Uno no sabe si reírse o llorar. Desde los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, no hay un atentado terrorista cuyos presuntos culpables no se las arreglen para dejar sus papeles de identidad al alcance de los investigadores. Para el sociólogo Jean-Claude Paye, la aparente estupidez crónica y repetitiva de los terroristas no es otra cosa que un truco del Poder para asustar a la ciudadanía. ¿Cuál es la lógica? La versión oficial es tan absurda que no podemos, ni debemos dudar de ella.
En cuanto a las masacres perpetradas en París, parecería que una de las primeras preocupaciones de los terroristas es hacerse identificar lo más rápidamente posible. Pero esa paradoja a penas nos sorprende. El documento de identidad, hallado milagrosamente, que designa claramente al autor de los atentados que acaban de cometerse, se ha convertido en un clásico. Se ha hecho incluso repetitivo, repetición que siempre designa a un culpable perteneciente a un «movimiento yijadista».
En la versión oficial del 11 de septiembre, el FBI afirmaba haber hallado el pasaporte intacto de uno de los kamikazes cerca de una de las dos torres pulverizadas por explosiones que desprendieron una temperatura capaz de derretir el acero de las estructuras metálicas de aquellos inmuebles pero que dejaron intacto un documento de papel. La caída del cuarto avión, que se estrelló a campo abierto en Shanksville, también permitió a la policía federal encontrar el pasaporte de uno de los presuntos terroristas. Ese documento, parcialmente quemado, permite sin embargo identificar a su titular porque podían verse su nombre, su apellido y su foto. Pero del avión no quedaba más que un cráter de impacto, ni siquiera un pedazo de fuselaje, sólo este pasaporte parcialmente quemado.
En el caso de la masacre de Charlie Hebdo, los investigadores encontraron el documento de identidad del mayor de los hermanos Kouachi en el automóvil abandonado en el noreste de París. A partir de ese documento, la policía se da cuenta de que se trata de individuos ya conocidos en los servicios antiterroristas, son los «pioneros del yihadismo francés». Ya se puede iniciar la «persecución». ¿Cómo es posible que asesinos capaces de cometer un atentado con una sangre fría y un control de sí mismos calificados como dignos de profesionales cometan un error tan grande? No «trabajar» con sus papeles de identidad a cuestas es una regla elemental para el más simple ladronzuelo.
Desde el 11 de septiembre de 2001, lo increíble se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad. Se ha transformado en la base de la verdad. La Razón ha sido expulsada de nuestro entorno. No se trata de creer lo que se dice sino más bien de aceptar lo que dice la voz que habla, sea cual sea el sin sentido que se enuncie. Mientras más evidente sea ese sin sentido, más ciega tiene que ser la creencia en lo que se afirma. Lo increíble se convierte así en medida y garantía de la verdad.
Prueba de ello es el discurso sobre los casos de Mohamed Merah o de Nemmouche. Cercado por decenas de policías, Merah supuestamente logró, burlar la vigilancia de las fuerzas especiales, salir de su domicilio y regresar después a ese lugar para que allí lo abatiera un «francotirador» que supuestamente le disparó en «defensa propia» y con «armas no letales». Merah supuestamente salió de su casa para llamar desde un teléfono público, con intenciones de «esconder su identidad», cuando reconoció su culpabilidad telefoneando a una periodista de France24.
Durante la investigación de las masacres de París, se encontró un pasaporte sirio cerca de los restos de uno de los kamikazes del Stade de France. Ya designado por el presidente Hollande como responsable de los atentados, el «Estado Islámico» reconoció ser responsable de esos actos. Para el gobierno francés, que había declarado querer intervenir en Siria contra el «Estado Islámico» —cuando en realidad quiere hacerlo contra la República Árabe Siria y contra su presidente constitucional Bashar al-Asad, de quien sigue diciendo que «tiene que irse»— se trata de un indicio importante destinado a justificar una operación militar.
El Stade de France es un recinto deportivo situado en Saint-Denis, municipio contiguo a París, en Francia. Inaugurado el 28 de enero de 1998, con el partido de fútbol Francia vs. España, es el mayor estadio del país galo, con un aforo de 81.338 espectadores. El estadio es propiedad del Estado francés y es administrado a través de concesión pública por el Consortium Stade de France.
Pero no es el gobierno francés el único que recurre al procedimiento del doble discurso apoyando una organización a la que se designa como enemigo y nombrando terroristas a individuos a los que anteriormente se designaba como «luchadores de la libertad». La fabricación de su propio enemigo se ha convertido en el eje de la estrategia occidental, lo cual nos confirma que en la estructura imperial no hay separación entre el interior y el exterior, entre el derecho y la violencia pura, entre la ciudadanía y el enemigo.
En Bélgica, el predicador musulmán Jean-Louis Deni está enfrentando acciones legales «por haber incitado jóvenes a irse a la yijad armada en Siria», ya que se sospecha que tuvo contactos con Sharia4Belgium, grupo calificado como «terrorista», contactos que niega el acusado. Su abogado destacó el doble-pensamiento hipócrita de la acusación cuando señaló en su alegato ante el tribunal correccional de Bruselas: «Se ha empujado a niños hacia los brazos del Estado Islámico en Siria y son los servicios [de inteligencia] de ustedes quienes lo han hecho». El abogado defensor apoyó sus acusaciones resaltando el papel que ha desempeñado en el caso un agente infiltrado de la policía federal.
Sharia4Belgium, se dedica a reclutar a idiotas para convertirse en yijadistas, y matar inocentes en Siria
El regreso del significante
En cuanto a las masacres perpetradas en París, parecería que una de las primeras preocupaciones de los terroristas es hacerse identificar lo más rápidamente posible. Pero esa paradoja a penas nos sorprende. El documento de identidad, hallado milagrosamente, que designa claramente al autor de los atentados que acaban de cometerse, se ha convertido en un clásico. Se ha hecho incluso repetitivo, repetición que siempre designa a un culpable perteneciente a un «movimiento yijadista».
En la versión oficial del 11 de septiembre, el FBI afirmaba haber hallado el pasaporte intacto de uno de los kamikazes cerca de una de las dos torres pulverizadas por explosiones que desprendieron una temperatura capaz de derretir el acero de las estructuras metálicas de aquellos inmuebles pero que dejaron intacto un documento de papel. La caída del cuarto avión, que se estrelló a campo abierto en Shanksville, también permitió a la policía federal encontrar el pasaporte de uno de los presuntos terroristas. Ese documento, parcialmente quemado, permite sin embargo identificar a su titular porque podían verse su nombre, su apellido y su foto. Pero del avión no quedaba más que un cráter de impacto, ni siquiera un pedazo de fuselaje, sólo este pasaporte parcialmente quemado.
Lo increíble como demostración
de la verdad
En el caso de la masacre de Charlie Hebdo, los investigadores encontraron el documento de identidad del mayor de los hermanos Kouachi en el automóvil abandonado en el noreste de París. A partir de ese documento, la policía se da cuenta de que se trata de individuos ya conocidos en los servicios antiterroristas, son los «pioneros del yihadismo francés». Ya se puede iniciar la «persecución». ¿Cómo es posible que asesinos capaces de cometer un atentado con una sangre fría y un control de sí mismos calificados como dignos de profesionales cometan un error tan grande? No «trabajar» con sus papeles de identidad a cuestas es una regla elemental para el más simple ladronzuelo.
Desde el 11 de septiembre de 2001, lo increíble se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad. Se ha transformado en la base de la verdad. La Razón ha sido expulsada de nuestro entorno. No se trata de creer lo que se dice sino más bien de aceptar lo que dice la voz que habla, sea cual sea el sin sentido que se enuncie. Mientras más evidente sea ese sin sentido, más ciega tiene que ser la creencia en lo que se afirma. Lo increíble se convierte así en medida y garantía de la verdad.
Prueba de ello es el discurso sobre los casos de Mohamed Merah o de Nemmouche. Cercado por decenas de policías, Merah supuestamente logró, burlar la vigilancia de las fuerzas especiales, salir de su domicilio y regresar después a ese lugar para que allí lo abatiera un «francotirador» que supuestamente le disparó en «defensa propia» y con «armas no letales». Merah supuestamente salió de su casa para llamar desde un teléfono público, con intenciones de «esconder su identidad», cuando reconoció su culpabilidad telefoneando a una periodista de France24.
En lo concerniente a Nemmouche, el autor de la matanza del Museo Judío de Bélgica, este personaje no se deshizo de su armamento porque… lo importante para él era revenderlo. Y no se le ocurrió nada mejor que recurrir al medio de transporte internacional más vigilado, transportando las armas que ya había utilizado en un autobús de la línea Ámsterdam-Bruselas-Marsella. Lo que supuestamente permitió su arresto fue un «control de aduana inesperado».
El choque emocional como recurso para
construir «la unidad nacional»
En todos los casos, el carácter totalmente increíble de lo que nos presentan nos hace incapaces de reaccionar, nos petrifica, como la mirada de la Gorgona. Nos muestra que hay algo que no funciona en el discurso. Exhibe una falla cuyo efecto no es engañarnos sino fragmentarnos. El relato del desarrollo de los atentados es una exhibición impuesta al espectador. Escapa a toda representación y tiene un afecto paralizante. Esta última resulta no tanto del carácter dramático de los hechos como de la imposibilidad de descifrar lo real. El espectador sólo puede entonces hallar una apariencia de unidad acentuando su propia credulidad ante lo que se le dice. Se produce entonces una fusión entre el espectador y quien dice lo enunciado. Se hace conveniente renunciar a distanciarse de lo que se dice y se muestra, hay que renunciar a preguntar o a recobrar la palabra. La unidad nacional, la fusión entre vigilantes y vigilados, puede entonces instalarse.
La exhibición de las fallas del discurso sobre todos estos atentados tiene como efecto el surgimiento y propagación de una sicosis y la supresión de todo mecanismo de defensa, no sólo ante determinados actos o declaraciones sino ante cualquier acción o declaración del poder, por ejemplo ante leyes como la ley sobre la información de inteligencia, que saca la vida privada de las libertades fundamentales.
Un acto de guerra contra los pueblos
La ley [francesa] sobre la información de inteligencia, votada en junio de 2015, proyecto que ya tenía más de un año, nos fue presentada como una respuesta a los atentados perpetrados contra el semanario humorístico Charlie Hebdo. Esa ley autoriza sobre todo la instalación de «cajas negras» en los proveedores de acceso a internet para capturar en tiempo real los metadatos de los usuarios. También permite la instalación de micrófonos, de dispositivos de localización, de cámaras y de programas informáticos espías.
Quienes se verán sometidos a esas técnicas especiales de investigación no son los agentes de una potencia extranjera sino la población francesa. Así pasa esta a ser tratada como enemiga de un Poder Ejecutivo, que tiene en sus manos el poder de decisión y el «control» de esos dispositivos secretos. Utilizando como pretexto la lucha contra el terrorismo, esta ley legaliza una serie de medidas que ya venían aplicándose, poniendo así a la disposición del Ejecutivo un dispositivo permanente, clandestino y prácticamente ilimitado de vigilancia sobre la ciudadanía.
La ausencia total de eficacia en la prevención de los atentados nos confirma que no eran los terroristas sino, efectivamente, los pobladores de Francia quienes estaban en la mirilla de esa ley. Al modificar la naturaleza de los servicios de inteligencia, pasando del contraespionaje a la vigilancia sobre la ciudadanía, esta ley es un acto de guerra contra la población de Francia. Las masacres que acabamos de ver en París son la parte real de esa guerra.
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