Si hacemos el esfuerzo de ver el debate previo al voto de la segunda vuelta de la elección presidencial francesa en función de lo que supuestamente tenía que haber mostrado —o sea, no los programas sino las personalidades de los dos candidatos—, el debate de este 3 de mayo resultó muy revelador: los franceses se disponen a elegir como presidente para los próximos 5 años a un brillante actor que ni siquiera se interesa en ellos.
En los debates previos a la segunda vuelta de la elección presidencial francesa, los dos candidatos tradicionalmente renunciaban a la retórica de campaña y asumían una postura de posible presidente. Su objetivo no era tanto explicar una vez más su visión de Francia sino más bien mostrar sus capacidades personales para conformar un equipo, mantener la sangre fría y defender el interés general.
No fue eso lo que sucedió este 3 de mayo de 2017. Marine Le Pen y Emmanuel Macron se enzarzaron en una riña apenas digna de dos vendedores ambulantes, prolongando así ante las cámaras la lucha que ya había marcado sus respectivas campañas.
Esta incontrolable violencia verbal demuestra, a mi memoria de elector, que existe en este momento una fractura sin precedente en la sociedad francesa. Este diálogo de sordos entre sus líderes sólo puede terminar con los electores yéndose a las manos. Se hace cada vez más evidente que Francia será en los próximos años teatro de graves enfrentamientos callejeros, de una revolución o, incluso, hasta de una guerra civil.
Todos conocemos bien el diagnóstico: de un lado, gente acomodada, que trabaja en el sector terciario —o sea, en el sector de los servicios (comercio, hotelería, administración y servicio públicos, turismo, finanzas, ocio, etc.)—, que vive en las zonas centrales de los grandes centros urbanos, consumidora de espectáculos y de animaciones culturales; del otro lado, habitantes de los barrios periféricos o de las zonas rurales, carentes de servicios públicos… y carentes también de perspectivas de futuro. Está también, por supuesto, la gran cantidad de gente que se sitúa entre esos dos polos… y que teme caer en el segundo.
Según la señora Le Pen, sus electores son las víctimas de una disolución progresiva de la Nación y de la República en eso que ha dado en llamarse la globalización. Según el señor Macron, sus electores, al enriquecerse, se han convertido en los vencedores de la modernidad y son, por consiguiente, el ejemplo a seguir.
Los telespectadores, aturdidos por la violencia del debate del 3 mayo, no observaron las cualidades que mostró cada uno de los candidatos.
Marine Le Pen se mostró liberada de su educación de extrema derecha, simultáneamente maternal y severa. Como abogada, se mostró preocupada por la justicia social y puso su talento al servicio de la «Francia de abajo». Carece de la agilidad intelectual que le permitiría brillar en los salones parisinos pero sí mostró una gran capacidad para entender con claridad las situaciones, eliminando instantáneamente el falso brillo y las elucubraciones.
Emmanuel Macron es una mente superior, mucho más inteligente que su rival, a menudo encantador, a veces cortante. Es un hombre de teatro, domina el arte de crear la ilusión. Es una personalidad narcisista, a menudo mal intencionado, desprovisto de escrúpulos e incapaz de sentir remordimiento. Se dedicó a burlarse de su adversaria asumiendo la posición del caballero impoluto que se enfrentaba a una especie de hijo travestí de un monstruo nazi.
Al término de esta larga campaña, incluyendo este último debate televisivo, es probable que el señor Macron resulte electo por la coalición que conforman la «Francia de arriba» y los que viven con la esperanza de pasar a ser parte de ella. Pero nada permite anticipar cómo van a desarrollarse las elecciones legislativas de junio. La lógica según la cual los franceses deberían garantizar una mayoría parlamentaria al presidente que acaban de elegir podría estrellarse contra el despertar de las fuerzas derrotadas en la primera vuelta de la elección presidencial. Así que no hay que excluir la posibilidad de que el encanto se rompa mucho más rápido que lo previsto y que Emmanuel Macron —si resulta electo— se vea obligado de inmediato a tratar de negociar con los derrotados.
En todo caso, tanto si un Macron presidente logra mantenerse solo en el poder como si gobierna asociándose a lo que quede de la formación sucesora de la UMP [el actual partido Los Republicanos] y del agonizante Partido Socialista, lo cierto es que el abismo que ya separa las dos Francia —«la Francia de arriba» y «la Francia de abajo»— seguirá haciéndose cada vez más profundo y más ancho. Los ciudadanos que realmente quieran defender el interés general, o sea la República, no tendrán otra solución que organizarse para resistir, probablemente tras la jefa electa de la oposición, Marine Le Pen, y prepararse para ejercer el poder. Tendrán que admitir por fin que ya no es hora de cortesías fuera de lugar y que la cólera también está en marcha.
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