En la primera parte de este artículo denunciábamos la ley del silencio que el contubernio político-mediático-farmacéutico quiere imponer con respecto al colosal fracaso del programa de vacunación masivo contra el COVID-19 y explicábamos que, dada la probada levedad del COVID-19 para la inmensa mayoría de la población, las «vacunas» COVID-19 sólo eran necesarias para la población de riesgo y nunca debieron extenderse a toda la población.
Una eficacia de chistePero además de necesaria, una vacuna debe ser eficaz. En el caso de estas «vacunas», aunque los ensayos clínicos iniciales mostraron una elevada eficacia (sólo a dos meses vista) pronto se vio que, una vez más, los ensayos dirigidos por las propias farmacéuticas deben ser tomados con cautela, pues el incentivo económico para ellas es enorme y el conflicto de interés de las agencias reguladoras, con sus puertas giratorias, también lo es. Ya en enero de 2021 el British Medical Journal, una de las publicaciones médicas más prestigiosas del mundo, encontró datos en el informe del regulador sobre la vacuna de Pfizer, no mostrados en la publicación de resultados clínicos, que planteaban serios interrogantes sobre la eficacia inicial real de la vacuna.
Posteriormente, diversos estudios pusieron de manifiesto una rápida reducción de la eficacia en cuestión de pocas semanas y con la aparición de nuevas variantes, como la delta. ¿Vacunas cuya eficacia sólo dura unas pocas semanas y que no impiden ni el contagio ni la transmisión? ¿Vacunas que en pocos meses requieren cuatro dosis poniendo potencialmente en riesgo nuestro sistema inmunológico, como advierte la EMA? ¿Alguna vez habían contraído ustedes la enfermedad contra la que se habían vacunado, como les ha pasado con el COVID-19? ¿Alguna vez habían tenido que revacunarse cuatro veces en pocos meses porque la vacuna perdía su efecto en pocas semanas? Yo, no.
Las «vacunas» COVID-19 nunca fueron esterilizantes y, por tanto, nunca impidieron transmitir la enfermedad, y pronto se hizo evidente que tampoco evitaban el contagio. A pesar de ello, y con perfecto conocimiento de la falsedad del argumento, los yonquis del poder impusieron un «pasaporte COVID-19» que restringía la libertad de los no vacunados so pretexto de que los vacunados estaban automáticamente libres de la enfermedad. A la vez, demonizaron a los que no deseaban vacunarse haciendo creer a la población que su salud dependía de que el vecino estuviera vacunado. Mágicamente, y por primera vez en la historia, la vacuna sólo protegía a quien se la ponía si también se la ponía todo el mundo.
Quienes orquestaban esta maniobra sabían perfectamente que esto era un engaño, pero continuaron igualmente, pues el motivo no era sanitario, sino de poder y dinero. Lo peor es que esta pantomima basada en burdas patrañas contó con el apoyo de nuestro Tribunal Supremo en una sentencia tan contradictoria y absurda que su lectura sigue causando rubor.
El propio CEO de Pfizer admitía en enero del 2022 que las dos dosis (ya saben, las que iban a propiciar la inmunidad de rebaño, acabar con la epidemia y devolvemos la normalidad, etc.) ofrecían una protección «muy limitada, si es que proporciona alguna» contra ómicron, mientras que las tres dosis, según él, sólo ofrecían una protección «razonable» contra la hospitalización y muerte y «menos que eso» contra el contagio. A pesar de ello, la UE, fiel a su deriva totalitaria, ha extendido recientemente el pasaporte COVID-19 un año más. ¿Por qué? El oscuro motivo, desde luego, no es sanitario, porque, repito, las vacunas COVID-19 no impiden ni el contagio ni la transmisión, como es patente. ¿Cuál es el motivo, entonces, sino intentar perpetuar un instrumento orwelliano de control de la población?
Distintos estudios han mostrado una realidad aún peor, pues la eficacia para prevenir el contagio ha llegado a ser negativa (se contagian más los vacunados) y la eficacia para prevenir la muerte ha caído estrepitosamente y ahora podría ser cero, según sugieren los datos de Reino Unido. En España, según datos oficiales de Sanidad, el 90% de los contagiados y el 84% de los muertos por COVID-19 en el primer trimestre del 2022 eran personas vacunadas. Dado que la tasa de vacunación media en el período era del 82%, estos datos sugerirían que la eficacia para prevenir el contagio y la muerte ha pasado a ser cero o incluso negativa, a pesar de que las opacas tasas semanales publicadas lo contradigan. En marzo, Sanidad dejó de dar estos datos en sus actualizaciones. ¿Por qué?
Naturalmente, a pesar de que los propios datos oficiales lo desmintieran, los medios repetían como un mantra la mentira de que prácticamente sólo morían por COVID-19 los no vacunados, lo que me lleva a preguntarme qué porcentaje de periodistas están hoy interesados en la verdad (también cabe preguntarse qué porcentaje de periodistas sabe siquiera lo que es un porcentaje).
Los datos oficiales más recientes de Holanda y Canadá también sugieren que la eficacia de las vacunas contra la gravedad y muerte por COVID-19 cae a cero en pocos meses y luego se vuelve negativa, lo que significaría que los vacunados con dos dosis tendrían más riesgo de ser hospitalizados y morir por COVID-19 que los no vacunados. De confirmarse estos indicios, ¿qué estaría pasando? ¿Dañan estas vacunas nuestro sistema inmunológico?
Importantes efectos adversos
A lo largo del 2021 los servicios de farmacovigilancia de muchos países comenzaron a poner de manifiesto que las «vacunas» y terapias genéticas COVID-19 estaban teniendo un nivel de efectos adversos sin precedentes. De modo más preocupante, el número de muertes tras vacunarse se multiplicó frente a vacunas anteriores. En otras palabras, nunca se habían registrado tantos efectos adversos, tantos efectos graves y tantas muertes tras una vacuna.
Hoy en día están debidamente documentados multitud de efectos adversos. A la muerte súbita de personas sanas, desde jóvenes de 22 años muertos una semana después de vacunarse y con autopsia e informe forense declarando que la causa fue la vacuna, hay que sumar graves efectos isquémicos y cardiovasculares, como ictus, trombosis y trombocitopenia, embolia pulmonar, miocarditis y pericarditis, fibrilación atrial, angina de pecho, palpitaciones, taquicardias y arritmias. Las miocarditis o inflamación del corazón en menores de 40 implica que se les ha causado un daño de modo gratuito, dada la levedad del COVID-19 para ese rango de edad, daño particularmente inmoral en el caso de los adolescentes, a los que la vacuna ARNm les habría multiplicado el riesgo de miocarditis hasta 133 veces más de lo normal. Recuerden que estas miocarditis son afecciones potencialmente graves y «de pronóstico incierto a medio plazo», según el JCVI británico.
También ha habido graves efectos adversos oculares, dermatológicos, inmunitarios y neurológicos, como trombosis del seno venoso cerebral, parálisis facial de Bell, mielitis transversa aguda y herpes simple y/o zoster. Otros efectos de las vacunas han sido extraños desórdenes menstruales y una reducción de fertilidad masculina correlacionada (aunque correlación no implique necesariamente causalidad) con la estadísticamente significativa reducción de nacimientos en el primer trimestre de 2022 acontecida en distintos países.
Algunos estudios han ido más lejos al subrayar el daño a nuestro sistema inmunitario producido por estas inoculaciones: «Las vacunas de ARNm promueven la síntesis sostenida de la proteína pico del SARS-CoV-2, que es neurotóxica y perjudica los mecanismos de reparación del ADN, y la supresión de las respuestas de interferón de tipo I da lugar a un deterioro de la inmunidad innata», concluyendo que «las vacunas de ARNm causan potencialmente un mayor riesgo de enfermedades infecciosas y cáncer».
Increíblemente, aunque muchos de estos efectos adversos fueran ya conocidos, había «expertos» que continuaban afirmando en los medios que el único efecto secundario esperable era un enrojecimiento del brazo por el pinchazo, un ejemplo de la ignorancia supina con que algunos han abusado de la autoridad de la bata blanca, en el mejor de los casos, o del poder de los tentáculos de la industria farmacéutica, en el peor.
Por último, dos recientes estudios dibujan un cuadro enormemente preocupante. El primero de ellos, publicado como pre-print en The Lancet, concluye que la mortalidad por todas las causas de los vacunados con ARNm es superior a la de los no vacunados, es decir, que las vacunas ARNm no sólo no reducen la mortalidad, sino que la aumentan ligeramente. De modo revelador, su autora principal, una médico danesa, reconocía que «llevo en esto muchos años y sé que hay poderes por ahí que no están interesados en profundizar realmente en estos hallazgos».
El segundo estudio realizado para analizar los efectos adversos de las vacunas ARNm, del que se ha hecho eco el conocido epidemiólogo Martin Kulldorff, ha sido liderado por el editor del British Medical Journal, Peter Doshi. En él se concluye que el riesgo de ser hospitalizado por efectos adversos serios por las «vacunas» COVID-19 es superior al supuesto beneficio de reducción de la probabilidad de ser hospitalizado por COVID-19, o sea, que las vacunas ARNm causan más efectos adversos graves de los que previenen.
Mencionaba anteriormente los servicios de farmacovigilancia. En EEUU este servicio es el VAERS, base de datos oficial cogestionada por el CDC y la FDA, que mostraba ya en 2021 que habían muerto tras vacunarse contra el COVID-19 en un solo año más personas que la suma de muertos tras vacunarse por todo tipo de vacunas en los últimos 30 años:
Si este aumento no es estadísticamente significativo, ¿qué lo es? En los seis primeros meses de 2022, con las dosis «de refuerzo» (de refuerzo de la tesis oficial, se entiende) la tendencia ha continuado.
El mayor escándalo de salud pública de la historia
En paralelo a los alarmantes datos de farmacovigilancia llevamos muchos meses observando en muchos países (España incluida) un exceso de mortalidad estadísticamente significativo, particularmente entre los mayores triplemente vacunados. La mayoría no corresponde a COVID-19 (en Inglaterra, el 85% del exceso de muertes en los últimos meses son por causas ajenas al COVID-19). Esto es tanto más grave cuanto que tras el exceso de mortalidad causada por la epidemia hoy debería haber menos muertos de lo normal, pues las personas que fallecieron por COVID-19 lo hicieron prematuramente.
Sin embargo, está ocurriendo justo lo contrario. ¿De qué están muriendo estas personas? Dado que la mayor parte de los excesos de mortalidad se deben a «enfermedades cardiovasculares», que el principal efecto adverso de las vacunas COVID-19 es de naturaleza cardiovascular y que hay estudios sobre correlación entre vacunación y mortalidad subsiguiente, todos los indicios apuntan a una relación. ¿Por qué no se está investigando?
El programa de vacunación indiscriminado contra el COVID-19 ha sido el fruto de una agresiva campaña basada en la mentira. Primero los medios aterrorizaron a la población con un bombardeo diario de historias de terror. Luego, los prometedores tratamientos tempranos para evitar la hospitalización de quienes enfermaban fueron sistemáticamente boicoteados. Dado que de existir un tratamiento eficaz las «vacunas» no podían recibir autorización de emergencia, es inevitable sospechar una relación causa-efecto. Recuerden lo inaudito que es que mucho tiempo después del inicio de la pandemia no hubiera protocolos internacionales de mejores prácticas. Por último, la inmunización natural fue groseramente ninguneada por primera vez en la historia haciendo creer a la población que sólo las vacunas (y no nuestro maravilloso sistema inmunológico tras pasar la enfermedad) podían protegerles.
Las principales respuestas político-sanitarias a la epidemia han resultado un fraude. Los ilegales confinamientos arruinaron la salud y la economía de miles de personas sin beneficio epidemiológico alguno. La farsa de las mascarillas sólo ha logrado enriquecer a comisionistas y cronificar el miedo. También ha facilitado la vasta proliferación de bacterias y hongos cerca de nuestras vías respiratorias (incluyendo estafilococos y microsporum) hasta el extremo de que un grupo de médicos japoneses ha publicado un estudio en Nature pidiendo que las personas inmunodeprimidas eviten el uso repetido de mascarillas, justo lo contrario de lo que recomiendan nuestras inanes autoridades sanitarias.
Pero lo más relevante es que nunca debió existir un programa de vacunación universal e indiscriminado, y menos con unas «vacunas» y terapias genéticas producidas a toda prisa y en gran medida experimentales que han resultado rápidamente inútiles, que han causado en parte de la población más efectos perniciosos que beneficiosos y que, según todos los indicios, están causando miles de muertes. Y quién sabe si no son las propias vacunas las que han alimentado la aparición de nuevas variantes, como afirma el virólogo Geert Vanden Bossche en carta abierta a la OMS.
Los datos de VAERS sugieren que los médicos y los servicios de emergencia están siendo testigos de un extraño aumento de muertes súbitas, ictus, cardiopatías, embolias pulmonares, trombosis y una variedad de raras afecciones de todo tipo, pero, a pesar de la abundante evidencia científica, se sigue negando categóricamente (¿fanáticamente?) que la causa sean las «vacunas» incluso achacando al propio COVID-19 muchas de estas dolencias, aun meses después, con escasa base científica.
Naturalmente, no ayuda que muchos médicos, obedientes a «las autoridades», recomendaran con ligereza estas «vacunas» a sus pacientes y conocidos independientemente de su estado de salud, edad o de haber pasado o no el COVID-19 (eso sí, sin firmar un solo papel).
Este programa de revacunación debe detenerse ya. Así lo piden médicos en publicaciones como el Virology Journal, argumentando que el hecho de estar vacunado contra el COVID-19 «supone un factor de riesgo importante de infecciones en pacientes críticos». A pesar de todo, el contubernio político-mediático-farmacéutico intenta imponer su ley del silencio sobre el que probablemente sea el mayor escándalo de salud pública de todos los tiempos. En honor a la verdad no podemos permitirlo.
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