Hasta finales del siglo XIX, muchos científicos creían que las características y hábitos adquiridos por una generación en respuesta a las condiciones medioambientales podían ser transmitidos a la generación siguiente. Darwin dio este concepto por sentado, como lo hizo Jean Baptiste de Lamarck, con cuyo nombre se asocia usualmente el traspaso de características adquiridas. A comienzos del siglo XX, sin embargo, el lamarquismo fue completamente rechazado, porque según el «dogma central» de la biología molecular, aunque los estímulos medioambientales pueden alterar el carácter externo de los organismos (cambio fenotípico), no existe modalidad conocida que pueda trastornar los genes de un individuo en alguna forma coherente (cambio genotípico).
Lamarck formuló la primera teoría de la evolución biológica, en 1802 acuñó el término «biología» para designar la ciencia de los seres vivos y fue el fundador de la paleontología de los invertebrados.
No obstante, el tabú contra la herencia lamarquista comenzó a retirarse con la llegada del nuevo milenio y el reconocimiento extendido de la herencia epigenética, la cual involucra cambios relativos a la expresión del gen, más que transformaciones en los propios genes. Los mecanismos incluyen alteraciones en la cromatina (complejo de proteínas en el ADN que forma un núcleo celular), la metilación de las moléculas de ADN y cambios en el citoplasma celular. Los defensores del neolamarquismo puntualizan que la herencia de la información epigenética independiente del ADN permite las posibilidades evolutivas negadas por el neodarwinismo, pero la heredabilidad de tales cambios hasta ahora ha demostrado ser transitoria, permaneciendo desde unas pocas generaciones hasta la número 40; todavía ningún experimento ha resultado en un cambio epigenético inducido y persistiendo sistemáticamente en alguna población.
Existe mucha evidencia de que las características adquiridas pueden ser heredadas. Por ejemplo, las ratas de la estirpe agutí son gordas, amarillas y propensas a enfermedades, pero las hembras a las que se les suministra un suplemento alimenticio dan a luz a muchos descendientes que son más delgados, marrones y de vida larga. También hay muchos casos de herencia epigenética en humanos, como en un estudio que determinó que la nutrición en niños de sexo masculino afectaba la incidencia de diabetes y enfermedades coronarias en sus nietos. En la década de 1950, C.H. Waddington condujo experimentos para demostrar que moscas de la fruta de dos alas expuestas a vapores de éter podían producir individuos de cuatro alas (conocidas como «fenocopias bitórax»); el éter no indujo mutaciones específicas en el ADN, pero alteró el curso normal de desarrollo. Al exponer huevos de moscas de la fruta al éter generación tras generación, la proporción de ejemplares bitórax se incrementaba, hasta que después de 29 generaciones algunos descendientes presentaban el carácter bitórax sin ninguna exposición al vapor, y experimentos posteriores confirmaron que la tasa de dichas fenocopias aumenta progresivamente en generaciones sucesivas. Rupert Sheldrake propone que los hábitos adquiridos de comportamiento y desarrollo corporal pueden ser transmitidos no sólo por selección genética y herencia epigenética, sino que también mediante modificaciones en los «campos mórficos» (campos organizativos no físicos), los cuales se heredan no por genética, sino por «resonancia mórfica» que crece en fuerza según el número de organismos cuyo desarrollo ya ha sido modificado.
Callosidades en un avestruz
Las avestruces nacen con callosidades similares a cuernos en sus ancas, pechuga y pubis, justo donde éstas presionan el suelo cuando se sientan. De forma similar, los jabalíes verrugosos tienen callos hereditarios en sus articulaciones, correspondiendo a su hábito de arrodillarse mientras rebuscan en el terreno, y también los camellos, nuevamente en perfecto acorde con su hábito de arrodillarse. Parece razonable suponer que sus ancestros desarrollaron estas callosidades mediante su costumbre de sentarse o postrarse, y que la tendencia de formarlas fue transmitida a su descendencia en alguna manera. Aún así, los darwinistas quisieran convencernos de que sólo han tenido lugar «mutaciones genéticas fortuitas», las cuales «accidentalmente» pusieron callosidades en los lugares correcto, y que el hábito de los animales para posarse o hincarse no jugó ningún rol, sea cual fuere.
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