¿Qué se esconde tras las negociaciones de paz para Ucrania?

Todavía no se sabe lo que se habló en Washington pero es de suponer que Estados Unidos se mostró firme ante la delegación de Kiev, aunque tratando de no poner en peligro la alianza atlántica. Thierry Meyssan pasa revista a los acontecimientos de una semana especialmente agitada.

Para satisfacer a su movimiento MAGA, el presidente Donald Trump debe restaurar el poder económico de su país, profundamente endeudado, mientras apacigua al ala atlantista de sus donantes. Steve Witkoff y Jared Kushner ya han llegado a acuerdos con el presidente Vladimir Putin. Las negociaciones presididas por Mario Rubio son solo una distracción.

Para entender la semana de negociaciones sobre la paz en Ucrania lo más importante es comenzar por echar a un lado toda la información falsa que la prensa mainstream ha divulgado. Contrariamente a lo que nos han dado a entender, los europeos nunca estuvieron autorizados a incorporarse a las conversaciones de Ginebra.

También conviene recordar lo que ya explicábamos la semana pasada[1]: a ciertos gobiernos europeos no les conviene la paz, incluso la temen ya que seguramente acabaría provocando la caída de esos gobiernos.

Así que no es casualidad que la prensa de Alemania, de Reino Unido y Francia afirme falsamente que el plan de paz de Ginebra era un documento europeo. Esa falsedad se repitió tanto que hasta nosotros mismos acabamos haciéndonos eco de ella, aunque rápidamente rectificamos.

Dicho esto, vamos retomar ahora el desarrollo de los acontecimientos:

Cuando se conoció el plan de paz que representantes de Estados Unidos y Rusia redactaron en La Florida[2], los comentaristas «teledirigidos» lo presentaron como un documento «escandalosamente prorruso».

LAS NEGOCIACIONES DE GINEBRA
Los ucranianos pidieron redactar una contrapropuesta con Estados Unidos. Se organizó entonces un encuentro en Ginebra, realizado el 23 y el 24 de noviembre.

Pero el 22 de noviembre, potencias europeas miembros de la UE, más Reino Unido, Noruega y Japón, que participaban en la Cumbre de jefes de Estado y/o de gobierno del G20 en Johannesburgo, publicaban una declaración común en la que puede leerse:
«Estamos dispuestos a comprometernos para que la paz futura sea duradera. Somos claros sobre el principio de que las fronteras no deben ser modificadas por la fuerza. Estamos igualmente preocupados por las restricciones propuestas para las fuerzas armadas ucranianas, que dejarían a Ucrania vulnerable ante un ataque futuro.
Reiteramos que la aplicación de aspectos relativos a la Unión Europea y relativos a la OTAN necesitaría el consentimiento de los miembros de la UE y de la OTAN respectivamente».

Alemania, Francia y Reino Unido enviaron entonces —sin haber sido invitados— varios diplomáticos al hotel InterContinental de Ginebra, donde se hallaban las delegaciones de Estados Unidos y Ucrania. Los diplomáticos de Alemania, Francia y Reino Unido pudieron conversar con esas delegaciones, pero no fueron admitidos en las negociaciones.

El documento divulgado al final de esas negociaciones recoge únicamente los argumentos de los ucranianos[3].

Transhumanista y Anticristo: ¿por qué Peter Thiel necesita la teología para su tecnocracia?

 

Las grabaciones secretas de una conferencia filtradas recientemente en San Francisco confirmaron lo que los seguidores de las actividades del empresario Peter Thiel sospechaban desde hacía tiempo. El fundador de PayPal y Palantir, principal financista del vicepresidente J.D. Vance e influyente empresario de Silicon Valley, habla en las grabaciones sobre el Anticristo, nombrando a la activista climática Greta Thunberg e incluso al papa León XIV como posibles encarnaciones del mal, e insta a Vance, miembro de la Iglesia católica, a ignorar las directrices morales del Papa, en particular en el desarrollo de la inteligencia artificial ética.

No se trata de pensamientos aislados. En octubre, Thiel publicó un largo ensayo en la revista católica neoconservadora First Things, en el que interpreta la novela utópica del inglés Francis Bacon (1561-1626) La Nueva Atlántida en el sentido de que la ciencia y la tecnología modernas pueden invocar o suprimir al Anticristo. El propio pensamiento de Thiel confirma que la «Cámara de Salomón» de Bacon es el modelo para Palantir y que el estado insular de Bensalem es un modelo para el imperio tecnocrático que él mismo está construyendo.

No se trata de una reflexión teológica aleatoria, sino de una cosmovisión coherente en la que la autoridad religiosa tradicional debe ser eliminada para dar paso al poder tecnocrático. Los principales medios de comunicación occidentales han tratado tanto las conferencias de Thiel como el ensayo de Bacon como curiosidades, si es que lo han hecho, revelando tanto la marginación de las opiniones religiosas como la hegemonía evidente del tecnocapitalismo.

Psicológicamente, su retórica refleja delirios de grandeza y una marcada dicotomía: el mundo es un campo de batalla cósmico en el que el propio Thiel es el intérprete decisivo. La distinción entre amigo y enemigo de Carl Schmitt y la teoría mimética de René Girard proporcionan un marco intelectual para los temores de Thiel sobre la incontrolabilidad del mundo moderno y la imprevisibilidad de las personas.

Políticamente, Thiel representa el ala radical de la derecha tecnocapitalista o tecnológica. Su versión del concepto de katechon —una fuerza restrictiva que frena el caos— se ha convertido en un programa en el que la hegemonía y la superioridad tecnológica de Estados Unidos se enfrentan a la «gobernanza global». Las instituciones internacionales son tachadas de encarnación del mal, lo que justifica el debilitamiento de las restricciones constitucionales y los procesos democráticos. Rechazar al Papa de Roma es el siguiente paso lógico en este proceso.

Sin embargo, surge la pregunta: ¿no es la tecnocracia de Thiel simplemente el mismo globalismo en forma estadounidense? Entre los clientes de Palantir se encuentran el Departamento de Defensa y los Servicios de Inmigración de Estados Unidos, el Servicio Nacional de Salud británico, la policía alemana, los servicios de inteligencia franceses, el ejército ucraniano y los servicios de seguridad israelíes. Sus plataformas de datos crean una red de vigilancia transfronteriza que erosiona la soberanía nacional y concentra el poder en manos de unas pocas empresas tecnológicas y los grupos de élite que hay detrás de ellas.

Thiel condena ostensiblemente el «globalismo» y el «Anticristo», pero al mismo tiempo está construyendo el mismo sistema de control digital global al que dice oponerse. Al final del ensayo de Thiel, esta contradicción se convierte en una admisión abierta: el objetivo final de Bacon era crear un imperio tecnocrático global gobernado por el Anticristo.

Desde el punto de vista filosófico, la visión del mundo de Thiel combina de forma única la escatología cristiana, el antiliberalismo schmittiano, la antropología girardiana y el transhumanismo. El resultado es un sistema de justificación internamente contradictorio pero cerrado, capaz de explicar cualquier fenómeno. Según la interpretación de Thiel, Bacon esconde en Bensalem a un Joabin judío y homosexual, que cumple la profecía del Anticristo del Libro de Daniel («no se preocupa por el Dios de su padre, ni por el amor de las mujeres»). Sin embargo, Thiel no parece concluir que se trate de una advertencia, sino que lo ve más bien como una guía.

En el ensayo de Thiel, esta hermenéutica literaria se extiende también a la cultura popular: analiza la novela gráfica Watchmen (1986-1987) de Alan Moore como una alegoría tardomoderna del Anticristo, en la que el multimillonario Ozymandias (Adrian Veidt) escenifica una invasión alienígena para evitar la guerra nuclear y obliga al mundo a unirse en un gobierno unificado. Irónicamente, Palantir es precisamente el tipo de sistema de vigilancia al estilo de Ozymandias que justifica «salvar el mundo» con tecnología de vanguardia para aumentar el poder de la élite.

El propio del katechon de Thiel —la hegemonía estadounidense— es también una falsa salvación: se presenta como una fuerza contraria a la gobernanza global, pero al mismo tiempo, el aparato estatal de Washington está preparando un imperio digital en el que unos pocos «guardianes» sustituyen la democracia por datos y poder secreto.

Desde el punto de vista sociológico, su pensamiento es elitista: las masas son violentas y necesitan la guía de líderes fuertes. La democracia es sustituida por la gobernanza algorítmica, y la autoridad religiosa, que no es bienvenida en los círculos capitalistas amorales, es uno de los últimos obstáculos que hay que eliminar.

En términos de psicología moral, el pensamiento de Thiel revela un alto grado de desvinculación moral, tal y como lo describe Albert Bandura: el lenguaje eufemístico, la transferencia de responsabilidad y la deshumanización de los enemigos permiten ignorar los costes humanos de tecnologías como Palantir. Cuando se tilda a los oponentes de «legión del Anticristo», el debate ético se convierte en una guerra cósmica.

¿Por qué un transhumanista abiertamente homosexual, que intenta prolongar su vida con transfusiones de sangre y sueña con transferir su conciencia a una máquina, necesita la escatología cristiana? Además de la búsqueda personal de la inmortalidad, le da al mesianismo tecnológico un halo sagrado y transforma todos los obstáculos —la democracia, las restricciones éticas, las enseñanzas papales— en fuerzas satánicas. En este prisma distorsionado, el Anticristo no es la tecnología en sí misma, sino su restricción.

En un contexto social, el caso de Thiel cristaliza el profundo conflicto entre el poder tecnológico y la responsabilidad. Cuando los multimillonarios utilizan una retórica apocalíptica para justificar el capitalismo de vigilancia y la centralización del poder, ya no se trata de una excentricidad individual, sino de una amenaza sistémica. Sin restricciones morales y sociales, la tecnología no promete la redención, sino más bien una singularidad totalitaria en la que unos pocos individuos «salvados» controlan la materia prima de los datos humanos.

Sería más honesto —y considerablemente más creíble— que Thiel y los de su calaña dejaran de tergiversar el cristianismo para satisfacer sus propios fines y comercializaran abiertamente lo que realmente están construyendo: una nueva religión sincrética que combina la promesa transhumanista de la inmortalidad, la deificación de la inteligencia artificial, elementos ocultos y cósmicos y la doctrina de la supremacía de unos pocos elegidos en Silicon Valley.

Una tecno-religión tan abierta de algoritmos y singularidades con sus doctrinas esotéricas sería mucho más adecuada para los países occidentales liderados por Estados Unidos que el torpe intento de encajar la revolución de la IA, que mira más allá de la humanidad, en las ruinas de una tradición religiosa de dos mil años que ha perdido en gran medida su poder social.

En el ensayo de Thiel sobre Bacon, la ironía ha desaparecido: ya no advierte, sino que proclama la llegada del Anticristo en forma de tecnología y datos. La nueva religión no necesita viejos personajes bíblicos, sino más bien la «Habitación de Salomón» —la institución científica utópica y elitista de Bacon que controla la naturaleza y el conocimiento a través de experimentos secretos— y la inteligencia artificial, que se corresponde con la descripción del Libro de Daniel de «un cuerno pequeño con ojos humanos y una boca que habla grandes cosas» (7:8).

El disfraz teológico del multimillonario tecnológico parece más un escudo estratégico que una auténtica reflexión espiritual: tilda la oposición a la tecnología de «satánica» y, por lo tanto, la excluye de cualquier crítica. Aunque esta estrategia puede funcionar hasta cierto punto entre la derecha religiosa estadounidense, en una sociedad secularizada no parece en absoluto creíble.


Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera

China propulsa la gobernanza global de transformación biosférica.

Durante su participación en el Diálogo del Área de la Gran Bahía en Cantón, Alfredo Jalife-Rahme evaluó el progreso de China en inteligencia artificial y analizó su impacto en la gobernanza global.

La computadora cuántica superconductora china Tianyan 287

En mi ponencia en la plenaria «Gobernanza Global en Medio del Siglo que Define la Transformación», en Guangzhou, apadrinado por el prestigioso China Institute for Innovation & Development Strategy, abordaré la fase caótica presente, con sus «fractales de la paz», que destaca la redentora Iniciativa de Gobernanza Global de China, que promueve un sistema global justo y equitativo para preservar la vida de todos los seres de la biósfera[1].
[1] Trilema Global: Nuevo Orden Tetrapolar; Fractura Bipolar Biosférica; Guerra Nuclear, Alfredo Jalife-Rahme, Orfila Valentini, 2025.

Ya el 13 de septiembre de 2023 el entonces secretario de Estado, Antony Blinken, en la Universidad Johns Hopkins, en Washington, aceptó el «punto de inflexión» del fin del viejo orden mundial de predominio estadounidense[2], lo cual sonaba a perogrullada.

Ahora el canciller Merz de Alemania, socio de BlackRock, asentó en Berlín, el pasado 17 de noviembre, el fin del caduco orden mundial, que acepta el retraimiento de Estados Unidos y el ascenso de China y Rusia[3].

La dinámica de las tendencias hacia un nuevo orden mundial tripolar de China, Rusia y Estados Unidos está escrita en el muro cuando se perciben los «fractales de la paz», que tienden al retorno de las civilizaciones, aunado a las nuevas tecnologías, donde China ostenta una ventaja milenaria que ha recuperado y forjado.

Más allá de las miríficas rutas de la seda —en sus tres variantes: terrestre, marítima y del Ártico— en el verdadero ranking de la inteligencia artificial, en el rubro militar —no el comercial que maneja la Universidad de Stanford— el mismo Pentágono confiesa la delantera impactante de China con un mínimo de dos generaciones, como confesó Nicolas Chaillan, ex-director de Ciberseguridad del Pentágono[4], además de su imponente liderazgo en 57 de 64 segmentos de tecnología crítica/impacto, según el think-tank australiano ASPI[5].

Se deduce que la ruta de la armonía celestial de la cosmogonía china evoca un trayecto eminentemente civilizatorio/tecnológico/pacífico, no el militarista de sus competidores, y que pone fin a 500 años de colonialismo de la anglósfera.

Más allá de la guerra de chips/tarifas/tierras raras, el mandamás de Nvidia, Jensen Huang, reconoce el inminente liderazgo de China en el rubro de los chips[6], Estados Unidos mantiene su liderazgo en el ámbito satelital, que Pekín intenta emular en el corto plazo, prácticamente existe un empate técnico con Estados Unidos, mientras en el rubro de la computación cuántica resalta el liderazgo chino con el asombroso superconductor de la computadora cuántica Zuchongzhi-3 y el Tianyan-287, de carácter comercial[7].

En el reciente cuarto plenario del Partido Comunista Chino se planteó en el nuevo plan quinquenal la autarquía tecnológica y el cierre de la brecha nuclear con Estados Unidos y Rusia.

Durante la Cumbre en Tianjin de la SCO+ (Shanghai Cooperation Organization), el presidente Xi Jinping propuso la reforma y perfeccionamiento del sistema internacional de carácter multilateral —que al unísono de los BRICS, lo hace muy atractivo a la mayoría planetaria del Sur Global[8]— mediante la innovativa y creativa Iniciativa de Gobernanza Global (con la centralidad de una ONU reformada[9], a la que se suman sus otras tres iniciativas globales: desarrollo (reducción de la pobreza), seguridad (para resolver los conflictos) y la de civilización (plural, de respeto y biodiversidad).

Sin una guerra nuclear de por medio, que destruiría la vida en la biósfera, la Iniciativa de Gobernanza Global sobre cooperación y desarrollo plural propulsa al derrelicto Sur Global y afronta los apremiantes desafíos biosféricos —cambio climático/bioética de la inteligencia artificial/regulación cibernética—, que requieren políticas integrales no balcanizadoras, donde se perfila la urgencia imperativa de un nuevo orden global que, a mi juicio, hoy será tripolar o no será con el prominente coliderazgo civilizatorio/tecnológico/pacifista de China.

¿DERECHA ANTIPATRIÓTICA? EXPLICANDO UNA CONTRADICCIÓN APARENTE.

 

El aumento de las tensiones diplomáticas entre Colombia y Estados Unidos ha alcanzado en los últimos meses dimensiones sin precedentes en la historia contemporánea de una relación bilateral que ha sido tradicionalmente «estrecha». Tan pronto como Donald Trump regresó a la Casa Blanca, las relaciones diplomáticas entre ambos países han experimentado una espiral de deterioro. Esta tensión ha estado determinada por los profundos antagonismos ideológicos y por la colisión de agendas exteriores. En efecto, Trump 2.0 está intentando recuperar el liderazgo internacional de Estados Unidos en un contexto global de alta tensión geopolítica —sobre todo con los países que conforman el bloque BRICS— y nueva distribución del poder. En ese marco, plantea recuperar el control unilateral de lo que considera su «área natural de influencia» en América Latina y el Caribe. Por su parte, Gustavo Petro ha acelerado una política exterior más asertiva, autonomista y contestataria frente al orden internacional y la hegemonía occidental estadounidense-israelí, aunque con el riesgo de incurrir en actitudes claramente imprudentes.

Naturalmente, este escenario de tensión bilateral ha incrementado la polarización en la política nacional y se ha insertado como uno de los debates centrales en la carrera por el congreso y la presidencia que ya se prepara. Es en este contexto que llaman la atención las actitudes y discursos de ciertos sectores políticos partidistas y no-partidistas, por lo que a sus formas aparentemente contradictorias —y problemáticas— concierne. Nos referimos a aquellos sectores de la derecha colombiana que se alinean de manera irrestricta —casi fanática y servil— con Estados Unidos y el gobierno de Donald Trump, apelando al mismo tiempo a una postura «patriótica». Lo problemático de la cuestión no es el llamado de estos sectores a la prudencia y a preservar las relaciones bilaterales, a utilizar los debidos canales diplomáticos. Sino, por confundir la oposición anti-petrista con la subordinación, e incluso, la connivencia con el hegemonismo estadounidense y sus amenazas a la soberanía nacional.
«Llamados como los de Vicky Dávila de “Trump haz lo tuyo” o de Francisco Santos de “Presidente Trump, Salve a Colombia”, o las constantes exhortaciones de Álvaro Uribe e Iván Duque a fortalecer la cooperación en materia de seguridad con EE.UU., Reino Unido e Israel, son apenas algunos ejemplos del “cipayismo” que profesan sectores enteros de la política colombiana. Cipayismo que se extiende por toda la derecha sociológica latinoamericana y que encuentra sus ecos en políticos filo-estadounidenses como Javier Milei, Maria Corina Machado o Daniel Noboa».

El regreso de la política del «Gran Garrote» y de la «Doctrina Monroe» en la forma de presión militar, institucional y diplomática en Latinoamérica y el Caribe no parece indignar, sino más bien emocionar a dichos sectores ¿Acaso los intereses de la patria no deben estar por encima de los partidos? ¿No son la autonomía, seguridad y soberanía nacionales principios insoslayables de toda postura patriótica e incluso nacionalista? ¿No es la patria la que se debe defender frente a toda agresión extranjera? y en todo caso, cuando se trata de una «amenaza interna» ¿No es más congruente apelar a los connacionales y a los cauces institucionales de la república para dirimir el conflicto político? ¿Por qué ésta derecha proclama y aplaude sin vergüenza distintas modalidades de intervención estadounidense en Latinoamérica y en Colombia? ¿No era la derecha históricamente el bastión del patriotismo frente a las corrientes internacionalistas? Lo más preocupante es que este alineamiento no es simplemente coyuntural sino profundamente ideológico y estructural.

Proponemos al lector comprender estos discursos y actitudes, presentes en ciertos sectores de las derechas colombianas y latinoamericanas, desde dos ámbitos de análisis: (1) el sociológico, sobre todo ligado al campo de la economía internacional y la política exterior, y (2) el ideológico, como la evolución de los idearios derechistas, particularmente en el contexto de posguerra fría.

En la dimensión sociológica, estas actitudes, agrupadas en los motivos de «la derecha vendepatria», «cipaya/vasalla» o «derechona», son expresión de una pertenencia de clase socioeconómica: las élites empresariales (burguesía, oligarquía), articuladas al sistema internacional capitalista y a las estructuras financieras dominantes, cuyo eje geopolítico se identifica con el occidente noratlántico (Norteamérica y Europa Occidental). En tanto que dichas élites han dominado los espacios de decisión política, han moldeado la orientación internacional de sus respectivos Estados, en función de sus propios intereses. Para el caso colombiano, según argumenta el internacionalista argentino Luis Dallanegra, la política exterior —y por extensión el comercio internacional— ha estado determinada por una lógica de «inserción racional dependiente» respecto de Estados Unidos. Tal alineamiento se ha expresado con el famoso latinismo del «Respice Polum» (mirar hacia el norte), que desde Marco Fidel Suárez (1918-1821) ha enfatizado la «relación estratégica» con esa potencia.

Otras doctrinas como el «Respice Similia» (mirar hacia los semejantes) y el «Respice Omnia» (mirar a todas las direcciones) han tenido cierta importancia en la orientación internacional del país. No obstante, han sido la excepción a la regla de un respice polum hegemónico en los últimos cien años. Para Dallanegra, la relación bilateral ha sido profundamente asimétrica y con diferentes agendas: «para Estados Unidos su conexión con Colombia está definida por sus intereses basados en la seguridad y lo económico-comercial-financiero; para Colombia, está centrada en la viabilidad de la agenda interna, vinculada a la élite dominante».

Desde esta perspectiva, la relación entre ambos países no sólo ha estado mediada por un pragmatismo comercial (Estados Unidos como principal socio), o incluso migratorio —la fuerte diáspora colombiana asentada en EE.UU.—, sino por su calidad de garante del dominio interno de la élite doméstica, e inclusive, de su supervivencia en cuanto clase hegemónica. La internacionalista estadounidense Arlene Tickner ha acuñado el concepto de «intervención por invitación» para explicar esta conducta, materialmente expresada en el «Plan Colombia», desarrollado durante los gobiernos de Andrés Pastrana (1998-2002), Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2018). Plan que implicó altos niveles de injerencia estadounidense en el ámbito de seguridad colombiano. En este orden de ideas, las élites colombianas, para la defensa de su hegemonía doméstica, han debido recurrir, no sólo al monopolio de la fuerza del Estado, sino también, a maquinarias paramilitares, y cuando esto no ha sido suficiente, al auxilio norteamericano. 

En el ámbito ideológico, la explicación de la aparente contradicción entre un discurso patriótico y unas conductas contrarias al interés nacional, debe ser comprendida en el marco de la transformación de las ideologías políticas en la era de la globalización de posguerra fría. El fin de la bipolaridad geopolítica y de la confrontación entre capitalismo y el «socialismo realmente existente», supuso una difuminación de las líneas divisorias entre derechas e izquierdas. La desaparición de la Unión Soviética supuso un duro golpe para gran parte de las izquierdas que tenían a esta potencia como su referente global, operativo geopolíticamente. Sin embargo, trastornó también los parámetros partidistas de las derechas en el plano de la política parlamentaria. Los años noventa representaron así el advenimiento de lo que Gustavo Bueno ha denominado como «democracias homologadas». La democracia liberal se ha convertido en el parámetro que establece las normas de juego de la competencia partidista, vaciando paulatinamente los contenidos —al menos los más radicales— de la oposición izquierda-derecha, y dentro de estos, el nacionalismo.

De esta manera, los partidos políticos contemporáneos se remiten a ser maquinarias electorales y de transacciones político-económicas, que ofrecen programas, ya no tanto apegados a una doctrina de partido, como a una estrategia de marketing político, cuyos contenidos son elaborados ad-hoc según sean las tendencias del momento. En Colombia, este vaciamiento ideológico, tanto en las derechas como en las izquierdas, se extiende desde la época del Frente Nacional (1958-1974) y, principalmente, desde la legalización del multipartidismo, con la Constitución Política de 1991. En este contexto, las ideologías de derechas conviven confusamente. En el cálculo aritmético de las coaliciones parlamentarias, las derechas tradicionalistas (metafísico-teológicas) convergen con derechas de carácter liberal-economicista (tecnocrático) y con todo una miríada de partidos de centro y centro-derecha (pragmáticos/camaleónicos) del más variopinto raigambre. La particularidad del contexto colombiano y que lo diferencia de otros en cuanto a la continuidad en el poder de las fuerzas políticas de derechas, es el conflicto armado interno. La guerra ha posibilitado que las tensiones ideológicas propias de la Guerra Fría se hayan prolongado, y en ello, la pervivencia de discursos ultraconservadores (católico-evangélicas) y/o radicalmente anticomunistas.

De hecho, en los últimos años, vienen resurgiendo unas «nuevas derechas» que han capturado, principalmente, la atención del electorado jóven y que ya están conquistando posiciones de poder en diversos países. Arraigadas fuertemente en los contextos anglosajón e iberoamericano, tales nuevas derechas han ganado popularidad, posicionándose en contra de los discursos «progresistas» (LGTBQ+, feminismo, ecologistas, minorías étnicas, justicia social), y defendiendo ideas como la «libertad de empresa», la «familia tradicional», la religión y el «anticomunismo». Esgrimen una ideología «libertaria» que no es estrictamente coherente, de allí su uso del sintagma de «liberal-conservador». Contradicción que se corresponde con sus actitudes de patriotismo-anti-soberanía, toda vez que el verdadero peso ideológico recae sobre el liberalismo económico, que es por antonomasia «globalista». So pena de las contradicciones, lo importante es que es un discurso de raigambre anglosajona-estadounidense —precisamente es allí donde ha sido diseñado—, por lo que no es gratuito su alineamiento —casi adoración— con Estados Unidos, Reino Unido e Israel, en tanto que vanguardia de una cruzada «neo-occidentalista». Como máximo epígono de esta ideario, Donald Trump ha conquistado la presidencia en dos ocasiones, movilizando un programa nacionalista cristiano (evangélico-sionista), anti-inmigración, proteccionista y supremacista. Discurso que las élites políticas latinoamericanas —de forma harto esnobista— pretenden emular y en el que confusamente se quieren acoplar.

Teniendo todo esto en cuenta ¿En dónde radica entonces la contradicción en la que incurren diversos sectores derechistas pretendidamente patrióticos cuando defienden el injerencismo norteamericano? La respuesta debe ser hallada en las transformaciones de la economía política global y en la geopolítica de posguerra fría. Esto es, en la globalización neoliberal y en la hegemonía norteamericana a la que va aparejada. En la medida en que el «capitalismo nacional» dejó de ser doméstico y pasó a ser transnacional, las élites colombianas se hicieron más globalizadas —y globalistas— y, sobre todo, más filo-estadounidenses. La integración comercial, la diáspora colombiana y la asistencia/injerencia militar, han fortalecido el compromiso histórico de las élites empresariales y políticas con la unipolaridad —en decadencia— estadounidense. A nivel geopolítico, este alineamiento se ha expresado en la resistencia de los sucesivos gobiernos colombianos al acercamiento con países como Rusia, Venezuela, Cuba o China. De hecho, Colombia ha sido de los últimos países latinos en interesarse en la Ruta de la Seda china (Belt and Road Initiative). Para el ideario derechista colombiano todos estos Estados están relacionados con el comunismo, y por ende, con la insurgencia.

En este orden de ideas, las élites corporativas, sociales, políticas, «intelectuales» y mediáticas de Colombia, están incorporadas profundamente a las estructuras de dominación hemisférica estadounidense, en las cuales el Estado mismo está diseñado para reproducir las condiciones de dependencia estructural. Tales élites desarraigadas adoptan el estilo de vida, visión del mundo e ideología norteamericana. En su sensibilidad ideológica, esto implica la aceptación del excepcionalismo/supremacismo estadounidense y de la creencia en la metafísica del «fin de la historia»: esto es, de Estados Unidos como gendarme mundial y «faro de la civilización», mediante el cual Colombia debe ser pastorilmente guiada. Claramente, el consumo de estas formas de poder blando (soft-power) legitíma para «nuestras élites» la narrativa de la defensa hemisférica de Estados Unidos, sobre todo, frente a unas instituciones nacionales y regionales que consideran corruptas, inferiores e ineficaces para combatir fenómenos como el narcotráfico y la insurgencia; pero también, para mantener al margen a los movimientos políticos de izquierda, populistas o a otras potencias extra-hemisféricas. De hecho, esto explicaría el surgimiento de una nueva «Marea Azul» o derechista en Latinoamérica, geopolíticamente alineada con Estados Unidos.

De esta manera, el compromiso de determinadas derechas y de las élites a que responden, en tanto que clases «norteamericanizadas» y que tienen una fuerte capacidad de lobby en las esferas del poder estadounidense —y viceversa—, esgrimen un patriotismo que se mantiene por inercia, las más de las veces utilizado de manera ingenua y en muchas otras malintencionada, pero que se contradice lógicamente con los imperativos políticos del Estado nacional y de su soberanía. Patriotismo de banderín —es decir, vacío— que se utiliza, más bien, para apelar a los fondos emotivos y a los intereses electorales —cuando no a intenciones más perversas—, pero que oculta un profundo desprecio apenas enmascarado contra «su propia patria» y un miedo no menos intenso a las «hordas populares» o «asiáticas» que puedan poner en riesgo la continuidad de su hegemonía.

Fuente: Carlos Fernando Rodríguez