar, se deje dominar por las pasiones y acepte la servidumbre. Se trata del miedo.

El miedo puede ser una táctica de control para dirigir nuestras pasiones (generalmente la ira) hacia terceros: se crea un miedo, real o ficticio; se señala un culpable, real o inventado; y «los salvadores» se postulan para protegernos y devolvernos nuestra seguridad a cambio de entregarles nuestra libertad. Miedo y libertad, por tanto, acaban siendo incompatibles.

Pero el miedo también puede ser utilizado para doblegar voluntades de forma más directa. No olviden que el poder se define como la capacidad de modificar la situación de otra persona mediante la administración de premios y castigos, esto es, de someter la voluntad de los demás.

Un modo de lograrlo es intimidar mediante la presión de grupo. ¿Cómo funciona? Por un lado, confunde adrede la verdad con la opinión de la mayoría, confusión facilitada por la ficción democrática. Como animal gregario y social que es, el hombre cree que si toda la manada se dirige hacia un lugar allí debe haber comida y agua (aunque sea un despeñadero). No es estrictamente necesario que la mayoría real piense de un modo; basta con que el individuo así lo crea, y esto lo logran los yonquis del poder a través del martilleo mediático.

Asimismo, esa misma naturaleza social mueve al ser humano a temer ir contracorriente y arriesgarse a ser estigmatizado y condenado al ostracismo, pues la soledad le asusta y frecuentemente construye su opinión sobre sí mismo en función del aplauso ajeno.

No olviden que enfrentarse a la masa requiere mucho valor. Como nos recuerda Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, «han existido hombres capaces de resistir a los más poderosos monarcas y de negarse a someterse ante ellos, pero ha habido pocos que resistieran a la multitud, que permanecieran solos ante las masas manipuladas atreviéndose a decir no cuando se le exigía un sí».

El último instrumento de manipulación que quiero comentar es el abuso del principio de autoridad. Antaño la autoridad podía ser política, militar o religiosa, pero dado el descrédito de la política, la preterición de lo militar y el declive en las creencias religiosas, los yonquis del poder han decidido convertir a la Ciencia (con mayúscula) en el nuevo dios y a los científicos en los nuevos sumos sacerdotes, siervos útiles del poder. Lo dice «la Ciencia», así que no discutan: obedezcan.

Naturalmente, todo esto está inventado desde hace milenios y los estudiantes de siglos anteriores, más inteligentes que los de hoy (pues carecían de móviles), lo estudiaban en cualquier curso de lógica antes de cumplir los 16: es la falacia ad verecundiam, que defiende algo únicamente porque alguien considerado una autoridad lo ha afirmado, la falacia ad hominem, que en lugar de argumentar desacredita a la persona que defiende la postura contraria, y la falacia ad populum, que defiende que algo es verdad sólo porque así lo opina una mayoría o la «opinión pública».

Finalmente, cuando la intimidación blanda falla, el poder aumentará la presión a través del silenciamiento del disidente mediante la censura o la persecución judicial, y llegados al extremo, utilizará su privilegio de la violencia física, por ejemplo, arrestando al individuo en cuestión, legal o ilegalmente.

Hemos recorrido así el camino por el que los yonquis del poder manipulan, engañan e intimidan al hombre para que no piense y le controlan a través del miedo.

Resulta irónico que esta destrucción de la razón se haya dado precisamente en nombre de la diosa Razón en sociedades que, habiendo abandonado la idea de Dios y el sentido de la trascendencia, se sentían por fin liberadas para alcanzar la iluminación a través de un cientificismo que prometía ser la cúspide de la civilización: el hombre, por fin, se había declarado dios, definidor del bien y del mal y dueño de la vida y la muerte.

«Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra; elegisteis el deshonor, y tendréis la guerra», espetó un premonitorio Churchill tras el infame acuerdo de Chamberlain con Hitler. Utilizando una paráfrasis, podría decirse de las sociedades occidentales: «Os dieron a elegir falazmente entre fe y razón. Elegisteis perder la fe, y acabareis perdiendo la razón». Como católico no puedo dejar de admirar la clarividencia de Juan Pablo II cuando defendía en Fides et Ratio que «fe y razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad».

El declive de la razón se ha acelerado en la última década. Ejemplo de ello serían la ideología de género o el ecologismo radical que, como en épocas primitivas, adora a la Madre Tierra, pero voy a centrarme en dos cuestiones: el relato oficial sobre el COVID-19 y su paralelismo con la religión climática, cuyo principal punto en común es el control a través del miedo. En ambos casos se nos ordena que no utilicemos la razón y confiemos ciegamente en la autoridad («científica», naturalmente). Desobedezcamos.

Terror y mentiras COVID-19
El SAR-CoV-2 apareció a finales del 2019 en una ciudad china en la que existe un laboratorio parcialmente financiado por instituciones norteamericanas que estaba investigando o más bien modificando genéticamente ese patógeno en concreto.

Imaginen que se produce un vertido de cacao en un pueblo donde hay una fábrica de chocolate. Como comprenderán ustedes, la probabilidad de que, de todos los lugares de la Tierra, de decenas de miles de ciudades de 195 países de cinco continentes, la epidemia del coronavirus surgiera precisamente en una ciudad donde existía un laboratorio que trabajaba con ese coronavirus sin que el origen sea ese laboratorio es ínfima. Podía haber surgido en cualquier lugar, pero lo hizo precisamente en Wuhan. Fíjense qué puntería.

Luego la razón sugiere claramente que el origen del coronavirus fue una filtración accidental de dicho laboratorio. Digo accidental porque obviamente si el gobierno chino hubiera querido desatar una epidemia no lo habrían hecho en China sino en EEUU.

A pesar de ello, los medios enseguida se hicieron eco de la versión oficial chino-norteamericana respecto al origen supuestamente zoonótico de un pangolín que aún sigue en busca y captura. La irracional e improbable explicación de un salto accidental de animal a humano prevaleció sobre la racional y probable explicación de una negligencia en un laboratorio utilizando la falacia ad verecundiam (algo es verdad porque una autoridad lo dice), y a los que osaban discutir la versión oficial se les tildó de paranoicos de teorías de la conspiración (falacia ad hominem, criticando a la persona y no el argumento).

Tras esta cortina de humo, vino el control a través del miedo: el contubernio político-mediático-farmacéutico puso en marcha una campaña de terror sin precedentes para que la población aceptara alucinantes restricciones a su libertad y se inyectara unas «vacunas» y terapias genéticas en gran medida experimentales.

Este pánico artificialmente creado permitió escenarios propios de dictaduras, como abusos policiales, toques de queda y confinamientos, mientras aparecía la figura del colaboracionista, típica de regímenes totalitarios, que denunciaba patéticamente a sus vecinos.

La clave de la campaña de terror fue la ocultación de un dato esencial: desde mediados del 2020 se sabía que el COVID-19 sólo era una enfermedad peligrosa para una minoría de la población de riesgo, definida por edad y cuatro patologías concomitantes: obesidad, diabetes, hipertensión y cardiopatías. Para el resto el COVID-19 era una enfermedad estadísticamente leve, como pusieron de manifiesto numerosos estudios epidemiológicos realizados en muchos países, España incluida.

Medidas absurdas, despóticas y arbitrarias
Las medidas liberticidas e irracionales se sucedieron una tras otra. Los ilegales confinamientos fueron un completo desastre que arruinaron mental y económicamente a decenas de miles de personas sin beneficio epidemiológico alguno, llegando a la barbarie de condenar a nuestros mayores a morir solos.

Tras negar la utilidad de las mascarillas nos las impusieron caprichosamente hasta en el campo y en la playa, algo tan ridículo que da vergüenza recordarlo. En interiores la obligatoriedad de las mascarillas también constituyó un rotundo fracaso (salvo para los comisionistas), pues no impidió que se sucedieran ola tras ola de contagios. Lo que sí logró la maldita mascarilla fue crear una permanente sensación de peligro que convertía al otro en una potencial amenaza para la salud, contribuyendo a la hipocondría, a la discordia y al aislamiento.

El disparate llegó a obligar a familias que vivían juntas y viajaban en un mismo coche a sentarse separadas en un restaurante, ¿lo recuerdan?

Otro ejemplo de irracionalidad fue la negación de la inmunización natural de mano de quienes sin embargo glorificaban unas terapias genéticas experimentales incluso antes de ser desarrolladas, un acto de fe muy poco científico y una contradicción flagrante, pues casi siempre pasar una enfermedad infecciosa genera una respuesta inmunológica natural más potente y duradera que vacunarse contra ella.

Quizá la mayor irracionalidad fue la imposición del pasaporte COVID-19. Las vacunas y terapias genéticas COVID-19 nunca previnieron el contagio ni la transmisión de la enfermedad, pero el contubernio político-mediático-farmacéutico, con el único fin de promover torticeramente la vacunación y a sabiendas de la falsedad del argumento, hizo creer que los vacunados estaban protegidos y desató una caza de brujas contra los no vacunados, acusándoles falsamente de propiciar la continuación de la epidemia. Así se completaba la tríada necesaria: un miedo, un culpable, un salvador.

Aunque los vacunados continuaron contagiándose a mansalva y muriendo por COVID-19, se siguió proponiendo nuevas dosis de unas inyecciones que no sólo no funcionaban, sino que causaban un nivel de efectos adversos sin precedentes.

Por último, a quienes denunciaban estas contradicciones basándose en datos se les tildaba de «negacionistas» (crítica ad hominem) y se censuraban sus escritos. Mientras, los colegios médicos amenazaban a los pocos facultativos valientes que osaban alzar su voz en defensa de la evidencia científica. «Limítense a obedecer», era la consigna. Todo muy científico.

Terror y mentiras climáticas
El experimento totalitario del COVID-19 tiene muchos paralelismos con la manipulación climática. Es incluso probable que sus autores intelectuales sean los mismos (malos, pero poco creativos), pues no por casualidad el término denigratorio «negacionista», elegido para etiquetar a quien no aceptaba comulgar con las ruedas de molino del COVID--19, es el mismo término que se utiliza para criticar a quienes ponen en duda la teoría del calentamiento global antrópico.

¿Qué similitudes encontramos en ambas histerias colectivas? Al igual que con el COVID-19, el fanatismo climático ha construido un Himalaya de falsedades con fines propagandísticos partiendo de algunas premisas reales, como el aumento de CO2 en la atmósfera y el ligero calentamiento global de 0,14°C por década desde 1979. Los datos, sin embargo, desmontan sus eslóganes preferidos, de modo que la letanía catastrofista se ha convertido en una cansina reiteración de necedades: la población de osos polares está aumentando, el coral en la Gran Barrera australiana está en máximos de los últimos 35 años y la superficie de bosques del planeta crece.

El hielo del Ártico, sujeto a enormes variaciones estacionales e influido por fenómenos poco comprendidos como las corrientes oceánicas, está revirtiendo su anterior tendencia y lleva varios años creciendo: 2021 marcó el segundo año con más hielo desde 2003. Además, como flota y ocupa ya un volumen, su derretimiento no supondría un aumento del nivel del mar. Echen hielo a un vaso de agua, esperen a que se derrita y compruébenlo.

Dado que la Antártida contiene 1.250 veces más hielo que el Ártico, el hielo que debería preocuparnos es el antártico, pero la Antártida se ha enfriado ligeramente desde 1979, lo que quizá explique que esté estable o ganando hielo. De hecho, en 2021 vivió los seis meses más fríos jamás registrados.

La tranquilizadora realidad es que el nivel de los océanos ha aumentado unos 120 metros desde la última glaciación y en el último siglo ha aumentado entre 1 y 3mm anuales, un ritmo despreciable y normal en una época interglaciar.

Asimismo, los huracanes están disminuyendo en número e intensidad al menos desde 1990, la superficie total quemada por incendios forestales a nivel global ha descendido un 25% en las últimas dos décadas y «sigue sin haber evidencia a nivel global respecto al signo de la tendencia, magnitud y frecuencia de las inundaciones y de las sequías desde mediados del s. XX» (IPCC, AR5, WG I, capítulo 2.6, p. 214-217).

Cuando las generaciones venideras estudien las histerias colectivas del s. XXI se preguntarán cómo las sedicentes «élites» occidentales decidieron empobrecer a su población en nombre de una excéntrica teoría sustituyendo fuentes de energía baratas, eficientes y fiables por otras que son caras, ineficientes e intermitentes (alias «renovables»), que sólo funcionan en determinadas latitudes, cuando luce el sol o cuando sopla el viento. Alucinante.

El control a través del miedo
El contubernio político-mediático primero nos dice de qué debemos asustarnos. Luego busca un culpable: los no vacunados, los «irresponsables» jóvenes o los combustibles fósiles. Seguidamente, nos intimida mediante la presión de grupo y figuras de autoridad (los famosos «expertos»).

Se niega el debate, se censura cualquier información que no coincida con la mentira oficial y quienes osan mostrarse escépticos son tachados de «negacionistas». Evidentemente, esto no es ciencia sino la antítesis de la ciencia, un dogma de obligada creencia que no está permitido discutir ni puede ser sometido al escrutinio de los datos.

Como es bien sabido, el método científico (o la inferencia de teorías a partir de hechos observados) tiene una parte inductiva, en la que de un número limitado de observaciones se intentan extraer leyes, reglas o principios generales que permiten hacer predicciones, y una parte deductiva en la que se aplica la teoría general y se observa si los datos reales validan la hipótesis.

Tanto con el COVID-19 como con el cambio climático el proceso de deducción ha fallado, por lo que si el proceso fuera científico dichas hipótesis habrían sido desechadas.

En el caso del COVID-19, las intervenciones no farmacéuticas (confinamientos, mascarillas, etc.) no han funcionado: Suecia, que no hizo nada, ha tenido un exceso de mortalidad muy inferior a la mayoría de países que sí tomaron dichas medidas, España incluida, y en EEUU, estados que no tomaron medida coercitiva alguna (como Dakota del Sur) han tenido similar o menor mortalidad que otros estados que sí las adoptaron. Por otro lado, las «vacunas» y terapias genéticas no sólo han resultado ineficaces para acabar con la epidemia, sino que han causado efectos secundarios adversos sin precedentes (no hay más que ver el «inexplicado» exceso de mortalidad).

En el caso del cambio climático, los modelos de circulación general en cuyas proyecciones se basan las predicciones catastrofistas llevan 30 años fracasando en sus previsiones de un apocalipsis que nunca llega. Si se tratara de ciencia, un historial predictivo tan lamentable hace tiempo habría desautorizado la hipótesis de origen. En realidad, el hombre aún ignora en gran medida el porqué de las variaciones climáticas, de modo que «los modelos matemáticos simplifican una realidad tremendamente compleja, caótica, en aras a realizar proyecciones –a treinta, cincuenta, setenta años– que carecen de robustez».

Una realidad orwelliana
En su novela 1984, George Orwell describe una distopía totalitaria en la que un Estado todopoderoso y opresivo tiraniza a la población mediante una vigilancia masiva y una represión implacable.

Parte importante del sistema es el control del pensamiento mediante la perversión del lenguaje, de modo que el significado real de las palabras sea el opuesto al que le corresponde. Así, el Ministerio del Amor se ocupa de administrar los castigos y la tortura, el Ministerio de la Paz se encarga de lograr un estado de guerra perpetua (¿epidemia perpetua?), el Ministerio de la Abundancia está encargado de conseguir que la gente viva siempre al borde de la subsistencia mediante un duro racionamiento (¿de la electricidad?) y el Ministerio de la Verdad se dedica a engañar constantemente (¿a través de los medios?)

¿Estamos viviendo el comienzo de esta pesadilla distópica? A la superstición la llaman ciencia; a la censura, libertad; a la envidia y la codicia de los bienes ajenos, solidaridad; a la histeria, sensatez; a un totalitarismo creciente, democracia; a los que ofrecen datos, «negacionistas», y a los que los niegan, «científicos»; a los que aplican razonamientos lógicos, «paranoicos de la conspiración», pero los que repiten la consigna como papagayos, ciudadanos ejemplares.

Tanto la Cultura del Miedo como el declive de la razón, que difumina los contornos que separan la verdad de la mentira, son incompatibles con la libertad. Como nos advierte Hannah Arendt, filósofa judía alemana superviviente del nazismo, «el objeto ideal de la dominación totalitaria no eran el nazi o el comunista convencidos, sino las personas para quienes ya no existía la distinción entre el hecho y la ficción, entre lo verdadero y lo falso».

Querido lector: yo quiero interpelarle directamente. Cuando llegue el nuevo totalitarismo encontrará dos grupos de personas. El primero, mayoritario, estará compuesto por personas aborregadas, supersticiosas, esclavizadas por el miedo y las adicciones y corrompidas por las promesas de los demagogos. Éstas recibirán a los nuevos tiranos entre vítores, pues los considerarán sus salvadores. El segundo grupo, minoritario, estará formado por los centinelas de la verdad y de la libertad, personas sobrias, libres, valientes y pensantes que le plantarán cara. Constituirán la última línea de defensa, y yo le pregunto: ¿a qué grupo se unirá usted?

Fuente: Fernando del Pino Calvo-Sotelo

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