LA LEY DEL SILENCIO I

 

«La pandemia de COVID-19 es uno de los eventos más manipulados de la historia, caracterizado por mentiras oficiales vertidas en un flujo interminable por las burocracias gubernamentales, las asociaciones médicas, los medios de comunicación y los organismos internacionales». Esta descripción, realizada por un médico, el neurocirujano norteamericano Dr. Blaylock, se ajusta a lo que van a descubrir en este artículo.

Veremos cómo la peligrosidad del COVID-19 se exageró de forma grotesca para crear una histeria colectiva que dirigiera a la población hacia una vacunación masiva, para lucro desmedido de las grandes farmacéuticas. También veremos cómo estas vacunas desarrolladas a toda prisa y poco testadas se han mostrado ineficaces y causado un nivel de efectos secundarios adversos sin precedentes, hechos científicamente documentados pero que el contubernio político-mediático-farmacéutico intenta ocultar bajo un manto de silencio. Los políticos que nos encerraron y jugaron a dictadores, los medios encargados de mantener a la población en un constante estado de terror y la codiciosa industria farmacéutica, siempre proclive a medicar a los sanos (mucho más numerosos que los enfermos), no quieren que se sepa la verdad.

Así, la incalificable campaña de terror mediático, un verdadero acto de terrorismo («dominación por el terror») que ha hecho enfermar mentalmente a parte de la población, logró un doble objetivo: creó un ambiente histérico que abonó el experimento totalitario de fascismo sanitario que hemos sufrido y preparó a la población para que anhelara inyectarse chapuceras «vacunas» y terapias genéticas en gran medida experimentales. ¿Cuál ha sido el resultado? El virus continúa circulando (como no podía ser de otra manera), pero Pfizer ha multiplicado por dos su cifra de ventas en un solo año gracias a su «vacuna» contra el COVID-19 y Moderna ha pasado de una cifra de ventas de 800 millones de dólares y abultadas pérdidas a unos ingresos de 18.000 millones y beneficios de 12.000 millones.

Requisitos de las vacunas
Las vacunas han sido un gran descubrimiento de la Medicina, pero, en cumplimiento del Principio de Pareto, muy pocas pueden considerarse extremadamente exitosas. En efecto, el enorme éxito de la vacuna contra la viruela (la original) o contra la poliomielitis, ambas con merecida fama, no ha sido fácilmente replicado y, de hecho, antibióticos como la penicilina o productos como el DDT (que contribuyó a erradicar la malaria en gran parte del planeta) han salvado, en orden de magnitud, muchas más vidas que las vacunas.

Aunque para la mayoría de vacunas de uso común los beneficios superan con creces los riesgos, la mayor parte de las que todos nos hemos puesto a lo largo de nuestra vida o hemos puesto a nuestros hijos previenen enfermedades de escasísima letalidad o con riesgos ínfimos de desarrollar síntomas o secuelas graves. Otras simplemente evitan la inquietud de pasar una enfermedad pesada, más que otra cosa, pero no reducen la mortalidad de forma significativa. De hecho, tras más de 200 años de investigación científica, sólo existe una docena de vacunas aprobadas basadas en virus vivos pero atenuados, la mayoría cubriendo enfermedades de relativamente escasa letalidad.

Por lo tanto, no es nada fácil desarrollar vacunas, a las que siempre se les exigen tres requisitos: necesidad, eficacia y seguridad. ¿Cumplen las «vacunas» COVID-19 con estos requisitos? Como veremos a lo largo de este artículo, la respuesta es claramente negativa. No obstante, el fracaso de unas «vacunas» fanáticamente promovidas por los poderes públicos y los medios de comunicación está siendo silenciado por sus promotores por razones obvias, pues probablemente nos encontremos ante el mayor escándalo de salud pública de la historia.

El COVID-19, ¿una enfermedad leve?
Antes de proseguir, conviene aclarar que por simplicidad llamaremos indistintamente a las inoculaciones ARNm contra el COVID-19 «vacunas» o terapias genéticas, siendo ésta última una denominación más precisa, como queda claro en la literatura médica o en la propia documentación remitida por Moderna a la SEC en 2020 («actualmente, ARNm es considerado terapia genética por la FDA»). El motivo obvio por el que se denominaron «vacunas» fue para lograr la aceptación del público, como reconoció un alto cargo del sector farmacéutico: «Las vacunas ARNm son un ejemplo de terapia genética, y si hubiéramos preguntado al público hace dos años si estaba dispuesto a que se le inyectara en su cuerpo una terapia genética, probablemente el porcentaje de rechazo habría alcanzado el 95%». El maquillaje llegó al extremo de que el propio CDC modificó sobre la marcha en 2021 su definición de «vacuna» y «vacunación» para incluir las inoculaciones de ARNm.

Para ser necesaria, una vacuna debe impedir una enfermedad potencialmente grave para la población objetivo en su clínica o en sus secuelas (por eso contra la gripe sólo se vacuna a los mayores). Dado que desde un principio el COVID-19 sólo fue peligroso para un segmento de la población de riesgo muy acotado por la edad, por cuatro patologías concomitantes (obesidad, hipertensión, diabetes y cardiopatías) y curiosamente por sexo (las mujeres adultas tenían la mitad de riesgo que los hombres), esto habría reducido la campaña de vacunación, como en el caso de la gripe, a la población de riesgo, fundamentalmente mayores de 60 y personas con comorbilidades. Por lo tanto, para la inmensa mayoría de la población el requisito de necesidad nunca se cumplió, pues para ellos el COVID-19 siempre fue una enfermedad estadísticamente leve. Los niños, adolescentes, jóvenes y adultos sanos menores de cierta edad nunca tuvieron de qué preocuparse.

Sin embargo, con su campaña de terror, el contubernio político-mediático-farmacéutico logró convencer a la población que el COVID-19 era peligrosísimo para todos. No era cierto. En España los datos oficiales del Ministerio de Sanidad mostraban que, incluso en lo peor de 2020, si bien la letalidad o mortalidad del COVID-19 (IFR) era del 4% en mayores de 70 años (sobrevivían 96 de cada 100 contagiados), caía hasta el 0,3% en personas de entre 50 y 70 (sobrevivían 997 de cada 1.000) y era muy cercana a cero en personas sanas menores de 50. En efecto, dado que dos tercios de los hospitalizados por COVID-19 tenían al menos una patología concomitante, en las personas sanas la letalidad era muy inferior a estos porcentajes.

En otros países los datos eran similares: más del 90% de los mayores de 80 años que contraía COVID-19 sobrevivía, así como el 99% de los de 65-70 años, el 99,9% de los de 45-50 años y el 99,99% de los de 30-35 años. En los menores de 18 años que contraían COVID-19 sobrevivía el 99,995% y prácticamente el 100% en aquellos sin patologías previas. Para que se hagan una idea, del total de muertes por todas las causas en esta franja de edad en el primer año de epidemia (los menores también mueren), menos del 1% murieron por COVID-19, o sea, que el 99% de menores que murió en el 2020 lo hizo por accidentes o por otras enfermedades de las que los medios nada dicen. Repito que estos datos corresponden a los inicios del COVID-19, cuando era más grave.

Tras la reducción paulatina de la letalidad y, sobre todo, tras ómicron, que tiene una letalidad hasta un 80% inferior a la de las primeras cepas del virus y es menos grave que la gripe (cursando mayoritariamente de forma paucisintomática), hoy en día pueden dividir las cifras de letalidad anteriormente citadas entre 5 y quedarse cortos. Podría decirse incluso que ómicron ha inmunizado a la población de forma mucho más eficaz (para todos) y más segura (para algunos) que las «vacunas» o terapias genéticas.

El gran engaño
Estos datos de letalidad sorprenderán a quienes se hayan nutrido de las historias de terror de los medios pero no a cualquier epidemiólogo, inmunólogo o estadístico que haya seguido los datos. De hecho, John Ioannidis, conocido epidemiólogo de la Universidad de Stanford, ya tranquilizaba en mayo de 2020 sobre la levedad del COVID-19 para la inmensa mayoría de la población, pero los medios ocultaron sistemáticamente esta información crucial. Antes bien al contrario, crearon y cronificaron un alarmismo enfermizo.

Pero aún hay más. Estos porcentajes de letalidad proceden de dividir el número de fallecidos entre el número de personas contagiadas según los estudios de seroprevalencia, por lo que la mortalidad real sería aún inferior a la mostrada. ¿Por qué? Primero, porque los datos de fallecidos no distinguían entre los que morían por COVID-19 y los que morían con COVID-19 pero de otras patologías concomitantes (o de un accidente de tráfico). Segundo, porque los estudios de seroprevalencia sólo detectaban anticuerpos IgG ignorando tanto la inmunidad celular como los anticuerpos IgA (mayoritarios en las mucosas), por lo que infravaloraban el número de personas que había pasado la enfermedad. Por lo tanto, el numerador real de la ratio era inferior y el denominador, superior.

Con estos números en la mano, no cabe ninguna duda de que el hecho de que el contubernio político-mediático-farmacéutico publicitara con un bombardeo diario los casos más alarmistas y callara la evidencia científica sobre la levedad estadística del COVID-19 para la inmensa mayoría de la población fue un engaño deliberado. ¿Con qué objeto? ¿Para que la población aceptara sin rechistar dictatoriales restricciones a su libertad y, sobre todo, para que consintiera (incluso deseara) un programa de vacunación indiscriminado con vacunas y terapias genéticas poco testadas, para desorbitado lucro de las grandes farmacéuticas?

«No existen enfermedades sino enfermos», reza una conocida máxima médica. En todo medicamento los beneficios para cada paciente en particular deben contrastarse con los potenciales riesgos para ese paciente en particular. Si con el COVID-19 el riesgo para un joven era 1.000 veces inferior que para un anciano, ¿cómo justificar que se vacunara a ambos indistintamente? ¿Cómo podía afirmarse de forma genérica que los beneficios de estas «vacunas» compensaban los riesgos? Para unos, quizá sí; para otros, claramente no.

La conclusión es clara: nunca fue necesario vacunar contra el COVID-19 a las personas sanas menores de 50 o 55 (por pecar de prudentes), ni desde luego a los que ya habían pasado la enfermedad (que estaban protegidos por la superior inmunización natural), ni, sobre todo, a adolescentes y niños, una absoluta inmoralidad por la que se les sometió a un riesgo para su salud sin beneficio médico digno de mención. Lamentablemente, el fanatismo vacunal reflejó una sociedad moralmente enferma que pone en riesgo a niños para tranquilizar a adultos histéricos.

Como hemos visto, el requisito de necesidad sólo se cumplía para un segmento minoritario de la población y en ningún caso justificaba un programa de vacunación masivo e indiscriminado para el que se utilizó además el arma de la presión social mediante la vergonzosa estigmatización y discriminación de los no vacunados, una supersticiosa caza de brujas propia del Medievo. Pero ¿qué hay de los otros dos requisitos exigidos a toda vacuna? ¿Han sido estas «vacunas» eficaces para evitar la enfermedad o han resultado una tomadura de pelo? ¿Han sido seguras o más bien peligrosas? Pueden imaginarse la respuesta, que desarrollaremos en la segunda parte de este artículo...

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